domingo, 21 de marzo de 2010

De la mirada subyugada a la reflexión autónoma

El actor alemán Martin Wuttke y el autor Tom Peuckert dialogan con el público en el teatro Alvear, en 2003 Foto: Archivo

En El espectador emancipado (Manantial), que llegará a las librerías esta semana, el filósofo francés reflexiona acerca de la naturaleza del teatro y afirma que el individuo que asiste en calidad de público a la representación de un espectáculo no es un ser meramente pasivo ni necesita que le expliquen lo que ve.

Por Jacques Rancière

Las numerosas críticas a las que ha dado materia el teatro a lo largo de toda su historia pueden ser remitidas, en efecto, a una fórmula esencial. La llamaré la paradoja del espectador [...]. Esta paradoja es de formulación muy simple: no hay teatro sin espectador [...]. Por lo demás, dicen los acusadores, ser espectador es un mal, y ello por dos razones. En primer lugar, mirar es lo contrario de conocer. El espectador permanece ante una apariencia, ignorando el proceso de producción de esa apariencia o la realidad que ella recubre. En segundo lugar, es lo contrario de actuar. [...] Ser espectador es estar separado al mismo tiempo de la capacidad de conocer y del poder de actuar.

Este diagnóstico abre el camino a dos conclusiones diferentes. La primera es que el teatro es una cosa absolutamente mala, una escena de ilusión y de pasividad que es preciso suprimir en beneficio de aquello que ella impide: el conocimiento y la acción, la acción de conocer y la acción conducida por el saber. Es la conclusión formulada ya por Platón: el teatro es el lugar en el que unos ignorantes son invitados a ver a unos hombres que sufren. Lo que la escena teatral les ofrece es el espectáculo de un pathos , la manifestación de una enfermedad, la del deseo y del sufrimiento, es decir, de la división de sí que resulta de la ignorancia. El efecto que es propio del teatro es el de transmitir esa enfermedad por medio de otra: la enfermedad de la mirada subyugada por las sombras. [...] La comunidad justa, pues, es aquella que no tolera la mediación teatral, aquella en que la medida que gobierna a la comunidad está directamente incorporada en las actitudes vivientes de sus miembros.

Es la deducción más lógica. Sin embargo no es la que ha prevalecido entre los críticos de la mímesis teatral. Con la mayor frecuencia ellos han conservado las premisas cambiando la conclusión. Quien dice teatro dice espectador y en ello hay un mal, han dicho. Ése es el círculo del teatro tal como lo conocemos, tal como nuestra sociedad lo ha modelado a su propia imagen. Nos hace falta pues otro teatro, un teatro sin espectadores: no un teatro ante unos asientos vacíos, sino un teatro en el que la relación óptica pasiva implicada por la palabra misma esté sometida a otra relación, aquella implicada por otra palabra, la palabra que designa aquello que se produce en el escenario, el drama . Drama quiere decir acción. El teatro es el lugar en el que una acción es llevada a su realización por unos cuerpos en movimiento frente a otros cuerpos vivientes que deben ser movilizados. Estos últimos pueden haber renunciado a su poder. Pero este poder es retomado, reactivado en la performance de los primeros, en la inteligencia que construye dicha performance , en la energía que ella produce. Es a partir de ese poder activo que hay que construir un teatro nuevo, o más bien un teatro devuelto a su virtud original, a su esencia verdadera, de la que los espectáculos que se revisten de ese nombre no ofrecen sino una versión degenerada. Hace falta un teatro sin espectadores, en el que los concurrentes aprendan en lugar de ser seducidos por imágenes, en el que se conviertan en participantes activos en lugar de ser voyeurs pasivos.

Esta inversión conoció dos grandes fórmulas, antagónicas en su principio, aun cuando la práctica y la teoría del teatro reformado a menudo las han mezclado. Según la primera, es preciso arrancar al espectador del embrutecimiento del espectador fascinado por la apariencia y ganado por la empatía que lo hace identificarse con los personajes de la escena. Se le mostrará, pues, un espectáculo extraño, inusual, un enigma del cual él ha de buscar el sentido. Se lo forzará de ese modo a intercambiar la posición del espectador pasivo por la del investigador o el experimentador científico que observa los fenómenos e indaga las causas. O bien se le propondrá un dilema ejemplar, semejante a aquellos que se les plantean a los hombres involucrados en las decisiones de la acción. Así se les hará agudizar su propio sentido de la evaluación de las razones, de su discusión y de la elección que lo zanja.

De acuerdo con la segunda fórmula, es esa misma distancia razonadora la que debe ser abolida. El espectador debe ser sustraído a la posición del observador que examina con toda calma el espectáculo que se le propone. Debe ser despojado de este ilusorio dominio, arrastrado al círculo mágico de la acción teatral en el que intercambiará el privilegio del observador racional por aquel de estar en posesión de sus energías vitales integrales.

Éstas son las actitudes fundamentales que resumen el teatro épico de Brecht y el teatro de la crueldad de Artaud. Para el uno, el espectador debe tomar distancia; para el otro, debe perder toda distancia. [...] Los modernos emprendimientos de reforma del teatro han oscilado constantemente entre estos dos polos de la indagación distante y de la participación vital [...]. Han pretendido transformar el teatro a partir del diagnóstico que conducía a su supresión. Por lo tanto no es sorprendente que hayan retomado no solamente las consideraciones de la crítica platónica sino también la fórmula positiva que él oponía a la enfermedad teatral. Platón quería sustituir la comunidad democrática e ignorante del teatro por otra comunidad, resumida en otra performance de los cuerpos. Le oponía la comunidad coreográfica en la que nadie puede permanecer como espectador inmóvil, en la que todos deben moverse de acuerdo con el ritmo comunitario fijado por la proporción matemática, aunque para ello hubiese que embriagar a los viejos reacios a entrar en la danza colectiva.

Los reformadores del teatro han reformulado la oposición platónica entre corea y teatro como oposición entre la verdad del teatro y el simulacro del espectáculo. Han hecho del teatro el lugar donde el público pasivo de los espectadores debía transformarse en su contrario: el cuerpo activo de un pueblo poniendo en acto su principio vital. [...]

¿Cuál es, en efecto, la esencia del espectáculo según Guy Debord? Es la exterioridad. El espectáculo es el reino de la visión y la visión es exterioridad, esto es, desposeimiento de sí. La enfermedad del hombre espectador se puede resumir en una breve fórmula: "Cuanto más contempla, menos es". [...] La "contemplación" que Debord denuncia es la contemplación de la apariencia separada de su verdad, es el espectáculo de sufrimiento producido por esta separación. [...] Lo que el hombre contempla en el espectáculo es la actividad que le ha sido hurtada, es su propia esencia, devenida extranjera, vuelta contra él, organizadora de un mundo colectivo cuya realidad es la de este desposeimiento.

Así, no hay contradicción entre la crítica del espectáculo y la búsqueda de un teatro devuelto a su esencia originaria. El "buen" teatro es aquel que utiliza su realidad separada para suprimirla. La paradoja del espectador pertenece a ese dispositivo singular que retoma, por cuenta del teatro, los principios de la prohibición platónica del teatro. De modo que son estos principios los que hoy convendría reexaminar, o más bien, la red de presupuestos, el juego de equivalencias y de oposiciones que sostiene su posibilidad: equivalencias entre público teatral y comunidad, entre mirada y pasividad, exterioridad y separación, mediación y simulacro; oposiciones entre lo colectivo y lo individual, la imagen y la realidad viviente, la actividad y la pasividad, la posesión de sí mismo y la alienación.

Este juego de equivalencias y de oposiciones compone en efecto una dramaturgia bastante tortuosa, una dramaturgia de la falta y la redención. El teatro se acusa a sí mismo de volver pasivos a los espectadores y de traicionar así su esencia de acción comunitaria. Consecuentemente se otorga la misión de invertir sus efectos y de expiar sus faltas devolviendo a los espectadores la posesión de su conciencia y de su actividad. La escena y la performance teatrales se convierten así en una mediación evanescente entre el mal del espectáculo y la virtud de la verdad teatral. Se proponen enseñar a sus espectadores los medios para cesar de ser espectadores y convertirse en agentes de una práctica colectiva. Según el paradigma brechtiano, la mediación teatral los vuelve conscientes de la situación social que le da lugar y deseosos de actuar para transformarla. Según la lógica de Artaud, los hace salir de su posición de espectadores: en lugar de estar frente a un espectáculo, se ven rodeados por la performance , llevados al interior del círculo de la acción que les devuelve su energía colectiva. En uno y otro caso, el teatro se da como una mediación tendida hacia su propia supresión.

Es aquí donde pueden entrar en juego las descripciones y las proposiciones de la emancipación intelectual y ayudarnos a reformular el problema. Pues esta mediación auto-evanescente no es algo desconocido para nosotros. Es la lógica misma de la relación pedagógica: el papel atribuido allí al maestro es el de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia del ignorante. [...] Por desgracia, no puede reducir la brecha excepto a condición de recrearla incesantemente. Para reemplazar la ignorancia por el saber, debe caminar siempre un paso adelante, poner entre el alumno y él una nueva ignorancia. La razón de ello es simple. En la lógica pedagógica, el ignorante no es solamente aquel que aún ignora lo que el maestro sabe. Es aquel que no sabe lo que ignora ni cómo saberlo. El maestro, por su parte, no es solamente aquel que detenta el saber ignorado por el ignorante. Es también aquel que sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y de acuerdo con qué protocolo. Pues en rigor de verdad no hay ignorante que no sepa ya un montón de cosas, que no las haya aprendido por sí mismo, mirando y escuchando a su alrededor, observando y repitiendo, equivocándose y corrigiendo sus errores. Pero ese saber, para el maestro, no es más que un saber de ignorante , un saber incapaz de ordenarse de acuerdo con la progresión que va de lo más simple a lo más complejo. El ignorante progresa comparando lo que descubre con aquello que ya sabe, según el azar de los hallazgos pero también según la regla aritmética, la regla democrática que hace de la ignorancia un menor saber. Sólo se preocupa por saber más, por saber lo que aún ignoraba. Lo que le falta, lo que siempre le faltará al alumno, a menos que él mismo se convierta en maestro, es el saber de la ignorancia , el conocimiento de la distancia exacta que separa el saber de la ignorancia.

Esa medida escapa, precisamente, a la aritmética de los ignorantes. Lo que el maestro sabe, lo que el protocolo de transmisión del saber enseña primero que nada al alumno, es que la ignorancia no es un menor saber, que ella es el opuesto del saber; es que el saber no es un conjunto de conocimientos, es una posición. La distancia exacta es la distancia que ninguna regla puede medir, la distancia que se prueba por el mero juego de las posiciones ocupadas, que se ejerce a través de la interminable práctica del "paso adelante" que separa al maestro de aquel que se supone que ha de ejercitarse para alcanzarlo. Es la metáfora del abismo radical que separa la manera del maestro de la del ignorante, porque ese abismo separa dos inteligencias: aquella que sabe en qué consiste la ignorancia y aquella que no lo sabe. Es en primer lugar esta radical separación lo que la enseñaza progresiva y ordenada enseña al alumno. Le enseña antes que nada su propia incapacidad. Así verifica incesantemente en su acto su propio presupuesto: la desigualdad de las inteligencias. Esta verificación interminable es lo que Jacotot llama embrutecimiento.

A esta práctica del embrutecimiento él le oponía la práctica de la emancipación intelectual. La emancipación intelectual es la verificación de la igualdad de las inteligencias. Ésta no significa la igualdad de valor de todas las manifestaciones de la inteligencia sino la igualdad en sí de la inteligencia en todas sus manifestaciones. No hay dos tipos de inteligencia separados por un abismo. El animal humano aprende todas las cosas como primero ha aprendido la lengua materna, como ha aprendido a aventurarse en la selva de las cosas y de los signos que lo rodean, a fin de tomar su lugar entre los otros humanos: observando y comparando una cosa con otra, un signo con un hecho, un signo con otro signo. [...]

¿Cuál es la relación entre esta historia y la cuestión del espectador hoy? [...]

Se dirá que el artista no pretende instruir al espectador. Que se guarda mucho, hoy, de utilizar la escena para imponer una lección o para transmitir un mensaje. Que solamente quiere producir una forma de conciencia, una intensidad de sentimiento, una energía para la acción. Pero supone siempre que aquello que será percibido, sentido, comprendido, es aquello que él ha puesto en su dramaturgia o en su performance . [...] Esta supuesta igualdad entre la causa y el efecto reposa a su vez sobre un principio no igualitario: reposa sobre el privilegio que se otorga el maestro, el conocimiento de la distancia "correcta" y del medio de suprimirla. Pero eso es confundir dos distancias muy diferentes. Está la distancia entre el artista y el espectador, pero también está la distancia inherente a la performance en sí, en tanto que ésta se erige, como espectáculo, como cosa autónoma, entre la idea del artista y la sensación o la comprensión del espectador. En la lógica de la emancipación, siempre existe entre el maestro ignorante y el aprendiz emancipado una tercera cosa -un libro o cualquier otra pieza de escritura- extraña tanto a uno como al otro y a la que ambos pueden referirse para verificar en común lo que el alumno ha visto, lo que dice y lo que piensa de ello. Lo mismo ocurre con la performance . No es la transmisión del saber o del aliento del artista al espectador. Es esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión de lo idéntico, toda identidad de la causa y el efecto. [...]

Ser espectador no es la condición pasiva que precisaríamos cambiar en actividad. Es nuestra situación normal. Aprendemos y enseñamos, actuamos y conocemos también como espectadores que ligan en todo momento aquello que ven con aquello que han visto y dicho, hecho y soñado. [...] No tenemos que transformar a los espectadores en actores ni a los ignorantes en doctos. Lo que tenemos que hacer es reconocer el saber que obra en el ignorante y la actividad propia del espectador. Todo espectador es de por sí actor de su historia, todo actor, todo hombre de acción espectador de la misma historia.

[Traducción: Ariel Dilon]

Fuente: La Nación

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