jueves, 30 de marzo de 2006

domingo, 5 de marzo de 2006

"El teatro argentino se lleva bien con la insatisfacción"

JORGE DUBATTI, DOCTOR EN LETRAS

Arte de resistencia pero también de reconstrucción, el teatro de los últimos años sacó ventaja de la crisis social y de la precariedad. Quizá por eso hoy se hace teatro en ámbitos impensados y es tan vital entre los jóvenes.

Claudio Martyniuk.

Desde siempre, para que haya teatro tiene que haber distancia, conciencia del rasgo ficcional que tienen las representaciones, algo ya definido por los griegos. Pero estamos lejos del mundo antiguo. ¿Qué sentidos, qué emociones tiene hoy el teatro para nosotros?

—En los últimos veinte años el teatro se vio en la obligación de redefinirse por una cantidad de fenómenos. El primer fenómeno es lo que se ha llamado la transteatralización: todo es teatro. Es más teatro el orden social que el teatro mismo y, en ese sentido, el teatro ha sido "superado" por el orden de lo real. Ricardo Bartís, en su libro Cancha con niebla, dice que "hoy los políticos son stanislavskianos". Es decir, si Cristina Kirchner puede ser mejor actriz que Cristina Banegas, y Eduardo Duhalde es mejor actor que Eduardo Pavlovsky, el teatro tiene obligadamente que redefinirse. Por otro lado, está la "usurpación" de la teatralidad por el orden social y la idea de que la teatralidad estaría en todas partes y que sería lo específico del acontecimiento social. Frente a esto, el teatro se redefine volviendo a pensar la singularidad de su lenguaje. Lo propio del teatro es la reunión de los artistas, de los técnicos y del público, en una encrucijada de tiempo y de espacio. Es una reunión de cuerpos presentes. El teatro se opone a la intermediación técnica. Acontece dentro de la cultura viviente y es territorial. El teatro sería hoy una de las formas sobresalientes de lo que llamaríamos la cultura viviente, a diferencia del cine, la radio y la televisión, que serían formas de producción intermediadas técnicamente. El teatro invita al grupo, invita a la reunión; uno no va al teatro a estar solo. En cambio, en el cine, uno está sentado, pero Jack Nicholson no está en persona. El teatro es minoritario, porque ¿cuánta gente puede ver una función teatral?


  • ¿También son distintos los efectos políticos?

    —El teatro ya es político por su naturaleza. Ante el avance de lo socio-comunicacional —el no necesitar moverse de la casa para estar conectado con el mundo—, el teatro es un fenómeno de resistencia. Se habla de sexo virtual: en el teatro lo virtual es inconcebible, porque exige la presencia corporal y el fenómeno de la reunión. Por eso el teatro se parece a los asados, se parece a los cumpleaños, se parece a las fiestas. Nadie va a un cumpleaños por Internet. Nadie va a un asado a través de la computadora. Y en ese sentido, el teatro tiene la estructura del banquete, preserva una estructura de relación humana ancestral, ofrece una alternativa de lazo social que no está ni en la televisión, ni en el cine, ni en la radio, ni en la música enlatada.

  • En Argentina, ¿el teatro ofrece realmente esos rasgos?

    —Aquí, el teatro, además de ser resistencia en esa escala humana ancestral, también es resiliencia. Resiliencia es la capacidad de construcción en tiempos de adversidad. Si no tengo un mango de producción, puedo hacer teatro igual. Televisión, no. Cine, tampoco. El teatro se lleva muy bien con un fenómeno cultural argentino antiquísimo que es lo que se llama la riqueza de la pobreza, el tomar la precariedad como condición estética de producción artística. Y justamente, si en algo se diferencia el teatro argentino de otros teatros es en que está sustentado en el deseo, no por los subsidios. Aquí se hace de necesidad virtud; se encuentra potencia estética en una producción mínima; se explotan las más grandes ideas casi con ninguna producción. En nuestro modelo teatral se halla, con elementos mínimos de producción, la mayor potencialidad artística. Hoy el teatro en la Argentina es un verdadero laboratorio social. Hay treinta y cinco grupos de teatro comunitario en la Argentina, donde trabajan vecinos y actores profesionales.

  • Siempre se recuerda a Teatro Abierto, que ocupó un lugar significativo en la lucha contra la dictadura. Pero fue un fenómeno localizado en Buenos Aires.

    —Además, un fenómeno muy puntual. Ahora, el teatro se ha extendido al tejido social mucho más. Hoy el teatro se hace en los geriátricos, en las escuelas, en las calles. Este teatro contribuye a construir espacios micropolíticos, necesariamente pequeños, que no encuentran su representación en los sistemas instituidos. La micropolítica puede funcionar como escala de la macropolítica. Es lo que dijo Eduardo Pavlovsky: "Estaba Videla en el poder y había Videlitas en las casas". Pero hoy el teatro entre nosotros funciona micropolíticamente como construcción de oasis, como construcción de una forma alternativa de estar en el mundo. Esta construcción hace que nuestro teatro sea un espacio de la memoria a través de metáforas. Con que haya una metáfora feliz en escena, hay un dispositivo político.

  • ¿Qué reconocimiento tiene el teatro de las provincias?

    —Hay que valorar mucho las nuevas cartografías teatrales del país. Con Internet, las provincias no se relacionan a través de Buenos Aires sino que directamente se relacionan con el mundo. Antes Buenos Aires era una especie de cabeza de Goliat de la teatralidad, y hoy la teatralidad tiene una estructura de conexiones más complejas. De lo que hay un gran reconocimiento internacional es del teatro que se hace en Buenos Aires, especialmente el teatro de las pequeñas salas, no el teatro oficial ni el comercial, sino fundamentalmente el teatro alternativo, lo que antes se llamaba teatro independiente. En los festivales internacionales siempre hay una presencia argentina. No por industria, sino sencillamente porque se está haciendo uno de los mejores teatros de Occidente. Otra cosa que llama la atención es el fervor del público argentino. Hoy creo que lo que mantiene vivo el teatro de Buenos Aires no es tanto la crítica, que está fuertemente pauperizada y perdió su potencia, sino la institución crítica del espectador.

  • ¿Por qué hay tanto interés entre los jóvenes por la actividad teatral?

    —Eso se explica por nuestra cultura y en gran parte por el dolor y la indigencia social que hemos vivido. Si viviéramos en una sociedad satisfecha, seguramente el teatro no andaría tan bien.

  • ¿Podríamos decir que el haber ido nosotros de mal en peor ha sido bueno para el teatro?

    —Sí. Nuestro teatro se lleva muy bien con la insatisfacción.

  • ¿Qué modelos dominan en el teatro que vemos hoy?

    —En Buenos Aires se nota el trabajo con un modelo muy interesante: el teatro posdramático, que tensa la estabilidad del orden metafórico. Cuando uno va al teatro, ve básicamente tres cosas. Ve convivialidad, encuentro corporal: uno ve a Alfredo Alcón y dice ¡qué bien que está este hombre! En segundo lugar, se ve trabajo: ¡y qué bien que lo está haciendo Alcón! Y, en tercer lugar, están los mundos paralelos: grandes metáforas ficcionales, estéticas. La posdramaticidad trabaja con la idea de la inestabilidad, la caída del orden metafórico, y entonces por momentos deja de saberse si lo que se está viendo es teatro o es una reunión. Esa intensidad es enormemente política. Y en esto retomo el pensamiento de Bartís: "La teatralidad ha sido usurpada por la política".

  • ¿A qué se refiere exactamente?

    —A que el teatro tiene que redefinirse mostrando el artificio, mostrando que la construcción de lo real es artificial, porque está hecha con procedimientos convencionales. Hay todo el tiempo un ir y venir, una tensión no resuelta entre lo real y lo metafórico. Esto para mí es una de las grandes novedades y una de las cosas más hermosas que tiene el teatro en este momento. Además, está lo bello de saber que se está en reunión con los más grandes actores de Buenos Aires y con los teatreros, y de pronto se empieza a percibir el espectáculo no solamente con los otros, sino sintiéndose a uno mismo. Es un fenómeno muy interesante. Y yo siempre siento que es el momento en el que la butaca se transforma en ese sillón que uno tiene en su casa o en algún punto del planeta, donde uno se sienta para escucharse a sí mismo, donde uno se piensa y vuelve sobre uno. Lo que importa no es tanto la construcción estética, sino el encuentro humano que se produce dentro de esa construcción, y que vuelve sobre uno, y logra que uno mismo se esté escuchando a través de la reunión con los otros. No vamos al teatro solamente a ver obras. Vamos también a ver trabajo, a estar con los otros y con nosotros mismos.

    Fuente: Copyright Clarín, 2006.
  • viernes, 3 de marzo de 2006

    Interesante juego actoral

    María Aurelia Bisutti, una abuela que evade la realidad Foto: Mariana Araujo

    "Piel de chancho. Fuego entre mujeres" . Autor y director: José María Muscari. Intérpretes: María Aurelia Bisutti, Armenia Martínez, Laura Espínola. Diseño de luces: Marcelo Alvarez. Música original: Mauro García Barbé, Asistente de dirección: Graciela Balletti. Dirección: José María Muscari. En el Teatro del Pueblo.
    Nuestra opinión: buena

    Una vez más, José María Muscari busca develar el mundo interno de unos personajes muy particulares, marginales en una primera mirada, pero profundamente complejos si esa mirada se fortalece. Su búsqueda siempre ronda lo patético y entonces es fácil reírse de ellos o, en su defecto, sentir que conmueven mucho porque, de continuo, rondan algún costado propio o el de alguna persona conocida.

    Esta vez un trío familiar femenino cae bajo la lupa del creador y son ellas las desmenuzadas. Nana, Ingrid y Luisa -abuela, madre e hija, respectivamente- comparten la vivienda y se cuidan, se molestan y se insultan con la misma intensidad. El caso es compartir lo que allí sucede, aunque los extremos a los que cada una llega sean, por momentos, verdaderamente extravagantes.

    Nana (María Aurelia Bisutti) es una abuela que asoma con parte de su cuerpo quemado a partir de un accidente doméstico. Su operación se va haciendo inminente, vive en un mundo muy suyo, de a ratos próximo al delirio, y se relaciona con su hija y su nieta en un doble juego en el que, aún sabiendo todo sobre ellas, prefiere escapar de esas historias y problemas.

    Ingrid (Armenia Martínez) se desvive entre atender a su madre, la librería en la que trabaja y ocuparse del estado de salud de su hija anoréxica. A la vez que su lesbianismo parecería interferir de continuo en esa realidad.

    En tanto que Luisa (Laura Espínola), la menor de la familia, enfrenta a las dos mujeres mayores, las cuestiona, reniega de ellas, mientras se impone controlar su cuerpo para que éste se mantenga en un estado ideal.

    Historia sin importancia

    La historia de Muscari, en verdad, por momentos, no importa. Al creador parecería no interesarle una construcción dramática en la que personajes, acciones, diálogos y situaciones se sinteticen en una construcción que conduzca la historia por un canal con algunos visos de formalidad. En algunos pasajes, por ejemplo, las actrices salen de situaciones que no terminan de definirse y enfrentan a la platea con unos monólogos de rico dramatismo.

    Hay un caos instalado en esa estructura que el artista supera con una fuerte dirección de actores. De las tres intérpretes consigue extraer unos mundos íntimos muy calificados y entonces "Piel de chancho" se transforma en un material exclusivamente actoral, plagado de buenas ideas escénicas; pero, como éstas no terminan de instalarse, no hay forma de reparar en ella. En cambio, no hay manera de desconocer a esas tres mujeres exasperadas, tan solas y desprotegidas, tan odiosas por momentos y entrañables por otros.

    José María Muscari parece conocer mucho sobre los mundos privados de los personajes -y también de los actores- y con tres tan dispuestas e inquietantes actrices el juego llega a una completud más que interesante.

    Carlos Pacheco

    Fuente: La Nación