Armado con su guitarra Lucille y sentado en el centro del escenario con su expresión beatífica, el músico de 84 años hechizó una vez más a los bluseros argentinos. El show fue de entrecasa, muy conversado y cálido, con varios recuerdos para Pappo.
Por Cristian Vitale
Imagen: Sergio Goya
El 19 de septiembre de 2006, tres días después de cumplir 81 años, B. B. King daba lo que, muy en teoría, iba a ser el último concierto de su vida. Era en el Estadio D’Coque, de Luxemburgo, y la función –emotiva, por cierto– marcaba también el epílogo de una tournée que él mismo había bautizado con olor a premonición: Gira Despedida. No duró mucho la idea: a fines de ese año, Brasil lo recibió seis veces y Riley, hijo pródigo del Mississippi, volvió sobre sus pasos: “Nunca digas nunca jamás”, dicen que dijo. Anteayer, la aparición de su enorme y sonriente figura en medio de un Luna Park atiborrado de gente no hizo más que reconfirmar, por si hiciera falta, lo que trasciende como un secreto a voces: el rey del blues seguirá tocando hasta el mismísimo día de su muerte. Era la llegada a Buenos Aires –tras doce años de ausencia del músico– del One More Time Tour, especie de excusa-presentación de la joyita retro que B. B. lanzó al mundo bajo el nombre de One Kind Favor. “Estoy muy feliz de estar nuevamente aquí, en este país hermoso. Los he extrañado”, lanzó el carismático negro, comprándose a la platea de un soplido. “Quiero decirles también que nunca olvidaré a Pappo, un guitarrista maravilloso”, siguió de loas B. B., que nombró al Carpo más de una vez.
Así fue, de entrecasa, cálido y muy conversado, el show que superó por unos minutos la hora cuarenta pactada de antemano. Se vio a un King vital, lejano del devenir ruin –efecto de revientes y disgustos– que se cargó a muchos de sus contemporáneos; un gordo divino, expresivo, clavado en una silla, con traje floreado y chaleco gris. Lo rodeaba un séquito de músicos –ocho ya es big band– que se encendían y fugaban al ritmo de la demanda: un baterista exacto, un guitarrista al que B. B. no dudó en “comparar” con Pappo, teclas al tono y un ensamble de caños, con precisa ubicuidad para mostrar su lado más rhythmandbluesero. King, pese a los 84 años que lo separan de su cuna de Itta Bena, conserva cada uno de los atributos que lo impulsaron hasta llevar el cetro en el loco reino del blues. El principal: la axiomática y nítida claridad de Lucille, su legendaria guitarra. La sensación es que cada nota mágica que le saca empapa el alma. No hay quien meta, en la dinastía negra del género, el dedo así en las cuerdas. Tan preciso y sublime, tan económico en recursos en esos bluses aletargados y adrenalínicos, pero también en los otros que, por swing y sonar colectivo, se ubican más en la superficie.
Otro atributo: el manejo de silencios y climas. La precisión en este vaivén típico que identifica al total de su obra quedó muy expuesta en esa joyita llamada “I Need You So”, el cuarto tema de la noche, o más solapada en el que lo siguió: “Blues Man”. Tercero: el tacto de rhythm and blues que nace cuando al gordo le da por reemplazar ritmo por sentimiento, entretenimiento por magia. Eso quedó exhibido, y acompañado por un manejo de escena divertido, en aquel clásico de mediados de los ’50 que pasó de ser el lado B de otro –“Sneaking Around”– a convertirse en uno de los temas al que más versiones le hizo en su historia: “Every Day I Have the Blues”. También en otro que nació para mostrar que el blues no era sólo prisionero de su sufrimiento original, sino que también puede divertir cuando hace amistad con géneros como el boogie-boogie y el rock and roll: “Let the Good Times Roll”, registrado por primera vez en 1976 y “consagrado” en aquel concierto inolvidable de 1991 en San Quintín. Y, finalmente, en otros dos temazos que se contaron entre los más hechizantes de la noche: “The Thrill Is Gone” –imposible no claudicar ante su groove envolvente, ante el estiramiento infinito de las cuerdas de Lucille– y el infaltable “Rock Me Baby”, siempre con gran interacción con el público.
Fuente: Página 12
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