Hoy se lo reconoce como padre del folklore moderno, pero en su arribo a la Capital el músico y maestro santiagueño debió lidiar con una elite espantada por su reflejo de lo que sucedía en las provincias. Su labor de composición y recopilación hizo historia.
Por Karina Micheletto
Se cumplen cincuenta años del fallecimiento de Andrés Chazarreta, el músico y maestro santiagueño que quedó fijado en la iconografía de la música argentina como el padre del folklore moderno. No sólo fue de los primeros en emprender una tarea de recopilación del cancionero popular, en tiempos en que una nación se estaba fundando y necesitaba sentar las bases que definirían su rumbo. Fue, además, el primero en crear y sostener su propia compañía de música y danza, llevando el género a la categoría de espectáculo y a ámbitos que hasta entonces le estaban vedados, como los teatros de las ciudades. Algo así como el primer empresario del folklore, dicho en términos más llanos que los de la ampulosa historiografía del género, esa que lo recuerda como “el patriarca del folklore”.
Andrés Chazarreta nació en Santiago del Estero el 29 de mayo de 1876, se graduó de maestro normal, desempeñó diversos cargos en la docencia y en la administración pública. Estudió música y tocaba guitarra, mandolín, violín, piano y bandurria. Desde 1901 se dedicó a la enseñanza de la guitarra y el mandolín, formando varias generaciones de folkloristas. En 1905, con la “Zamba de Vargas”, inició una tarea de recopilación que continuó por más de cincuenta años. En 1911 formó su primera Compañía de Arte Nativo, integrada por bailarines, cantores y músicos, con la que recorrió el país hasta 1936.
Pero hubo un hito que impulsó su nombre en la historia del folklore más allá de su región: el 17 de marzo de 1921, el santiagueño debutó con su compañía en Buenos Aires, en el teatro Politeama, de Corrientes y Paraná. La reacción fue inmediata y, como reflejo de la forma en que se recibía la música nativa en las ciudades, dividió opiniones. Entre las crónicas de la época aparece la imagen de una parte del público levantándose y abandonando el teatro espantado. Bajo el título “El coro de las selvas y las montañas”, sin embargo, Ricardo Rojas publicó en el diario La Nación una entusiasta crítica que ensalzaba la presentación como “un trozo de la vida del interior trasplantada a la ciudad cosmopolita”.
¿Qué había ocurrido? Desde el canon de la época, los espectáculos de Chazarreta eran acusados de “arte bárbaro”: se lo criticaba por mostrar hombres y mujeres descalzos en escena y hasta por mostrar ancianos. Lo suyo era una herejía inaceptable llevada a teatros consagrados a “las artes”. Esos mismos intentos ya habían sido resistidos en presentaciones previas a la del Politeama, en teatros de Tucumán y en su Santiago del Estero natal, donde en 1911 le había sido negado el Teatro 25 de Mayo contestando a su pedido que estaba destinado “únicamente a compañías de primer orden”. Hasta entonces, el orden de la música folklórica, que no era el primero, sólo podía ser mostrado como espectáculo en contextos como el del circo.
Mientras tanto, Ricardo Rojas, al igual que otros intelectuales orgánicos de su generación, estaba ocupado en fundar una idea de Nación en la que la promoción del folklore servía para sentar las bases de una floreciente argentinidad, rescatando los valores del gaucho y de las “artes olvidadas”, en el mismo proceso en que se combatía una extranjería cuya llegada al país, al fin y al cabo, no había arrojado los resultados esperados.
Como cabeza de una compañía explícitamente pensada como espectáculo, lo que intentaba Chazarreta, por su parte, era representar una escena gauchesca. Una escena que no apunta al naturalismo sino, justamente, a la representación: las chinas con moño en la cabeza, ataviadas con polleras floreadas con encajes, el zapateo florido de los gauchos, todo era producto de una representación que más tarde quedaría fijada, a su vez, como una idea acabada de “lo gauchesco”. Más tarde incorporaría a sus espectáculos un interludio de música “culta”, para mostrar que él también era un músico “de escuela”.
Chazarreta llegó a registrar 395 piezas musicales en Sadaic, entre obras de su autoría y recopilaciones. La más famosa, tanto por lo difundida como por el litigio judicial que no se resolvió del todo hasta 1982, fue sin dudas la zamba “La López Pereira”. Chazarreta la recopiló como zamba salteña, y la publicó en 1921, en su segundo álbum musical para piano, cuando aún no había sido creado Sadaic y, por lo tanto, no existían los derechos de autor. Años más tarde, el salteño Artidoro Creceri inició un juicio que falló a su favor y le devolvió los derechos sobre su obra.
De todas maneras, otro gran mérito del santiagueño fue el de cerrar el círculo como investigador: Chazarreta emprendió un trabajo de campo en el que recopiló los temas populares, es decir, de autor anónimo, de todos y de nadie –algo que se podría sostener hasta la creación de Sadaic–. Procesó ese trabajo, hizo puestas en escena y lo transmitió con un método, lo enseñó y difundió a través de su compañía o del Instituto de Folklore que llevó su nombre y llegó a tener 72 sucursales en todo el país.
Fuente: Página 12
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