Mariana Chaud viene desplegando, como actriz y autora, una obra teatral en la que exprime delirio y lucidez de las situaciones más cotidianas. Pero algo agotada de las problemáticas contemporáneas de su generación, decidió buscar nuevos horizontes en la Patagonia del siglo XIX: una tribu de tehuelches con un cacique neurótico y un harén insatisfecho. A continuación, habla de Los sueños de Cohanaco, explica los felices riesgos de la incorrección política y de viajar al pasado con los mambos del presente.
Por Mercedes Halfon
Imagen: Nora Lezano
Mariana Chaud siempre logra sacar un brillo extraño de las cosas más naturales. En Elhecho, uno de sus últimos trabajos, una planta –un helecho– reflexionaba sobre su vida y revelaba al público obsesiones capaces de dejar boquiabierto al espectador más acostumbrado a las especulaciones del pensamiento teórico. En Sigo mintiendo, un extraterrestre se colaba en un cumpleaños y se volvía el alma de la fiesta. En Budín inglés veíamos por largo rato a cuatro personajes leyendo sus libros favoritos. Escenas teatrales donde se iba del humor disparatado a la brillante y volada reflexión. Así son las construcciones de Chaud: frágiles, bellas y delirantes. Esto también sucede en sus trabajos como actriz. Basta recordar a la lúcida y terrorífica misántropa de Automáticos de Javier Daulte; o aquella brasileña existencialista que se preguntaba hasta el infinito sobre un pajarito, o la tímida maestra de matemática que se arrojaba sobre una mesa para explicar sus conceptos, en sus monólogos de Humos de cabaret.
Es así como llegamos a Los sueños de Cohanaco. Una pieza que toca un tema inusual en el teatro off de Buenos Aires o más aun, en el arte contemporáneo en general. La suerte y desgracia de los pueblos originarios de la Patagonia. En este caso se trata de la cultura tehuelche, representada en la obra por el cacique Cohanaco y su pequeña tribu. Un tema poco visitado con ánimo de ficción deliberada, porque sí se han visto búsquedas justicieras, ligadas a recuperar en el terreno del arte aquello que no pudo serlo en el de la historia. O si no, ya deberíamos hablar de aquella versión del indio dibujada por Dante Quinterno, el inefable Patoruzú, un narigón fanático de las empanadas, en el que lo único tehuelche que podía rastrearse era esa característica habilidad con las boleadoras. Por eso, son toda una novedad, en más de un sentido, el cacique Cohanaco y sus febriles ensoñaciones sobre la supervivencia de su tribu y el porvenir de la Patagonia.
La Patagonia teatral
Chaud cuenta que algunos veranos atrás, con su pareja el escritor y politólogo Leandro Halperín, viajaron al sur, y allí, caminando por la inmensidad de ese campo sólo poblado por ovejas, empezaron a pensar en los hombres que habían habitado esas tierras. Mariana explica: “Los tehuelches vivieron en esa zona desde hace como doce mil años, desde la prehistoria, y siempre vivieron más o menos de la misma manera, hasta que llegó el hombre blanco”. Ese modo de vida empezó a intrigarla. Entonces, junto con Halperín, decidieron ponerse a investigar sobre el tema con el fin de escribir una historia que pusiera a los tehuelches sobre el escenario. “Empecé a pensar en cómo funcionaría el teatro si trataba sobre alguna comunidad donde las costumbres fueran otras, si se cambiaban las convenciones de base. Venía un poco cansada de las obras sobre nuestra generación, nuestra sociedad, las relaciones entre los jóvenes o sobre las familias. Tenía muchas ganas de trabajar sobre algo extracotidiano.”
¿Y por dónde empezaron a construir el relato?
–Empezamos a leer libros de cautivos. Hay uno muy bueno de un inglés llamado George Musters que se va por propia voluntad a vivir entre los indios. Y otro de Benjamin Bourne, un yanqui que habla pestes de ellos. Todos los relatos sobre los indios son bastante contradictorios, y por eso mismo, bastante estimulantes para la imaginación.
¿Qué les llamaba la atención?
–La relación con la naturaleza que tenían. Y también la relación entre indios y cautivos. Siempre había una mirada silenciosa sobre el otro. Del blanco sobre el indio y del indio sobre el blanco, siempre están como adivinándose, midiéndose los tiempos. Eso me llevaba mucho a las películas de cowboys, a los westerns. Nos inspiramos bastante en ellos para poder tomar con una cierta impunidad el tema. Hacer más un relato de aventuras, poder salirnos del modo en que se mostraron hasta ahora a los indios en el teatro: desde una perspectiva antropológica, con representaciones de ciertos cantos...
¿Y no tuviste miedo con el lenguaje que usaban, que se interpretara como una liviandad con respecto a los pueblos originarios?
–Todavía tengo miedo de que nos vengan a decir algo (se ríe). Creo que fue bastante atrevido de nuestra parte. La verdad es que no quisimos para nada construir un indio estereotipado, sino particularizarlo, pero es algo que haríamos con cualquier personaje. Igual, evidentemente con los indios es más susceptible la cosa. Por supuesto que no quisimos faltar el respeto a nadie pero sí nos tomamos la libertad de convertirlos a la ficción. Si voy a ver una obra de teatro actual, con personajes de treinta años en Buenos Aires, no necesariamente pienso que soy yo. Y si el personaje hace una barbaridad no siento que me faltan el respeto. Llevado a lo particular, a un personaje en particular, no creo que sea ofensivo para un indio. Aunque ahora se dice pueblos originarios. Ese respeto que se pregona lleva a un silenciamiento que los hace no existir. Por eso, dejarlos en ese discurso de “pueblos originarios” los lleva a un lugar sin peligro. No participan de la cultura nacional desde lo actual, sólo en los libros. Por eso me pareció interesante retomarlos, más allá de toda licencia.
La neurosis del cacique
Desde el comienzo de Los sueños de Cohanaco nos damos cuenta que la apropiación del mundo tehuelche que hace Chaud es, como siempre, libre, cómica y poética. Las mujeres de la tribu, Patitas y Pata de Ñandú, se pelean acusándose de “a vos el poncho te pica” y “a vos no hay río que te lave”. Ellas y Orkeke, liderados por el cacique Cohanaco, recorren los extremos territorios del sur, persiguiendo la caza y protagonizando verdaderas epopeyas. En la aventura se suman Mr. Sheffer, un marino inglés al que tienen cautivo, y Antonio Lista, un temible criminal chileno que ha escapado del presidio de Punta Arenas y visitará a los indios urdiendo engaños. Las construcciones actorales de la obra son notables. Desde el cacique en manos de Santiago Gobernori hasta el chileno Lista interpretado por Agustín Rittano, son de una soltura física y vocal –¡los acentos que hacen!– extraordinaria. Cuenta Chaud: “Empezamos a ensayar tímidamente y nada podía ser tímido: tenía demasiado nivel de riesgo la propuesta actoral. Ahora me siento en la platea durante las funciones, y los veo y me resulta increíble lo que hacen. Están actuando ese delirio total, del que yo también formé parte, pero ahora que estoy de afuera digo ‘qué valientes’”.
Los sueños de Cohanaco no sólo imagina una ficción situada en el pasado, sino que también indaga en la actualidad a través de los sueños que el cacique tiene cada noche. A través de esas imágenes oníricas –las pesadillas, las imposibilidades, la neurosis– presente y pasado se comunican: en sueños, el cacique recibe la visita de una mujer llamada Futuro (evidentemente nuestro presente), que intenta alertarlo de su apremiante porvenir. Esos encuentros, de paso, ofrecen la posibilidad ver nuestra época a través de otros ojos, de otra cultura, de otro tiempo. Como dice Chaud: “Me parece que la gracia es finalmente reflexionar un poco sobre las convenciones actuales, las cosas que uno hace como si fueran inevitablemente así, y que no lo son. Como en el teatro es todo convención, es un territorio privilegiado para probar estas cosas.”
Al final, la obra no es sólo un viaje al pasado, sino que lleva hasta él objetos, obsesiones y hasta temas de nuestra época. Como si Chaud buscara otros horizontes para eso que la había agotado en los departamentos, las familias y las relaciones modernas. Y terminara encontrándose con un cacique que compra el viejo cuento de los espejitos de colores: desdeñar su época y soñar con otra.
“Y... cierta neurosis en el cacique, el no-deseo sexual por ejemplo, uno puede traducirlo como algo actual”, dice Chaud. “Pero también la hipótesis era, ¿por qué un indio no va a tener una neurosis? Cohanaco sueña con nuestra actualidad, un sueño que no los contempla, que no los abarca, y lo que le deja es insatisfacción y dudas. El no quiere tener relaciones con las mujeres de la tribu y eso es una humorada durante toda la obra pero al final uno se queda mal. Perdieron la oportunidad de tener hijos, no se reprodujeron. Bueno. No creo que haya sido así con los tehuelches, pero es una forma de explicar su tragedia.”
Fuente: Radar
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