martes, 13 de abril de 2010

Salomé, pobre chica

Un fotograma de 'El crepúsculo de los dioses'.

Álvaro Cortina

Un mito eterno

Una adolescente que besa a una cabeza cercenada, el heraldo funeral de la luna de Oriente, el inminente fin del mundo, y una danza saturnal, redundancia de carne y desafuero necrófilo. Oscar Wilde enarboló, en medio de su dramaturgia de chisteras y alambique de paradojas achampanadas, la grave joya simbolista ‘Salomé’. Y aun con Sarah Bernhardt de protagonista, Wilde no encontró más que trabas. Al parafrasear breves pasajes de los evangelistas Mateo y Marcos contravino ordenanzas públicas inglesas de su tiempo. La estrenó en París, en 1896.

Pero el boscaje decadentista de fin de siglo trajo un fervor de libido y ataúd muy propicio para el personaje. Salomé bastante tuvo de fetiche, de invocación, icono. Darío, Cavafis, Apollinarie, Huysmans, son algunos de sus cultivadores. Y antes que ellos, Flaubert. Richard Strauss el joven prodigio de inmensos poemas sinfónicos sobre Don Juan o Zaratustra se hizo eco de todo esto y, siguiendo fielmente el único acto de Wilde (la versión original es francesa), consiguió descollar en el género operístico.

Esa Salomé lírica y heterodoxa aparece en ‘Herodías’, de Jules Massenet, donde el rey mata por celos al profeta del Jordán, Juan Bautista (una de las figuras más misteriosas del Nuevo Testamento). Strauss acertó con su hedonismo terrible. Hoy nadie se indigna con el estreno en el Teatro Real de Robert Carsen, cuando varios actores se despelotan, pero en su alumbramiento, la obra se juzgó de una lascivia inaceptable (y eso que no hubo desnudos, entonces).

Dos asesinatos y un suicidio en el estado de excepción de una venal insatisfacción, y con largas, larguísimas pestañas. El rojo de la boca, el negro de la melena, el cuerpo de celibato se hacen sed de mujercita fatal... Salomé, con apenas una base documental, se ha esparcido, imaginada, fatal, por muchas inspiraciones. Cavafis, antes mentado, la refleja en sus versos ofreciendo su propia cabeza a otro hombre indiferente. Se diría que los apáticos le apasionan.

Pinturas de decapitación

A menudo, a Salomé la han llevado al lienzo con su paisaje de decapitación, como en un letargo de consumación después del rito. Así Durero, Lucas Cranagh, de Tiziano, Caravaggio, Rubens, Tiépolo y hasta el modernismo y la Belle Époque de Lévy Dhurmer, que besa la boca mesiánica, o Pierre Bonnaud, desnudo y majestad. La Salomé de John Coulthard es oro en arabescos. Más carnal es la versión de Lovis Corith, que toca el ojo del cadáver. Obligado es mentar a Klimt, y, destacadamente, a Gustave Moreau. Muy tranquilas todas con su cabeza, aunque Rita Hayworth en la película (‘Salomé’, William Dieterle, 1953) grita cuando llega la bandeja de plata. Como la de Massenet, purificada queda. Nada que ver con la de ‘Rey de reyes’, viciada de Robert Ryan (ahí santo antipático). O la del ilustrador estilizado Aubrey Beardsley, maligna y japonesa de cartel de Art Nouveau.

Y eso que en la Biblia ni siquiera se menciona su nombre, y su madre, Herodías parece ser la autora intelectual de su crimen. Herodes, queda en arrepentido pederasta. El historiador Flavio Josefo sentenció que el miedo del gobernante a un subversivo que, creían, era reencarnación de Elías (y lo verán después reencarnado, a su vez, en Cristo) es la clave de esta historia.

Tamaña exuberancia “saloméica” se ordenó y floreció en los poetas, en los pintores, en Oscar Wilde y en Richard Strauss, y hasta hoy. Nina Stemme o Annalena Persson, sopranos, cantan estos días al cuerpo (aquí con chaqueta) de Juan Bautista (Mark Doss) y en el “baile de los siete velos” los judíos cortesanos, notables de Galilea, se despelotan. Es casi contradictorio que la protagonista demande el cuerpo del amado y lo acabe desechando para quedarse a solas con la testa. Pero es una obra que pretende sublimarse a partir de las contradicciones.

“El misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte”. Queda dicho por la princesa. Su jefe de guardia, el sirio Narraboth se clava una daga mientras ella se arrastra a palpar al santo magro, imbuido en su prédica del fin del mundo. Es descarnado, morboso. “Espantoso”, que dice ella, bajo el misterio de una luna del libreto, que no tiene cabida en la cámara acorazada de un casino, tal y como se estrenó ayer.

Los desnudos y los muertos

El musicólogo Roger Alier explica así la acogida extrañamente favorable en Barcelona y en Madrid (en el Real, de hecho), en 1910, de la primera ‘Salomé’: "El texto en alemán no fue comprensible para el público". Hoy tenemos pantallas de traducción, hoy hay desnudos. La cosa queda clara sí o sí. Por desvelos así ha ido avanzando el curso de estas sangres (gratuidad de amor y muerte), tan alimentada de imaginación y distinguidas decadencias. Salomé, adolescente fatal, se ha hecho común en las programaciones, con sus dos muertos varones.

Va y vuelve a los coliseos del mundo con su poderosa recreación bíblica (sita en Las Vegas aquí) de Wilde/Strauss, y con una feroz y profusa iconografía y letras revoloteándole. En la película ‘El crepúsculo de los dioses’, al final, Norma Desmond, actriz en decadencia, termina poseída por el fantasma de Salomé, en su marcha hacia las cámaras, escaleras abajo, más allá del tiempo en la altiva juventud que desoye el rechazo. Palabras de pedrería sangrienta de Rubén Darío:

En el país de las Alegorías

En el país de las Alegorías
Salomé siempre danza,
ante el tiarado Herodes,
eternamente,

Y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.

Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.

Fuente: El Mundo

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