Las sirvientas (Les Bonnes, 1947), de Jean Genet. Elenco: José Postorivo, Fernando Schor y Hernán Crida. Escenografía y vestuario: Laura Poletti. Música original y diseño sonoro: Jorge Sad. Luces: Víctor Carreira. Dirección: Nora Goldberg. Viernes, a las 21, en Puerta Roja, Lavalle 3636. Duración: 65 minutos.
Nuestra opinión: buena
Las frecuentes versiones de la mejor obra teatral de Genet, en esta capital y en el interior -desde la memorable puesta de Sergio Renán, en 1970 (su primera dirección teatral), con Héctor Alterio, Luis Brandoni y Walter Vidarte-, la consagran como un clásico, en el mismo nivel de Esperando a Godot de Beckett. Baste entonces recordar que es un ritual feroz, no exento de rasgos de humor tenebroso, evocador de un crimen real cometido en Francia por dos hermanas, empleadas domésticas, que eliminaron con saña singular a sus patronas, madre e hija. Como en toda su literatura (novelas y teatro), Genet propone a los marginados por la sociedad como los únicos verdaderos mártires, merecedores del Paraíso, en tanto condena, por hipócritas, codiciosos y despiadados, a quienes lucran y mandan a partir de las imperfecciones de la naturaleza humana. Todo esto dicho con una escritura bellísima, en extremo imaginativa, cuyo simbolismo nace de hurgar en los aspectos más groseros de nuestra fisiología, en las cloacas ante las cuales la mayoría se tapa la nariz y mira a otro lado. Con esa materia desdeñada, Genet elabora una poesía que, paradójicamente, roza lo místico.
El conflicto de Las sirvientas (o Las criadas , como más se la conoce) plantea el ahogo existencial, el hartazgo con que Clara y Solange, las hermanas asesinas, soportan la tiranía de la Señora, elegante, desdeñosa y frívola, cuyo mundo es tan sórdido como el de ellas, o más, sólo que se envuelve en el prestigio de la riqueza -mal adquirida- y de la impunidad. Cuando el marido de la Señora da en la cárcel por una denuncia anónima que revela sus trapisondas financieras, las criadas ven llegada la hora de la reparación. Pero algo falla, y Clara, arrastrando a su hermana, asumirá con entereza la única salida para la situación imposible.
Hay en el texto original (aquí no se menciona al traductor) una deliberada oposición entre el ámbito convencionalmente lujoso y los atuendos fastuosos de la Señora, en contraste con la mísera bohardilla y las mínimas posesiones de sus criadas. La puesta de Nora Goldberg transcurre en una cárcel, donde los tres personajes comparten la lobreguez y la miseria. Se pierde así un factor importante, casi la clave -no sólo social y política, sino sobre todo psíquica- del enfrentamiento: Clara y Solange ya están entre rejas, ¿y qué papel desempeña allí el personaje que representaría a la Señora, tan condenado como ellas? Esa uniformidad de estatus modifica negativamente la esencia trágica original, y si bien el texto magnífico sobrevive, lo hace a costa de la primera ley del teatro y de toda ficción artística, que es ser verosímil en sí. Toca entonces a los actores -todos varones, como lo pide Genet- defender la intención del autor, y lo hacen con entrega y entusiasmo: sólo ellos justifican la calificación aquí otorgada al espectáculo.
Ernesto Schoo
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