Estaba en mi casa y esperaba que llegara la lluvia. Autor: Jean-Luc Lagarce. Traducción: Laurence Bergé. Intérpretes: Graciela Araujo, Valentina Bassi, Paloma Contreras Manso, Paula Ituriza, Martha Lubos. Vestuario: Mariana Polski. Escenografía: Marcelo Valiente. Iluminación: Alejandro Le Roux. Música: Joaquín Segade. Asistencia artística: Leonardo Saggese. Dirección: Stella Galazzi. En el Teatro San Martín (Corrientes 1530) Duración: 90 minutos.
Nuestra opinión: buena
Cinco mujeres de diferentes generaciones hablan de un hombre que ha regresado al hogar en el que viven, después de mucho tiempo. Su estado de salud es terminal. El descansa en su cuarto o ha muerto en él ?la duda es permanente?, después de haberse desplomado en el piso y de haber sido trasladado a la habitación por ellas.
En la casa, su llegada ha provocado un verdadero revuelo. Lo estaban esperando, necesitando. Querían tenerlo con ellas porque, de esa forma, parecerían encontrarse con sus propias vidas, fortalecer el roto vínculo familiar y hasta descubrir en plenitud unos sentimientos que venían ocultando desde aquella partida.
Como en Apenas el fin del mundo ?también de Lagarce? la llegada del hijo ¿pródigo? devela el interior de una familia y hay en ese acto ternura y crueldad, dolor y un sinceramiento extremo que provoca una fuerte inquietud.
El texto de Jean-Luc Lagarce posee una oscura belleza. Lo atraviesa esa vigilia que precede a la muerte o esa calma patética que, sabiendo que la muerte está llegando, promueve reflexiones sobre la vida de manera desordenada. Allí se mezclan recuerdos felices y sentimientos encontrados. Imágenes poderosas del pasado se cruzan con dolores del presente. En ese momento, tan vital y entero, donde las miserias asoman a contra luz del deseo, las lágrimas resultan un verdadero alivio.
Las cinco mujeres hablan de ellas y casi siempre en soledad. Se redefinen a partir de ese acto de habla y, a medida que las palabras afloran, ellas entienden quiénes son, verdaderamente; y a qué aspiran.
La dirección de Stella Galazzi se detiene quizá demasiado en ese acto individual de hablar, sin reparar a fondo en ese hermano o hijo que está muriendo o ha muerto. La agonía es difícil de sobrellevar en soledad y en esta puesta esa dificultad es clara pero, a la vez lo es, por el mecanismo de expresión que se ha utilizado (las imágenes internas a la hora del relato son débiles, los personajes no terminan de definirse por completo). Las escenas más contundentes son aquellas en las que en dúo, trío o en que las cinco actrices juntas pueden relacionarse y hacer movilizadora -por la ausencia del hombre o porque el recuerdo de ese ser querido se torna inmenso- esa historia que las conmociona.
La sala Casacuberta no es el ámbito ideal para tanta intimidad. Las palabras se escapan de continuo y uno necesita retenerlas, hacerlas propias, que golpeen el cuerpo de quien observa, que se transformen en puro sentimiento. Aquí, eso sucede con verdad en pocas oportunidades. Aún así el texto de Lagarce es contundente y resulta muy movilizador para quien, atentamente, lo sigue.
La escenografía de Marcelo Valiente contiene, con pequeños detalles, el ámbito donde esa acción dolorosa transcurre mientras que, la iluminación de Alejandro Le Roux construye, en muchas escenas, imágenes de fina belleza.
Carlos Pacheco
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