Es uno de los grandes nombres del cine argentino, que sigue creando nuevos personajes poderosos que distinguen una y otra vez su talento. (Eduardo Carrera)
ENTREVÍSTA DE CRÍTICA DE LA ARGENTINA
El jueves estrena Dos Hermanos, junto a Antonio Gasalla. Nuevo rol y el recuerdo de Raúl de la Torre
Por Leonardo M. D'Espósito
“La verdad, lo que hace Graciela por la película no lo hace nadie”. Lo firma Daniel Burman, director de Dos hermanos, sexto largo del director que se estrena este jueves. “Graciela” es, claro, Graciela Borges, protagonista de la película junto con Antonio Gasalla. Conocerla y conectar con ella –no siempre es lo mismo, con nadie– es realmente sorprendente: la persona es lo contrario del lugar común que se asocia a una diva.
Graciela Borges es una persona que ama el cine y ama lo que hace en el cine, crítica de sí misma y lúcida respecto de su trabajo, precisa sin limitar el vocabulario. Y, además, una persona con un humor especial que le permite mantener la distancia entre lo profesional y lo personal. En las últimas semanas, ha corrido de nota en nota, ha viajado por varias ciudades del país y ha hablado de Dos hermanos con un ahínco enorme, pero por mucho que le guste el film debemos ser justos: la actriz siempre defiende sus trabajos –y el de los demás en esas películas– con la misma fuerza. “Yo amo el cine –dice–, así que siempre le pongo el pecho a las balas”.
Charlar con ella –no entrevistarla, charlar– es enfrentarse, también, al misterio que hace de una profesional de actuar una estrella, esa cosa inasible, aunque ella repite con sinceridad que “todos somos iguales”.
–Ahora que ya viste la película, ¿qué pensás de tu trabajo?
–Sé que hice un buen trabajo, pero también que fue muy difícil, que tuve que remar mucho para comprender a Susana, mi personaje. Varios amigos han llamado para decirme que es lo mejor que hice, pero la verdad es que me es imposible comparar mis personajes. Sé que es un buen trabajo y sé que hice algo difícil, porque Susana está siempre al límite, siempre viviendo una mentira o a través de otros, y eso me satisface mucho.
–¿Por qué aceptaste este papel?
–Me gustaban mucho las películas de Daniel (Burman) y realmente me encantó trabajar con él y con Antonio (Gasalla). Respecto de Susana, en los últimos años me doy cuenta, por lo menos desde La ciénaga, de que elijo los personajes de acuerdo con mi necesidad de descubrir algo en ellos, algo que no sepa. Me pasó con Susana lo que me había pasado ya con Perla en Las manos; ahí también tenía un personaje muy difícil porque se trataba de alguien que acompañaba a un ser muy espiritual, y esas personas no son justamente simpáticas. Son personajes que producen cierto rechazo y me obligan a descubrir algo, que no están totalmente definidos y que tengo que comprender. De todos los que hice en los últimos años, el que más cariño como persona me causó fue la otra Perla, la de Monobloc, que es de una ternura enorme. Pero en realidad no tengo una fórmula para aceptar papeles; más bien tengo para “desaceptarlos”: cuando no hay nada en el personaje que me intrigue.
–¿Y qué te causa Susana?
–En realidad me causa cierta piedad. Es una persona que no puede tener en su corazón alegría, esa alegría de decir algo amable. Una persona que lleva consigo el estigma de no poder ser sencilla, de no poder evitar ponerse rosas en el vestido. Vive en una terrible soledad y se construye una mentira para poder seguir adelante. En el fondo eso también produce una gran ternura, aunque en realidad yo siento por ella esa piedad de ver a quien no puede vivir más que a través de los otros. Cuando al final ella finalmente festeja el éxito de su hermano, no lo hace sólo por él, sino también porque eso le permite también a ella estar en el centro. “Es mi hermano”, dice y eso le da un lugar también. Me intrigaba cómo alguien puede vivir una vida que no existe, inventada, para ser alguien.
–Decías que habías remado mucho para hacerla, ¿por qué?
–En principio, porque es muy difícil saber si lo que Susana siente lo siente de verdad. Si cuando se arrepiente, se arrepiente genuinamente; si cuando algo la emociona, la emociona de verdad o es algo que manifiesta para mostrarse. Si es eso o es su ego. Porque Susana en realidad no es nadie: ella vive una vida prestada, vive robándole cartas al vecino, haciéndose pasar por quien no es y dándose importancia. Eso te pone en un terreno resbaladizo: una nunca termina de saber si está loca o no, si es o no consciente de lo que hace o dice. Pero al final una es esa persona.
–¿Y cómo se sale del personaje?
–Es complicado, porque el actor trabaja desde una precariedad terrible. Todo para el actor es muy frágil. Pensá esto: cuando actuamos, expresamos sentimientos que no sentimos, decimos palabras que no son nuestras, hacemos cosas que no haríamos nunca. Es una línea muy fina entre la locura y la cordura. Y en algún momento que no podés definir, por esas cosas que una nunca puede expresar con palabras, terminás siendo ese personaje. Y después lo tenés que dejar, lo tenés que abandonar. Yo para eso me refugio en las cosas simples, toco el pasto, hago las cosas que me gustan, me concentro en la vida de todos los días, en cuidar a mi perro, en meditar... Y en algún momento, el personaje se va de vos de modo tan impredecible como se metió adentro tuyo. Pero no es nada fácil.
–¿Ya salió Susana?
–(Risas) No, todavía no del todo... te cuento algo que me pasó el otro día. Estaba en Córdoba y quería llevar conmigo un ramo de flores hermoso que me habían dado y dárselas a su vez a una amiga muy querida con quien iba a cenar. Yo me considero muy respetuosa, no levanto la voz, siempre pido por favor. Pero no me dejaban subir al avión con el ramo de flores por el polen. Y ahí me puse mal, contesté mal, vi a una señora que pasaba por ahí y le di las flores: “Venga, tome, le regalo estas flores porque no me dejan llevarlas”. Algo que, juro, nunca haría. Y ahí me di cuenta de que me salió Susana: ¡ésa era la reacción del personaje, no mía! Después, cuando estaba por abordar el avión, aparece un empleado y me trae de nuevo las flores, y le mandé pedir disculpas al que había tratado mal. ¡Un papelón! (risas), pero que viene de eso, de que uno no abandona al personaje cuando quiere. Es algo que sucede.
–Imagino que entonces, entre tantos personajes, alguna vez te costó más que otra salir.
–Yo trato de dejarlos, pero no siempre es tan sencillo. Creo que lo más grave me sucedió con Heroína. Era un papel que quise muchísimo, porque de todos fue el que más se parecía a mí. Cuando terminé la película entré en depresión –además estaba en el medio de una separación– y fue muy difícil. Me ayudó que Raúl (de la Torre) me presentó a Marie Langer, que había sido discípula de Freud; tuve varios encuentros con ella y eso fue definitivo. Pero de todos mis papeles fue del que más me costó salir, sin dudas.
–Debe haber sido duro enfrentarte a la muerte de Raúl...
–Sí, realmente. Fue muy importante para mí. Además Raúl sabía muchísimo de cine. Te puedo asegurar que cuando vuelvas a ver sus películas vas a notar que hacía cosas que incluso muchos jóvenes de hoy no hacen. Podía hacerlo bien o mal, a uno podía gustarle o no el tema de cada película, pero realmente tenía un enorme talento.
–¿Cómo fue que empezaste a trabajar con él?
–Es raro, porque Raúl venía de la publicidad y en realidad me lo presentó Lee Strasberg. Cuando nos llama para Crónica de una señora (1971), que fue lo primero que hice con él, Lautaro (Murúa), Federico (Luppi) y yo ya teníamos una carrera importante en el cine, éramos un poco cancheros. Y Raúl había hecho nada más que Juan Lamaglia y señora, que nos parecía muy interesante. En el primer encuentro, nos da una copia del guión a cada uno y nos pidió que lo aprendiésemos de memoria. En realidad uno nunca hacía eso: leíamos el guión antes de empezar el rodaje y después lo llevábamos cuando filmábamos. Pero nada de aprenderlo de memoria. Esa vez, llegamos los tres a una sesión de ensayo y yo saqué el guión. Raúl me miró, luego le dijo a Lautaro que arrancase por la escena tal o cual y Lautaro también empezó a leer. “Pero cómo, ¿saben la letra o no?”, dice. Y Lautaro que no, que nunca hacíamos eso. Se levantó, nos miró y nos dijo “bueno, vuelvan cuando sepan la letra” y levantó el ensayo. Eso nos obligó a pensar y pensar el personaje: lo importante para él era que supiéramos quién era esa criatura que íbamos a interpretar. Me sirvió para siempre: ese conocimiento era imprescindible. No te digo que uno no improvise, que no haga cambios durante el rodaje. Pero con Raúl aprendí que hay que conocer a fondo quién vamos a ser.
Ahora se llaman Marcos y Susana
Dos hermanos es la sexta película de Daniel Burman y la primera vez que Graciela Borges y Antonio Gasalla trabajan juntos en un film. Es, además, el primer protagónico del segundo. El film se basa en una novela de Sergio Dubcobsky, Villa Laura, recientemente reeditada –con imagen de los actores en la tapa– con el nombre de, obvio, Dos hermanos.
Es la historia de Marcos, un hombre de 65 años que pasó la mayor parte de su vida cuidando a su madre, y de Susana, su hermana diez años menor, una mujer que vive creando a su alrededor un mundo de fantasía que simula ser lujoso. La relación entre ambos es tensa: ella manipula y fabula, él lo permite pero trata de encontrar, finalmente, su propia identidad en una casa comprada por Susana en Uruguay.
“La verdad, lo que hace Graciela por la película no lo hace nadie”. Lo firma Daniel Burman, director de Dos hermanos, sexto largo del director que se estrena este jueves. “Graciela” es, claro, Graciela Borges, protagonista de la película junto con Antonio Gasalla. Conocerla y conectar con ella –no siempre es lo mismo, con nadie– es realmente sorprendente: la persona es lo contrario del lugar común que se asocia a una diva.
Graciela Borges es una persona que ama el cine y ama lo que hace en el cine, crítica de sí misma y lúcida respecto de su trabajo, precisa sin limitar el vocabulario. Y, además, una persona con un humor especial que le permite mantener la distancia entre lo profesional y lo personal. En las últimas semanas, ha corrido de nota en nota, ha viajado por varias ciudades del país y ha hablado de Dos hermanos con un ahínco enorme, pero por mucho que le guste el film debemos ser justos: la actriz siempre defiende sus trabajos –y el de los demás en esas películas– con la misma fuerza. “Yo amo el cine –dice–, así que siempre le pongo el pecho a las balas”.
Charlar con ella –no entrevistarla, charlar– es enfrentarse, también, al misterio que hace de una profesional de actuar una estrella, esa cosa inasible, aunque ella repite con sinceridad que “todos somos iguales”.
–Ahora que ya viste la película, ¿qué pensás de tu trabajo?
–Sé que hice un buen trabajo, pero también que fue muy difícil, que tuve que remar mucho para comprender a Susana, mi personaje. Varios amigos han llamado para decirme que es lo mejor que hice, pero la verdad es que me es imposible comparar mis personajes. Sé que es un buen trabajo y sé que hice algo difícil, porque Susana está siempre al límite, siempre viviendo una mentira o a través de otros, y eso me satisface mucho.
–¿Por qué aceptaste este papel?
–Me gustaban mucho las películas de Daniel (Burman) y realmente me encantó trabajar con él y con Antonio (Gasalla). Respecto de Susana, en los últimos años me doy cuenta, por lo menos desde La ciénaga, de que elijo los personajes de acuerdo con mi necesidad de descubrir algo en ellos, algo que no sepa. Me pasó con Susana lo que me había pasado ya con Perla en Las manos; ahí también tenía un personaje muy difícil porque se trataba de alguien que acompañaba a un ser muy espiritual, y esas personas no son justamente simpáticas. Son personajes que producen cierto rechazo y me obligan a descubrir algo, que no están totalmente definidos y que tengo que comprender. De todos los que hice en los últimos años, el que más cariño como persona me causó fue la otra Perla, la de Monobloc, que es de una ternura enorme. Pero en realidad no tengo una fórmula para aceptar papeles; más bien tengo para “desaceptarlos”: cuando no hay nada en el personaje que me intrigue.
–¿Y qué te causa Susana?
–En realidad me causa cierta piedad. Es una persona que no puede tener en su corazón alegría, esa alegría de decir algo amable. Una persona que lleva consigo el estigma de no poder ser sencilla, de no poder evitar ponerse rosas en el vestido. Vive en una terrible soledad y se construye una mentira para poder seguir adelante. En el fondo eso también produce una gran ternura, aunque en realidad yo siento por ella esa piedad de ver a quien no puede vivir más que a través de los otros. Cuando al final ella finalmente festeja el éxito de su hermano, no lo hace sólo por él, sino también porque eso le permite también a ella estar en el centro. “Es mi hermano”, dice y eso le da un lugar también. Me intrigaba cómo alguien puede vivir una vida que no existe, inventada, para ser alguien.
–Decías que habías remado mucho para hacerla, ¿por qué?
–En principio, porque es muy difícil saber si lo que Susana siente lo siente de verdad. Si cuando se arrepiente, se arrepiente genuinamente; si cuando algo la emociona, la emociona de verdad o es algo que manifiesta para mostrarse. Si es eso o es su ego. Porque Susana en realidad no es nadie: ella vive una vida prestada, vive robándole cartas al vecino, haciéndose pasar por quien no es y dándose importancia. Eso te pone en un terreno resbaladizo: una nunca termina de saber si está loca o no, si es o no consciente de lo que hace o dice. Pero al final una es esa persona.
–¿Y cómo se sale del personaje?
–Es complicado, porque el actor trabaja desde una precariedad terrible. Todo para el actor es muy frágil. Pensá esto: cuando actuamos, expresamos sentimientos que no sentimos, decimos palabras que no son nuestras, hacemos cosas que no haríamos nunca. Es una línea muy fina entre la locura y la cordura. Y en algún momento que no podés definir, por esas cosas que una nunca puede expresar con palabras, terminás siendo ese personaje. Y después lo tenés que dejar, lo tenés que abandonar. Yo para eso me refugio en las cosas simples, toco el pasto, hago las cosas que me gustan, me concentro en la vida de todos los días, en cuidar a mi perro, en meditar... Y en algún momento, el personaje se va de vos de modo tan impredecible como se metió adentro tuyo. Pero no es nada fácil.
–¿Ya salió Susana?
–(Risas) No, todavía no del todo... te cuento algo que me pasó el otro día. Estaba en Córdoba y quería llevar conmigo un ramo de flores hermoso que me habían dado y dárselas a su vez a una amiga muy querida con quien iba a cenar. Yo me considero muy respetuosa, no levanto la voz, siempre pido por favor. Pero no me dejaban subir al avión con el ramo de flores por el polen. Y ahí me puse mal, contesté mal, vi a una señora que pasaba por ahí y le di las flores: “Venga, tome, le regalo estas flores porque no me dejan llevarlas”. Algo que, juro, nunca haría. Y ahí me di cuenta de que me salió Susana: ¡ésa era la reacción del personaje, no mía! Después, cuando estaba por abordar el avión, aparece un empleado y me trae de nuevo las flores, y le mandé pedir disculpas al que había tratado mal. ¡Un papelón! (risas), pero que viene de eso, de que uno no abandona al personaje cuando quiere. Es algo que sucede.
–Imagino que entonces, entre tantos personajes, alguna vez te costó más que otra salir.
–Yo trato de dejarlos, pero no siempre es tan sencillo. Creo que lo más grave me sucedió con Heroína. Era un papel que quise muchísimo, porque de todos fue el que más se parecía a mí. Cuando terminé la película entré en depresión –además estaba en el medio de una separación– y fue muy difícil. Me ayudó que Raúl (de la Torre) me presentó a Marie Langer, que había sido discípula de Freud; tuve varios encuentros con ella y eso fue definitivo. Pero de todos mis papeles fue del que más me costó salir, sin dudas.
–Debe haber sido duro enfrentarte a la muerte de Raúl...
–Sí, realmente. Fue muy importante para mí. Además Raúl sabía muchísimo de cine. Te puedo asegurar que cuando vuelvas a ver sus películas vas a notar que hacía cosas que incluso muchos jóvenes de hoy no hacen. Podía hacerlo bien o mal, a uno podía gustarle o no el tema de cada película, pero realmente tenía un enorme talento.
–¿Cómo fue que empezaste a trabajar con él?
–Es raro, porque Raúl venía de la publicidad y en realidad me lo presentó Lee Strasberg. Cuando nos llama para Crónica de una señora (1971), que fue lo primero que hice con él, Lautaro (Murúa), Federico (Luppi) y yo ya teníamos una carrera importante en el cine, éramos un poco cancheros. Y Raúl había hecho nada más que Juan Lamaglia y señora, que nos parecía muy interesante. En el primer encuentro, nos da una copia del guión a cada uno y nos pidió que lo aprendiésemos de memoria. En realidad uno nunca hacía eso: leíamos el guión antes de empezar el rodaje y después lo llevábamos cuando filmábamos. Pero nada de aprenderlo de memoria. Esa vez, llegamos los tres a una sesión de ensayo y yo saqué el guión. Raúl me miró, luego le dijo a Lautaro que arrancase por la escena tal o cual y Lautaro también empezó a leer. “Pero cómo, ¿saben la letra o no?”, dice. Y Lautaro que no, que nunca hacíamos eso. Se levantó, nos miró y nos dijo “bueno, vuelvan cuando sepan la letra” y levantó el ensayo. Eso nos obligó a pensar y pensar el personaje: lo importante para él era que supiéramos quién era esa criatura que íbamos a interpretar. Me sirvió para siempre: ese conocimiento era imprescindible. No te digo que uno no improvise, que no haga cambios durante el rodaje. Pero con Raúl aprendí que hay que conocer a fondo quién vamos a ser.
Ahora se llaman Marcos y Susana
Dos hermanos es la sexta película de Daniel Burman y la primera vez que Graciela Borges y Antonio Gasalla trabajan juntos en un film. Es, además, el primer protagónico del segundo. El film se basa en una novela de Sergio Dubcobsky, Villa Laura, recientemente reeditada –con imagen de los actores en la tapa– con el nombre de, obvio, Dos hermanos.
Es la historia de Marcos, un hombre de 65 años que pasó la mayor parte de su vida cuidando a su madre, y de Susana, su hermana diez años menor, una mujer que vive creando a su alrededor un mundo de fantasía que simula ser lujoso. La relación entre ambos es tensa: ella manipula y fabula, él lo permite pero trata de encontrar, finalmente, su propia identidad en una casa comprada por Susana en Uruguay.
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