LOCAL HUBO MENCIONES A PAPPO (OVACIONADAS POR EL PÚBLICO) Y UN CLIMA DE ADIÓS. A LOS 84, ESTE PUEDE SER EL ÚLTIMO SHOW.
Crítica B. B. King. en el Luna Park El veterano blusero dio un buen show, donde primó el humor y la diversión cómplice.
Por: Marcos Mayer
Especial para Clarín
Cuando nadie lo esperaba, B.B. King sacó un enorme reloj de pared de debajo del asiento y lo mostró mientras explicaba. "No es que esté cansado, simplemente me han puesto un plazo para tocar y ya me he pasado de la hora." Y señaló con un enorme sonrisa las agujas que marcaban una hora improbable. Detrás de la humorada -que no fue la única en una noche en la que abundó el buen humor- acechaba una verdad puesta en escena tras la clave de lo que ha sido su marca de estilo y seguramente la palabra más repetida de la noche: "diversión". Ese fue el signo que convocó a un Luna Park que se llenó a bote en lo que todos intuían como el último adiós sin melancolías a un músico que estableció raros vínculos con la Argentina.
El más evidente y copiosamente aludido durante el concierto, fue su amistad con Pappo ("estaría contento, si no fuera por la ausencia de mi amigo"), cuyas continuas menciones fueron siempre saludadas por un público dispuesto a la ovación permanente, por otra parte fomentada con entusiasmo y gestos desde el escenario.
Es notable la devoción que conquista este blusero, cuya propuesta estuvo siempre más cerca del boggie y del rock que de las tradiciones más melancólicas del blues, como quedó demostrado en su versión de Every Day I Have the Blues, cantada y tocada con una marcada inflexión rítmica y sin dar lugar a las tristezas que sugiere la letra. Y es claro que esa devoción -incansable, gozosa- generó el espacio que precisaba B.B. King para transformar un recital en una ceremonia de despedida. Fue mucho lo que habló, fueron muchas las alusiones a sus 84 años, quedó en claro que piensa que el tiempo de las giras ha llegado a su fin y que no importa tanto lo que diga la música sino la corriente que pueda establecerse entre espectadores y artista.
En función de esa comunicación el despliegue es permanente, desde el mismo ingreso de B.B. King: con un saco de colores sobre un chaleco dorado, con las solapas llenas de medallas, antes de sentarse en la silla de la que no habrá de levantarse nunca, lanza uñas al público con rostro entre impasible y amenazante.
Antes de eso, una banda de efectivos veteranos -en la que se destacan el bajista Reginald Richards y el baterista Anthony Coleman- había tocado una extensa introducción que sonó a una bluseada fanfarria para anunciar la llegada del gran prócer de la noche. Como una especie de muestra de los músicos antes de que el protagonismo excluyente de King se quedara con todas las miradas y las escuchas.
Tampoco hubo demasiada presencia de la mítica Lucille -su guitarra- y sólo muy de vez en cuando aparecieron esos punteos al borde lo imposible que le ganaron un lugar en el universo de los guitarristas. El B.B. King de aquella noche prefirió cantar antes que tocar y poner al público a sus pies sabiéndolo seducido de antemano. Para redondear esa actitud, promediando el recital, armó una especie de set con el bajo, la segunda guitarra y la batería, que tuvo por primeras destinatarias a las mujeres (con besos al micrófono incluidos) con el tema You are my sunshine, y luego, con mucho menos entusiasmo, encaró Rock me baby para los varones. Todo pidiendo a los asistentes que cantaran con él, exigiendo más compromiso cuando las voces sonaban débiles e intercambiando amenazas con sus músicos ("tengo un cuchillo por si no tocan como les digo").
La despedida fue planteada como un homenaje a Nueva Orleáns -a la que encontró familiar en muchos aspectos a Buenos Aires- y a Louis Armstrong. Pero se podría pensar que Los santos vienen marchando, con esa imaginación de un paraíso en perpetuo movimiento, fue lo que desea para sí mismo un artista que eligió decir adiós con una carcajada y a pura diversión.
Especial para Clarín
Cuando nadie lo esperaba, B.B. King sacó un enorme reloj de pared de debajo del asiento y lo mostró mientras explicaba. "No es que esté cansado, simplemente me han puesto un plazo para tocar y ya me he pasado de la hora." Y señaló con un enorme sonrisa las agujas que marcaban una hora improbable. Detrás de la humorada -que no fue la única en una noche en la que abundó el buen humor- acechaba una verdad puesta en escena tras la clave de lo que ha sido su marca de estilo y seguramente la palabra más repetida de la noche: "diversión". Ese fue el signo que convocó a un Luna Park que se llenó a bote en lo que todos intuían como el último adiós sin melancolías a un músico que estableció raros vínculos con la Argentina.
El más evidente y copiosamente aludido durante el concierto, fue su amistad con Pappo ("estaría contento, si no fuera por la ausencia de mi amigo"), cuyas continuas menciones fueron siempre saludadas por un público dispuesto a la ovación permanente, por otra parte fomentada con entusiasmo y gestos desde el escenario.
Es notable la devoción que conquista este blusero, cuya propuesta estuvo siempre más cerca del boggie y del rock que de las tradiciones más melancólicas del blues, como quedó demostrado en su versión de Every Day I Have the Blues, cantada y tocada con una marcada inflexión rítmica y sin dar lugar a las tristezas que sugiere la letra. Y es claro que esa devoción -incansable, gozosa- generó el espacio que precisaba B.B. King para transformar un recital en una ceremonia de despedida. Fue mucho lo que habló, fueron muchas las alusiones a sus 84 años, quedó en claro que piensa que el tiempo de las giras ha llegado a su fin y que no importa tanto lo que diga la música sino la corriente que pueda establecerse entre espectadores y artista.
En función de esa comunicación el despliegue es permanente, desde el mismo ingreso de B.B. King: con un saco de colores sobre un chaleco dorado, con las solapas llenas de medallas, antes de sentarse en la silla de la que no habrá de levantarse nunca, lanza uñas al público con rostro entre impasible y amenazante.
Antes de eso, una banda de efectivos veteranos -en la que se destacan el bajista Reginald Richards y el baterista Anthony Coleman- había tocado una extensa introducción que sonó a una bluseada fanfarria para anunciar la llegada del gran prócer de la noche. Como una especie de muestra de los músicos antes de que el protagonismo excluyente de King se quedara con todas las miradas y las escuchas.
Tampoco hubo demasiada presencia de la mítica Lucille -su guitarra- y sólo muy de vez en cuando aparecieron esos punteos al borde lo imposible que le ganaron un lugar en el universo de los guitarristas. El B.B. King de aquella noche prefirió cantar antes que tocar y poner al público a sus pies sabiéndolo seducido de antemano. Para redondear esa actitud, promediando el recital, armó una especie de set con el bajo, la segunda guitarra y la batería, que tuvo por primeras destinatarias a las mujeres (con besos al micrófono incluidos) con el tema You are my sunshine, y luego, con mucho menos entusiasmo, encaró Rock me baby para los varones. Todo pidiendo a los asistentes que cantaran con él, exigiendo más compromiso cuando las voces sonaban débiles e intercambiando amenazas con sus músicos ("tengo un cuchillo por si no tocan como les digo").
La despedida fue planteada como un homenaje a Nueva Orleáns -a la que encontró familiar en muchos aspectos a Buenos Aires- y a Louis Armstrong. Pero se podría pensar que Los santos vienen marchando, con esa imaginación de un paraíso en perpetuo movimiento, fue lo que desea para sí mismo un artista que eligió decir adiós con una carcajada y a pura diversión.
Fuente: Clarín
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