El trabajo reciente de Remo Bianchedi muestra una evolución desde su obra anterior, más conectada con lo histórico y social, hacia un mundo más personal.
Por: Ana María Batisttozzi
Han transcurrido casi quince años desde aquel invierno de 1995 en que Remo Bianchedi ocupó la sala mayor del Centro Cultural Recoleta con un conjunto de pequeñas pinturas escasamente iluminadas y ubicadas por debajo de la altura media del espectador, que fueron presentadas bajo el inquietante título De niño mi padre me comía las uñas . Por entonces, la sala no se llamaba todavía Cronopios y el conjunto –una gran instalación hecha de esas diminutas pinturas que reiteraban con leves diferencias el mismo esbozo de una figura humana– ponía en jaque al espectador. Lo incomodaban la iluminación, la ubicación de cada pieza y los textos diminutos que en cada caso resultaban difíciles de leer.
El año anterior, en 1994, Bianchedi lo había importunado de manera similar. En ese caso fue una instalación de telas pintadas que colgaban en el centro del Palais de Glace y unas pequeñas pinturas ubicadas en el perímetro frente a una silla vacía. Aquí estaba obligado a tropezar con las telas u ocupar la silla si estaba interesado en verlas. El título tenía que ver con el vacío corporal dominante en las figuras que se repetían en uno y otro caso Como un cuerpo ausente .
En ambas exhibiciones el artista utilizaba como módulo esa figura apenas esbozada que repetía una y otra vez y ocupaba con él grandes espacios de exhibición. Esa repetición casi obsesiva le servía para poner en escena la cuestión del cuerpo y el poder. De hecho en Como un cuerpo ausente era imposible no evocar el Siluetazo , la acción multitudinaria que, en reclamo por los desaparecidos, organizaron los organismos de derechos humanos en 1983. La reflexión sobre la pérdida de identidad que persiguen los castigos corporales no era nueva en la obra de Bianchedi, ya estaba presente a comienzos en las series Retratos de docentes de la Bauhaus , de 1992, y en La noche de los cristales , de 1993. Si bien ambas estaban referidas a dos acontecimientos de la historia de la Alemania nazi, la conexión con el aparato y las acciones represivas que afectaron de manera generalizada a nuestro país era innegable.
La figuración que el artista elegía –un rostro y un cuerpo vaciado–, operaba en el sentir de una sociedad que no acaba de recuperarse de las secuelas de la dictadura militar. Importunar al espectador era ponerlo frente a esa circunstancia individual y colectiva que era preciso digerir.
Lo que ocurre ahora con la ocupación que Bianchedi realiza de Cronopios es distinto, aunque el sistema de módulos figurativos se mantenga intacto en las diversas series de pinturas y dibujos que articulan sus diversas composiciones. No sólo porque ha pasado el tiempo, sino porque el espectador no es perturbado para nada. Se trata de la intimidad del artista llevada a distintas escalas, surgida de las reflexiones que registra en las libretas que desde hace tiempo le acompañan. Bianchedi, que desde hace años vive en la sierras de Córdoba y se enfrenta diariamente al paisaje, pareciera concentrado en un paisaje interior, construido desde la historia del arte.
"Dibujar es hacer que algo ocurra. Volver a las antiguas imágenes. No hay nada que inventar. Arte es construcción, es el Regreso del señor Lafuente", escribe en uno de los textos citados en el impactante libro que editó la Fundación Mundo Nuevo. El señor Lafuente es un personaje de ficción que observa, como el artista y los espectadores condescienden muchas veces. Una figura reclinada que se repite en otra serie llamada En el observatorio del mundo y similar a otra que aparece en En la otra orilla . Todos estos dibujos sobre papel, en palabras del artista, están unidos por el simbolismo del viaje.
Está la serie del Castillo de Immendorf en la que nuevamente irrumpe en su obra la Alemania nazi. Una pintura colage sobre papel, pegada sobre madera, que refiere al incendio del castillo provocado por los nazis para evitar que obras de Gustav Klimt y de otros simbolistas alemanes cayeran en manos soviéticas. Y también los retratos del "espíritu del tiempo" que configuran, en palabras del artista, "una mirada dialéctica entre artista y retratado" que los convierte en objetos y sujetos del tiempo.
Imposible no comparar este comentario con la experiencia que proponían De niño mi padre me comía las uñas o Como un cuerpo ausente , donde el observador molestado se involucraba en la constitución del sentido de la obra. De manera que la experiencia estética ya no dependía de la revelación formal del objeto ante sus ojos, sino de cómo interpretaba cuestiones que lo rozaban desde su propio horizonte histórico.
Fuente: Revista Ñ
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