Entrevista a Alfredo Alcón
“SI PARA COMPONER UN PERSONAJE TENÉS QUE IDENTIFICARTE CON ÉL, ES QUE PADECÉS DE FALTA DE IMAGINACIÓN. LO LINDO ES JUGAR COMO LOS CHICOS. ¿DALE QUE SOMOS TAL?”, DICE ALCÓN EN ESTA ENTREVISTA.
Señalado como uno de los mejores actores nacionales, si no el mejor, Alfredo Alcón se baja sistemáticamente de este pedestal para posicionarse más bien en la afirmación socrática: «Sólo sé que nada sé». Sin embargo, sus intenciones están lejos de interrogar o evaluar a otros a partir de esta premisa y tienen más que ver con sus propias búsquedas.
«Si pudiera explicarte el barullo que tengo en la cabeza sería un filósofo, pero, como no puedo, actúo», desliza. Llegando a los 80 años, asegura que no tiene rutina y que no hace nada premeditado. «Nunca supe cómo definirme, ni tampoco nunca hice un balance del año. No digo que esté mal, pero es algo que me resulta ajeno. Cuando hablo me pasa lo mismo, me dejo fluir, nunca pienso de antemano qué voy a decir en una entrevista. Yo comienzo a hablar y no sé dónde voy a terminar».
Pero la belleza con la que expresa sus pensamientos acompañado por el tono seguro y grave de su voz atenta contra esta promesa de caos que anticipa a la entrevista. Luego de pasar una temporada en España, donde realizó Rey Lear en el Centro Dramático Nacional, ni bien llegó a la Argentina el año pasado recibió la propuesta de Pablo Kompel y Adrián Suar de realizar la misma obra de Shakespeare en este lado del charco. Y aceptó. La obra se estrenó en julio de 2009 en el Nuevo Teatro Apolo de Buenos Aires (ex Lorange) y tras un breve receso, se reestrenó en enero. Y el diálogo con Acción comienza por ahí.
–¿Costó volver a componer el personaje?
–No, para nada, porque al tratarse de otros actores y de otro director no se te ocurre hacer lo mismo. Esta conversación, aunque hable de lo mismo, cambia si la tenemos otro día. Si yo me hubiera quedado aferrado a cómo lo había hecho en España habría sido un imbécil, significaría que estoy cerrado a la vida y a la mirada del otro.
–¿Qué tiene este texto que lo llevó a hacerlo dos veces?
–Es la humanidad la que tiene ganas de hacer esta obra. Hace 500 años que se viene haciendo, que todos los actores le encuentran una resonancia distinta; que todos los espectadores de todas las épocas encuentran algo por lo que sienten que está hablando de ellos. Las grandes obras no tienen límites, están más vivas que nosotros. Dentro de 500 años nadie se va a acordar ni de vos, ni de mí. En cambio Rey Lear va a seguir siendo interpretada. Se hace en todos los países del mundo. En Inglaterra, por ejemplo, se hace todos los años y a veces en forma simultánea y a nadie se le ocurre comparar una con otra. Son obras cuyo argumento es lo de menos, lo que importa es el texto.
Lo mismo pasa con otros clásicos, como Hamlet: si yo te cuento su argumento vos decís «qué tontería»: un amigo le dice a otro que está el espíritu de su papá en la azotea diciendo que su mamá y su tío le pusieron veneno en la oreja para matarlo y que se tiene que vengar. Lo importante no es qué cuentan esas obras, sino lo que encontramos de nosotros en cada uno de los personajes. Y todos los seres humanos nos identificamos con los personajes de Shakespeare, porque tienen mirada de eternidad, no ven sólo hasta donde llega la nariz, como miramos nosotros, sino que ven mucho más lejos.
–¿Y qué encuentra Alfredo Alcón en común con el rey Lear?
–Este hecho, el de un hombre que necesita ser el centro del corazón de la gente que él ama y que lo aman, me parece que lo tenemos todos. Más disimulado o menos disimulado, pero todos quisiéramos ser el centro del corazón de las personas que amamos. «¡Ah! Me ama pero no tanto, también quiere a otro». Uno trata de entenderlo y lo entiende, pero cuesta. Hay un momento en el que te sale el rey Lear y decís: «¿Cómo que querés más a tu tía que a mí?» Y esa es una de las cosas que te unen al personaje.
–¿Para componer el personaje busca esos puntos en común?
–No, para nada. Si para componer un personaje tenés que sentirte identificado con él es que padecés ausencia de imaginación. Lo lindo es jugar como los chicos: «¿Dale que somos tal?» Y son. Por eso me resulta ridículo cuando los actores dicen que cuando hacían tal obra estaban mal porque el personaje era oscuro. Yo, cuando un colega dice que no sabe quién es por un personaje que está interpretando, lo mando al médico, porque eso no tiene nada que ver con el arte. Imaginate si uno mata a su mujer porque está haciendo Otelo (risas). Actuar es un bellísimo juego. Y cuando vos estás actuando no perdés la dimensión de quién sos. Es más, hay una parte que está fría como un hielo que es la que te indica «ahora caminás para allá, hacés tal cosa, das tal pie».
–En un momento de la obra, uno de los personajes le dice al rey: «No deberías haber envejecido antes de ser sabio», ¿qué le parece esa afirmación?
–La obra te plantea la verdad, lo que no trata es de engañarte. «El viejo es sabio» es un buen deseo. Pero no te creas los cuentos que dicen que viviendo se alcanza la sabiduría. Uno conoce gente que tiene 40, 50 o 60 años se pregunta para qué vivió, si cada vez está más encerrado en sus cuatro ideas, si no pudo ver que se puede vivir de otra manera, o pensar de otra forma. Yo he conocido viejos muy tontos y gente joven con una lucidez increíble. Además, decir «el viejo es sabio», «los negros son pasionales», son estupideces. La generalización es el lenguaje de los tontos, es una facilidad que nos hace creer que sabemos algo. Cuidémonos de las frases hechas y las tarjetas postales. Uno no siempre termina su vida alcanzando la sabiduría, yendo al cielo y encontrándose con su madre. Esas son cosas a lo sumo muy bonitas pero son cursilerías en las que yo no puedo creer. Por suerte la vida escapa a las recetas, por eso es tan impresionante el hecho de darte cuenta de que estás vivo.
–¿Y desde la propia experiencia?
–No sé si soy más sabio ahora que a los 20. Porque si no esto sería muy fácil: uno vive tanto tiempo y entonces tiene tanto conocimiento y sabe más que uno más joven. A veces a los 20 años uno cree, o tiene la sensación, de que está ante la inminencia de una revelación, de que está por saber algo que no sabe muy bien qué es, el misterio de las cosas de los que habla la obra. A mí me da miedo la experiencia porque te hace creer que sabés algo, y uno pierde el asombro de levantarse a la mañana y ver, solamente eso, ver un árbol, los colores, o de oler, o de sentir sed, esos milagros que van pasando mientras uno está vivo, y después los toma como algo normal, no los goza, ni se da cuenta del privilegio que significa tener la posibilidad de ver tantas cosas. Uno ve la mitad de las cosas que puede, y a veces ni eso. Y hay quienes viendo una pequeñísima parte piensan que ya lo saben todo.
Por eso es que en todos los oficios, pero en el mío particularmente, es peligroso apoyarse en la experiencia, porque te impide la búsqueda de algo que quizás sea mejor que lo que vos ya sabés, que es seguro. Cuando trabajo con actrices y actores jóvenes aprendo muchísimo, porque tienen una manera de mirar, a lo mejor les falta técnica pero eso se aprende fácil, pero no son de los que salen y se muestran, «¡miren cómo actúo!» Sino que están buscándose y buscando y ese es el momento más hermoso de todo ser humano, no ya de un actor, sino de cualquiera. En cambio cuando te encontrás con personas que han actuado mucho hay como una cosa de que ya la vivieron y son «señores de la escena».
–Pero en algo el ser humano tiene que crecer con los años…
–Sí, yo creo que uno puede acercarse a intuir que podría haber otra versión de la vida. Donde los límites entre una piel y otra no son tan lejanos como nos quieren hacer creer y uno termina creyendo; donde puede haber una educación basada en que el otro está cerca y no está lejos. La distancia, la desconfianza del otro, el temor de lo nuevo. Si yo pudiera explicarte el barullo que tengo en la cabeza sería un filósofo. Pero, como no puedo, actúo. Mi manera entonces de explicar estas cosas es con la actuación, porque con este tipo de obras expreso grandes textos, que no los escribí yo, que me pasan por el cuerpo y que de toda la resonancia que tienen yo podré interpretar sólo una parte, y que alguien de la platea recogerá otra. Pero siempre se siembra con el pensamiento de un gran poeta como Shakespeare.
–¿Siempre elige los textos en función de «sembrar»?
–Elijo los textos como te gusta el helado de chocolate o de frutilla, no me pongo intelectualmente a seleccionar. Esto me calienta, y tengo ganas de contárselo a otro. Es como cuando leés algo que te gusta y lo querés compartir con un amigo.
–¿El teatro le parece un ámbito más propicio para «contar» que la televisión o el cine?
–Es diferente porque en el teatro uno le está contando el cuento a alguien que está ahí, a unos metros. Y eso que pasa esta noche, no va a pasar nunca más, aunque hagamos la misma obra y aunque vos vengas a verla de nuevo. No la vas a ver igual, porque por suerte, como somos líquidos y no sólidos, vos no volvés y te sentás como una piedra frente al escenario y nosotros como máquinas hacemos lo mismo. Y eso pasa también con lo que leés. A veces uno lee algo y no le gusta en el momento, y dos años después, quince días después o una hora después –para ponernos mágicos–, decís «cómo no me di cuenta de que esto era tan hermoso».
–¿Por este motivo hace menos televisión que teatro?
–Hago poca televisión por falta de tiempo, no porque tenga prejuicios. Cuando hacés tanto teatro no hay forma de levantarse temprano, porque uno sale de la función y no se duerme inmediatamente. Y cuando a las 6.30 de la mañana te llaman para ir a ensayar te preguntás: «¿Para qué habré nacido?». No, ya, «¿para qué acepté?», sino… «¿por qué no me habré quedado en el vientre de mi mamá a temperatura justa?» (risas). Las veces que pude participar en televisión últimamente han sido porque Adrián Suar me acomodó los tiempos. Pero tuve el lujo de hacer unos muy buenos libros como En nombre de Dios, Vulnerables o Locas de amor, y de trabajar con Daniel Barone o Jorge Nisco, de quienes aprendí muchísimo. Recuerdo que cuando me propusieron entrar en Vulnerables, por ejemplo, yo me resistía porque le decía a Adrián que era un grupo ya formado, que tenían su lenguaje…, pero cuando ingresé el elenco me trató con una generosidad como si yo hubiera estado allí desde el comienzo, cuidándome todo el tiempo para que estuviera cómodo. El orgullo más grande que yo tengo es el afecto que siento que mis compañeros de trabajo tienen hacia mí. Es un orgullo que no me da vergüenza decir y que no se puede pagar. Uno puede pagar la admiración con una buena actuación, pero el afecto no tiene pago. Además la admiración, si estás triste, no te saca la tristeza, el afecto sí.
–¿Qué otras cosas le dio su carrera?
–Esto de sentir el afecto es lo más importante. Después el placer del trabajo y el dolor del trabajo. Yo siempre digo que hacer teatro con estos textos es un ejercicio de humillación. Cada noche sabés que vas a tratar de llegar ahí arriba y no vas a poder, porque ahí no se llega. Y el que piensa que llegó es porque no tiene capacidad de búsqueda. Quien busca poco encuentra rápido. Vos sabés que tu interpretación de Rey Lear, de Hamlet, o lo mismo con La muerte de un viajante, nunca va a ser perfecta. Hay noches, igualmente, que vos sentís que los actores y el público están todos respirando al ritmo del poeta, esas noches son mágicas. Pero esas noches aparecen cada tanto, o uno cree que aparecen cada tanto, porque quizás ese día que vos te sentís que estás bien viene el director y te dice: «¿Qué te pasa hoy que parecía que no estabas metido?». Y esto nos pasa a todos, porque es muy subjetivo. Vos podés venir a ver la obra y decirme que no te llegó, y yo qué te puedo decir: «¡Qué pena!» Pero no te puedo dar pruebas de que te tendría que haber llegado. Si yo en cambio fuera un ingeniero, hago un puente, los coches pasan, los camiones pasan, y con el tiempo no se cae, y alguien viene y dice que está mal hecho, lo podría refutar. Con el arte es diferente, la conversación terminaría en eso: «No me llegó».
–¿Cómo ve hoy la producción cultural argentina?
–En cine se están haciendo, con mucho esfuerzo, una cantidad de películas muy interesantes, en las que hay mucha búsqueda, aunque a veces no son muy acompañadas por el público. En la televisión creo que hay menos de esas búsquedas. Me parece que está más volcada para el lado del puro entretenimiento, y creo que con la televisión se podría hacer muchísimo más para la imaginación de los habitantes de un país, para el crecimiento. Esto no implica que haya que hacer obras de Borges, sino que sería bueno utilizar mejores textos. La gente los agradece y los sigue. De hecho siempre son éxitos como el caso de Vulnerables, de Locas de amor, o más recientemente de Tratame bien. Esa idea, que no es sólo de la televisión y que en algunos países tiene más fuerza que en otros, de que a la mayoría hay que darle chatarra, ya sea comida, cine o música, porque total no tienen buen gusto, y que sólo hay una minoría exquisita que puede escuchar a Bach, es fascismo puro, acabado de nacer, con todas sus fuerzas. Y te lo repiten tanto que uno termina por creerlo. A veces hay algún empresario que se la juega, como Pablo y Adrián, que quisieron llevar Rey Lear al teatro. Pero en general hay en el mundo una batalla para que la gente elija la estupidez, para que no pensemos, para que seamos tontos. Hay una tendencia al menosprecio de los valores más elementales de lo humano. Entonces es impensado el arte, o algo que acerque a la reflexión. ¿Quién reflexiona? Uno ya ni se acuerda lo que era reflexionar, la gente tiene que trabajar 12 horas por día, viajar otras tantas, y cuando llega a la casa, quién le puede pedir que reflexione. El sistema de las 12 horas de trabajo ya es perverso. Yo llegué a conocer la época en la que en el cine trabajábamos jornadas de ocho horas. Entonces venían los delegados de cada gremio –porque en el cine confluyen muchos oficios– y exigían que si se trabajaba más de ocho horas se tenía que pagar doble. Y muchos elegían irse a las casas a ver a sus hijos. Y esto pasa en todo el mundo, no sólo en la Argentina. Esto no lo hizo Cristina Kirchner, ahora que se le echa la culpa de todo (risas).
–Veo que sigue de cerca los medios…
–Creo que hay una gran confusión. Yo no soy oficialista, pero esos discursos contra el Gobierno no son serios. No hay un pensamiento. Pero es histórico. Lo mismo pasaba cuando sacaron a Alfonsín. Sin embargo cuando el tipo se murió todos lo lloraron. Nos van convirtiendo en púberes y nos llevan. Entonces nos dicen «vamos a llorar a Alfonsín», y van todos a llorarlo cuando el hombre vivió después de renunciar a su gobierno sin que nadie le diera ni cinco de pelota. A mí me gustaría que todo lo malo que hace este gobierno se dijera con un pensamiento alto, y no que las discusiones políticas actuales tengan ese tinte de pelea de mala leche entre vecinas. Nos merecemos peleas más dignas, con pensamientos distintos. Eso nos enriquecería y nos permitiría elegir lo que uno cree que es lo mejor. Nos falta luminosidad en los pensamientos, y eso nos haría muy bien como país.
–¿Cómo puede aportar el arte a mejorar el país o el mundo?
–La función social es inherente al arte. La búsqueda de la belleza es la búsqueda de la justicia. No puede haber belleza si no hay justicia. La hay, pero a pesar de la injusticia. Uno dice, «¿cómo podés ponerte a escribir un poema mientras está pasando lo de Haití, por ejemplo?». El arte tiene que hacerte afinar el alma, te hace tener más nostalgia de un mundo donde el otro sea tan importante para vos como vos mismo, y donde la injusticia sea vergonzosa, donde te dé vergüenza estar haciendo teatro, saber que después salís y vas a cenar, sabiendo que hay personas que no tienen para comer. Uno se acostumbra a la injusticia, en lugar de estar continuamente acuciado por el hecho de que mientras haya injusticia uno no podría estar tranquilo. Por eso uno cree en la alegría y no en la felicidad. Uno puede estar alegre en un momento y no saber por qué pero es un rato. Esos son los momentos donde uno se acerca a la alegría. Pero la felicidad sería un estado fuera de la realidad, tuyo solamente, cerrado, mirándote a vos mismo o lo que te conviene de vos mismo, en un lugar donde no prestes atención ni a tus propias necesidades.
Es difícil de explicar, por suerte los poetas dicen con síntesis, con hondura y con belleza lo que uno tartamudea. Nosotros podemos estar toda la vida tartamudeando y no nos va a salir, y ellos de pronto con una frase sintetizan estos pensamientos. Hay un texto de Eduardo Galeano que se llama «La función del arte», que dice que un niño no conocía el mar y un día le pide a su padre que lo lleve a conocerlo y éste lo lleva. Antes de llegar a la playa tienen que pasar unos médanos y de pronto ante los ojos del chico aparece aquella inmensidad, con aquellas olas enormes a lo lejos y pequeñas en las orillas, los sonidos, los olores, todo ese mundo en movimiento. Entonces el chico le dice al padre: «Papá, ayúdame a mirar». Esa es tal vez la función del arte, ayudar a mirar.
Por Natalia Concina
Fuente: Revista Acción
“SI PARA COMPONER UN PERSONAJE TENÉS QUE IDENTIFICARTE CON ÉL, ES QUE PADECÉS DE FALTA DE IMAGINACIÓN. LO LINDO ES JUGAR COMO LOS CHICOS. ¿DALE QUE SOMOS TAL?”, DICE ALCÓN EN ESTA ENTREVISTA.
Señalado como uno de los mejores actores nacionales, si no el mejor, Alfredo Alcón se baja sistemáticamente de este pedestal para posicionarse más bien en la afirmación socrática: «Sólo sé que nada sé». Sin embargo, sus intenciones están lejos de interrogar o evaluar a otros a partir de esta premisa y tienen más que ver con sus propias búsquedas.
«Si pudiera explicarte el barullo que tengo en la cabeza sería un filósofo, pero, como no puedo, actúo», desliza. Llegando a los 80 años, asegura que no tiene rutina y que no hace nada premeditado. «Nunca supe cómo definirme, ni tampoco nunca hice un balance del año. No digo que esté mal, pero es algo que me resulta ajeno. Cuando hablo me pasa lo mismo, me dejo fluir, nunca pienso de antemano qué voy a decir en una entrevista. Yo comienzo a hablar y no sé dónde voy a terminar».
Pero la belleza con la que expresa sus pensamientos acompañado por el tono seguro y grave de su voz atenta contra esta promesa de caos que anticipa a la entrevista. Luego de pasar una temporada en España, donde realizó Rey Lear en el Centro Dramático Nacional, ni bien llegó a la Argentina el año pasado recibió la propuesta de Pablo Kompel y Adrián Suar de realizar la misma obra de Shakespeare en este lado del charco. Y aceptó. La obra se estrenó en julio de 2009 en el Nuevo Teatro Apolo de Buenos Aires (ex Lorange) y tras un breve receso, se reestrenó en enero. Y el diálogo con Acción comienza por ahí.
–¿Costó volver a componer el personaje?
–No, para nada, porque al tratarse de otros actores y de otro director no se te ocurre hacer lo mismo. Esta conversación, aunque hable de lo mismo, cambia si la tenemos otro día. Si yo me hubiera quedado aferrado a cómo lo había hecho en España habría sido un imbécil, significaría que estoy cerrado a la vida y a la mirada del otro.
–¿Qué tiene este texto que lo llevó a hacerlo dos veces?
–Es la humanidad la que tiene ganas de hacer esta obra. Hace 500 años que se viene haciendo, que todos los actores le encuentran una resonancia distinta; que todos los espectadores de todas las épocas encuentran algo por lo que sienten que está hablando de ellos. Las grandes obras no tienen límites, están más vivas que nosotros. Dentro de 500 años nadie se va a acordar ni de vos, ni de mí. En cambio Rey Lear va a seguir siendo interpretada. Se hace en todos los países del mundo. En Inglaterra, por ejemplo, se hace todos los años y a veces en forma simultánea y a nadie se le ocurre comparar una con otra. Son obras cuyo argumento es lo de menos, lo que importa es el texto.
Lo mismo pasa con otros clásicos, como Hamlet: si yo te cuento su argumento vos decís «qué tontería»: un amigo le dice a otro que está el espíritu de su papá en la azotea diciendo que su mamá y su tío le pusieron veneno en la oreja para matarlo y que se tiene que vengar. Lo importante no es qué cuentan esas obras, sino lo que encontramos de nosotros en cada uno de los personajes. Y todos los seres humanos nos identificamos con los personajes de Shakespeare, porque tienen mirada de eternidad, no ven sólo hasta donde llega la nariz, como miramos nosotros, sino que ven mucho más lejos.
–¿Y qué encuentra Alfredo Alcón en común con el rey Lear?
–Este hecho, el de un hombre que necesita ser el centro del corazón de la gente que él ama y que lo aman, me parece que lo tenemos todos. Más disimulado o menos disimulado, pero todos quisiéramos ser el centro del corazón de las personas que amamos. «¡Ah! Me ama pero no tanto, también quiere a otro». Uno trata de entenderlo y lo entiende, pero cuesta. Hay un momento en el que te sale el rey Lear y decís: «¿Cómo que querés más a tu tía que a mí?» Y esa es una de las cosas que te unen al personaje.
–¿Para componer el personaje busca esos puntos en común?
–No, para nada. Si para componer un personaje tenés que sentirte identificado con él es que padecés ausencia de imaginación. Lo lindo es jugar como los chicos: «¿Dale que somos tal?» Y son. Por eso me resulta ridículo cuando los actores dicen que cuando hacían tal obra estaban mal porque el personaje era oscuro. Yo, cuando un colega dice que no sabe quién es por un personaje que está interpretando, lo mando al médico, porque eso no tiene nada que ver con el arte. Imaginate si uno mata a su mujer porque está haciendo Otelo (risas). Actuar es un bellísimo juego. Y cuando vos estás actuando no perdés la dimensión de quién sos. Es más, hay una parte que está fría como un hielo que es la que te indica «ahora caminás para allá, hacés tal cosa, das tal pie».
–En un momento de la obra, uno de los personajes le dice al rey: «No deberías haber envejecido antes de ser sabio», ¿qué le parece esa afirmación?
–La obra te plantea la verdad, lo que no trata es de engañarte. «El viejo es sabio» es un buen deseo. Pero no te creas los cuentos que dicen que viviendo se alcanza la sabiduría. Uno conoce gente que tiene 40, 50 o 60 años se pregunta para qué vivió, si cada vez está más encerrado en sus cuatro ideas, si no pudo ver que se puede vivir de otra manera, o pensar de otra forma. Yo he conocido viejos muy tontos y gente joven con una lucidez increíble. Además, decir «el viejo es sabio», «los negros son pasionales», son estupideces. La generalización es el lenguaje de los tontos, es una facilidad que nos hace creer que sabemos algo. Cuidémonos de las frases hechas y las tarjetas postales. Uno no siempre termina su vida alcanzando la sabiduría, yendo al cielo y encontrándose con su madre. Esas son cosas a lo sumo muy bonitas pero son cursilerías en las que yo no puedo creer. Por suerte la vida escapa a las recetas, por eso es tan impresionante el hecho de darte cuenta de que estás vivo.
–¿Y desde la propia experiencia?
–No sé si soy más sabio ahora que a los 20. Porque si no esto sería muy fácil: uno vive tanto tiempo y entonces tiene tanto conocimiento y sabe más que uno más joven. A veces a los 20 años uno cree, o tiene la sensación, de que está ante la inminencia de una revelación, de que está por saber algo que no sabe muy bien qué es, el misterio de las cosas de los que habla la obra. A mí me da miedo la experiencia porque te hace creer que sabés algo, y uno pierde el asombro de levantarse a la mañana y ver, solamente eso, ver un árbol, los colores, o de oler, o de sentir sed, esos milagros que van pasando mientras uno está vivo, y después los toma como algo normal, no los goza, ni se da cuenta del privilegio que significa tener la posibilidad de ver tantas cosas. Uno ve la mitad de las cosas que puede, y a veces ni eso. Y hay quienes viendo una pequeñísima parte piensan que ya lo saben todo.
Por eso es que en todos los oficios, pero en el mío particularmente, es peligroso apoyarse en la experiencia, porque te impide la búsqueda de algo que quizás sea mejor que lo que vos ya sabés, que es seguro. Cuando trabajo con actrices y actores jóvenes aprendo muchísimo, porque tienen una manera de mirar, a lo mejor les falta técnica pero eso se aprende fácil, pero no son de los que salen y se muestran, «¡miren cómo actúo!» Sino que están buscándose y buscando y ese es el momento más hermoso de todo ser humano, no ya de un actor, sino de cualquiera. En cambio cuando te encontrás con personas que han actuado mucho hay como una cosa de que ya la vivieron y son «señores de la escena».
–Pero en algo el ser humano tiene que crecer con los años…
–Sí, yo creo que uno puede acercarse a intuir que podría haber otra versión de la vida. Donde los límites entre una piel y otra no son tan lejanos como nos quieren hacer creer y uno termina creyendo; donde puede haber una educación basada en que el otro está cerca y no está lejos. La distancia, la desconfianza del otro, el temor de lo nuevo. Si yo pudiera explicarte el barullo que tengo en la cabeza sería un filósofo. Pero, como no puedo, actúo. Mi manera entonces de explicar estas cosas es con la actuación, porque con este tipo de obras expreso grandes textos, que no los escribí yo, que me pasan por el cuerpo y que de toda la resonancia que tienen yo podré interpretar sólo una parte, y que alguien de la platea recogerá otra. Pero siempre se siembra con el pensamiento de un gran poeta como Shakespeare.
–¿Siempre elige los textos en función de «sembrar»?
–Elijo los textos como te gusta el helado de chocolate o de frutilla, no me pongo intelectualmente a seleccionar. Esto me calienta, y tengo ganas de contárselo a otro. Es como cuando leés algo que te gusta y lo querés compartir con un amigo.
–¿El teatro le parece un ámbito más propicio para «contar» que la televisión o el cine?
–Es diferente porque en el teatro uno le está contando el cuento a alguien que está ahí, a unos metros. Y eso que pasa esta noche, no va a pasar nunca más, aunque hagamos la misma obra y aunque vos vengas a verla de nuevo. No la vas a ver igual, porque por suerte, como somos líquidos y no sólidos, vos no volvés y te sentás como una piedra frente al escenario y nosotros como máquinas hacemos lo mismo. Y eso pasa también con lo que leés. A veces uno lee algo y no le gusta en el momento, y dos años después, quince días después o una hora después –para ponernos mágicos–, decís «cómo no me di cuenta de que esto era tan hermoso».
–¿Por este motivo hace menos televisión que teatro?
–Hago poca televisión por falta de tiempo, no porque tenga prejuicios. Cuando hacés tanto teatro no hay forma de levantarse temprano, porque uno sale de la función y no se duerme inmediatamente. Y cuando a las 6.30 de la mañana te llaman para ir a ensayar te preguntás: «¿Para qué habré nacido?». No, ya, «¿para qué acepté?», sino… «¿por qué no me habré quedado en el vientre de mi mamá a temperatura justa?» (risas). Las veces que pude participar en televisión últimamente han sido porque Adrián Suar me acomodó los tiempos. Pero tuve el lujo de hacer unos muy buenos libros como En nombre de Dios, Vulnerables o Locas de amor, y de trabajar con Daniel Barone o Jorge Nisco, de quienes aprendí muchísimo. Recuerdo que cuando me propusieron entrar en Vulnerables, por ejemplo, yo me resistía porque le decía a Adrián que era un grupo ya formado, que tenían su lenguaje…, pero cuando ingresé el elenco me trató con una generosidad como si yo hubiera estado allí desde el comienzo, cuidándome todo el tiempo para que estuviera cómodo. El orgullo más grande que yo tengo es el afecto que siento que mis compañeros de trabajo tienen hacia mí. Es un orgullo que no me da vergüenza decir y que no se puede pagar. Uno puede pagar la admiración con una buena actuación, pero el afecto no tiene pago. Además la admiración, si estás triste, no te saca la tristeza, el afecto sí.
–¿Qué otras cosas le dio su carrera?
–Esto de sentir el afecto es lo más importante. Después el placer del trabajo y el dolor del trabajo. Yo siempre digo que hacer teatro con estos textos es un ejercicio de humillación. Cada noche sabés que vas a tratar de llegar ahí arriba y no vas a poder, porque ahí no se llega. Y el que piensa que llegó es porque no tiene capacidad de búsqueda. Quien busca poco encuentra rápido. Vos sabés que tu interpretación de Rey Lear, de Hamlet, o lo mismo con La muerte de un viajante, nunca va a ser perfecta. Hay noches, igualmente, que vos sentís que los actores y el público están todos respirando al ritmo del poeta, esas noches son mágicas. Pero esas noches aparecen cada tanto, o uno cree que aparecen cada tanto, porque quizás ese día que vos te sentís que estás bien viene el director y te dice: «¿Qué te pasa hoy que parecía que no estabas metido?». Y esto nos pasa a todos, porque es muy subjetivo. Vos podés venir a ver la obra y decirme que no te llegó, y yo qué te puedo decir: «¡Qué pena!» Pero no te puedo dar pruebas de que te tendría que haber llegado. Si yo en cambio fuera un ingeniero, hago un puente, los coches pasan, los camiones pasan, y con el tiempo no se cae, y alguien viene y dice que está mal hecho, lo podría refutar. Con el arte es diferente, la conversación terminaría en eso: «No me llegó».
–¿Cómo ve hoy la producción cultural argentina?
–En cine se están haciendo, con mucho esfuerzo, una cantidad de películas muy interesantes, en las que hay mucha búsqueda, aunque a veces no son muy acompañadas por el público. En la televisión creo que hay menos de esas búsquedas. Me parece que está más volcada para el lado del puro entretenimiento, y creo que con la televisión se podría hacer muchísimo más para la imaginación de los habitantes de un país, para el crecimiento. Esto no implica que haya que hacer obras de Borges, sino que sería bueno utilizar mejores textos. La gente los agradece y los sigue. De hecho siempre son éxitos como el caso de Vulnerables, de Locas de amor, o más recientemente de Tratame bien. Esa idea, que no es sólo de la televisión y que en algunos países tiene más fuerza que en otros, de que a la mayoría hay que darle chatarra, ya sea comida, cine o música, porque total no tienen buen gusto, y que sólo hay una minoría exquisita que puede escuchar a Bach, es fascismo puro, acabado de nacer, con todas sus fuerzas. Y te lo repiten tanto que uno termina por creerlo. A veces hay algún empresario que se la juega, como Pablo y Adrián, que quisieron llevar Rey Lear al teatro. Pero en general hay en el mundo una batalla para que la gente elija la estupidez, para que no pensemos, para que seamos tontos. Hay una tendencia al menosprecio de los valores más elementales de lo humano. Entonces es impensado el arte, o algo que acerque a la reflexión. ¿Quién reflexiona? Uno ya ni se acuerda lo que era reflexionar, la gente tiene que trabajar 12 horas por día, viajar otras tantas, y cuando llega a la casa, quién le puede pedir que reflexione. El sistema de las 12 horas de trabajo ya es perverso. Yo llegué a conocer la época en la que en el cine trabajábamos jornadas de ocho horas. Entonces venían los delegados de cada gremio –porque en el cine confluyen muchos oficios– y exigían que si se trabajaba más de ocho horas se tenía que pagar doble. Y muchos elegían irse a las casas a ver a sus hijos. Y esto pasa en todo el mundo, no sólo en la Argentina. Esto no lo hizo Cristina Kirchner, ahora que se le echa la culpa de todo (risas).
–Veo que sigue de cerca los medios…
–Creo que hay una gran confusión. Yo no soy oficialista, pero esos discursos contra el Gobierno no son serios. No hay un pensamiento. Pero es histórico. Lo mismo pasaba cuando sacaron a Alfonsín. Sin embargo cuando el tipo se murió todos lo lloraron. Nos van convirtiendo en púberes y nos llevan. Entonces nos dicen «vamos a llorar a Alfonsín», y van todos a llorarlo cuando el hombre vivió después de renunciar a su gobierno sin que nadie le diera ni cinco de pelota. A mí me gustaría que todo lo malo que hace este gobierno se dijera con un pensamiento alto, y no que las discusiones políticas actuales tengan ese tinte de pelea de mala leche entre vecinas. Nos merecemos peleas más dignas, con pensamientos distintos. Eso nos enriquecería y nos permitiría elegir lo que uno cree que es lo mejor. Nos falta luminosidad en los pensamientos, y eso nos haría muy bien como país.
–¿Cómo puede aportar el arte a mejorar el país o el mundo?
–La función social es inherente al arte. La búsqueda de la belleza es la búsqueda de la justicia. No puede haber belleza si no hay justicia. La hay, pero a pesar de la injusticia. Uno dice, «¿cómo podés ponerte a escribir un poema mientras está pasando lo de Haití, por ejemplo?». El arte tiene que hacerte afinar el alma, te hace tener más nostalgia de un mundo donde el otro sea tan importante para vos como vos mismo, y donde la injusticia sea vergonzosa, donde te dé vergüenza estar haciendo teatro, saber que después salís y vas a cenar, sabiendo que hay personas que no tienen para comer. Uno se acostumbra a la injusticia, en lugar de estar continuamente acuciado por el hecho de que mientras haya injusticia uno no podría estar tranquilo. Por eso uno cree en la alegría y no en la felicidad. Uno puede estar alegre en un momento y no saber por qué pero es un rato. Esos son los momentos donde uno se acerca a la alegría. Pero la felicidad sería un estado fuera de la realidad, tuyo solamente, cerrado, mirándote a vos mismo o lo que te conviene de vos mismo, en un lugar donde no prestes atención ni a tus propias necesidades.
Es difícil de explicar, por suerte los poetas dicen con síntesis, con hondura y con belleza lo que uno tartamudea. Nosotros podemos estar toda la vida tartamudeando y no nos va a salir, y ellos de pronto con una frase sintetizan estos pensamientos. Hay un texto de Eduardo Galeano que se llama «La función del arte», que dice que un niño no conocía el mar y un día le pide a su padre que lo lleve a conocerlo y éste lo lleva. Antes de llegar a la playa tienen que pasar unos médanos y de pronto ante los ojos del chico aparece aquella inmensidad, con aquellas olas enormes a lo lejos y pequeñas en las orillas, los sonidos, los olores, todo ese mundo en movimiento. Entonces el chico le dice al padre: «Papá, ayúdame a mirar». Esa es tal vez la función del arte, ayudar a mirar.
Por Natalia Concina
Fuente: Revista Acción
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