Unas tres mil personas disfrutaron de la heterogénea propuesta que incluyó las presentaciones de Goran Bregovic, Mísia, Chango Spasiuk y The Klezmatics, entre otros. El culto a la diversidad musical incluyó también inevitables condimentos de exotismo cultural.
Por Karina Micheletto
Imagen: Laura Gallo
Con la misma marca que ya es un sello cultural de Madrid, pero a menor escala, y organizado en forma privada, Buenos Aires ya tiene su Festival de Otoño. La jornada inaugural de esta primera edición que pretende reunir a las llamadas “músicas del mundo” se extendió el sábado durante unas siete horas, con las actuaciones de Goran Bregovic, Mísia, Chango Spasiuk, The Klezmatics, Boom Pam y, fuera del escenario principal, Babel Orkesta. En la paqueta cancha del Lawn Tennis se colocó un escenario que habilitó el lugar para un encuentro también paquete, que convocó a cerca de tres mil personas, esta vez por fuera del ámbito deportivo.
La propuesta de reunir lo que la etiqueta de la “world music” indica que pasa a ser tal, se materializó en una programación que apuntó a músicas de diversos lugares del mundo, abiertas a su vez a otros mundos, y de maneras también diversas. En la posibilidad comparativa que habilita la escucha en continuado se hizo posible apreciar las tensiones de las que están hechas esas músicas, presentadas inevitablemente ante culturas distantes con un componente de exotismo que pasa a formar parte de sus definiciones de identidad. Y así como en algunos casos, según le gusta repetir a Chango Spasiuk, “la diversidad, más que un problema, es un tesoro del cual nutrirse”, en otros esa diversidad pareciera ser la construcción de una llave que abra las puertas a un apetecible mercado global.
El compositor y acordeonista argentino mostró de una manera contundente con qué fuerza se pinta el mundo desde la propia aldea, cuando se hace con talento. Con el chamamé y la polca de su tierra como puntos de partida, Spasiuk volvió a proponer su mundo sonoro personal, rico en su despojo, complejo en su construcción, tan convocante al baile como a la escucha, a la acción como a la contemplación. Junto a su excelente banda, el misionero mostró los temas de su último disco, Pynandí (Los descalzos), donde las raíces negras, guaraníes y gringas que configuran el chamamé aparecieron expuestas, no como un gesto de exotismo, sino con la naturalidad de quien las afirma propias.
Antes, el trío de Tel Aviv Boom Pam –guitarra eléctrica, batería y tuba– mostró una forma de integración de la tradición judía al rock. Los norteamericanos The Klezmatics, como su nombre lo indica, también se presentan con el sello de la música klezmer para acomodarse en las bateas del mundo. A esta música que esencialmente es judía, pero que como es culturalmente lógico tiene también ingredientes de distintos pueblos de Europa, los Klezmatics le agregan convenientes dosis de country y gospel kosher, más cierta corrección política en letras que abogan “contra el facismo” y fundamentalismos que no se explicitan demasiado. El resultado es un éxito de la World Music que un par de años atrás los hizo acreedores a un Grammy en esa categoría, y que los llevó a los puestos más altos en el Billboard.
La portuguesa Mísia mostró no sólo sus fados –o rapsodias o marchas de Lisboa, entre otros ritmos tradicionales menos conocidos de su país–, sino también las músicas de otros mundos que también considera propias. Como dijo en un show que fue muy explicado, los veinte años que vivió fuera de su país la modificaron inevitablemente. En Ruas, el disco que en pocos días se editará en la Argentina, una primera parte está dedicada a Lisboa –más precisamente, a la Lisboa extrañada y soñada desde lejos– y en una segunda parte aparecen desde Joy Division o Nine Inch Nails hasta la canción napolitana o la ranchera “Fallaste corazón”, dedicada a Chavela Vargas.
Y así en escena la cantante comienza con sus fados tradicionales y nuevos, con poetas contemporáneos como Vasco Graca Moura, con José Saramago o Fernando Pessoa. Tras un intervalo, Mísia vuelve a escena valija de mano y cámara de fotos al cuello, transformada en una turista que va recogiendo otras músicas del (primer) mundo. Una presentación de este tipo reclamaba un ámbito más cercano a la intimidad de un teatro, pero aun en una cancha de tenis, al aire libre y con la música ferroviaria del Mitre como fondo, funcionó como parte de la propuesta integral.
El final llegó ya entrado el domingo y cambió la fisonomía del hasta entonces apacible encuentro. Apenas los muchachos de la banda de bronces de Goran Bregovic hicieron su ingreso por diferentes puertas de la cancha, un público de lo más bien predispuesto copó la zona de las plateas, que dejaron de ser tales para transformarse en un campo preparado para la fiesta, para indignación o desconsuelo de algunos de los que habían pagado hasta 400 pesos por las mejores ubicaciones.
Bregovic llegó con su Banda de Bodas y Funerales reducida a una fila de cinco vientos croatas, más el percusionista, vocalista y acordeonista (todo en uno) y dos coristas búlgaras, y volvió a mostrar eso que a grandes rasgos podría definirse como la versión civilizada de Emir Kusturica y su No Smoking Orchestra, y que en estas tierras tiene ganada tanta aceptación como aquélos. Trajo un nuevo material para mostrar –Alkohol: Slivovitz & champagne, también de próxima edición local–, pero como es lógico arrancó con la artillería pesada de sus temas más conocidos, como aquellos que integran la banda de sonido de Underground, desde la festiva “Cocek” (que sirvió para que renovara la tradición de dejar billetes en los bolsillos de sus músicos) hasta el ritmo de habanera que grabó con Cesaria Evora, “Ausencia”, esta vez en versión a toda banda croata.
Fuente: Página 12
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