martes, 9 de marzo de 2010

El fin de la inocencia

ALICE LIDDELL, fotografiada por Charles Dodgeson (Lewis Carroll)

Medio siglo antes de Freud, el autor se fascina por jugar y fotografíar a sus niñas-amigas. Así conoce a Alice, modelo para su novela más conocida. ¿Un hombre perverso? Sí.

Por: Virginia Cosin

Es sabido que de la amistad entre el reverendo Charles Dogdson –más conocido como Lewis Carroll– y las tres hermanitas Liddell nació la magnífica historia de Alicia en el país de las maravillas. "Creo que el principio de Alicia –escribe Alice adulta, convertida ya en Mrs. Hargreaves– nos lo contó una tarde de verano en la que el sol quemaba tanto que tuvimos que poner pie en tierra en medio de los prados de camino de vuelta (...). Allí llegó, de las tres, la habitual petición: "cuéntanos una historia". Y así empezó el delicioso cuento inmortal".

Para Charles, un hombre tímido y solitario, no había placer más grande que pasar toda una tarde con niñas. Contarles historias, inventar acertijos, armar rompecabezas, sentarlas en sus rodillas y darles besos. Aunque siempre estuvo atado a las rígidas convenciones de la sociedad victoriana y a sus propias imposiciones religiosas y morales, con el tiempo y a medida que descubrió hasta qué punto le resultaba vital, fue animándose a relacionarse con las pequeñas de manera que entre sus conocidos se empezaron a levantar suspicacias. "La opinión de la gente –escribía a su preocupada hermana– por lo general no tiene ningún valor como prueba de lo que está bien o está mal". Cada vez que invitaba a una amiguita a pasar un día en su casa a solas, lo hacía con el previo consentimiento de sus padres e, incluso, les escribía cartas explicándoles que sus intenciones eran inofensivas y castas. En una oportunidad, siendo ya popular gracias a sus libros, escribió a la madre de una de sus alumnas particulares para que le permitiera llevarla de excursión a Londres: "Encargarse del cuidado de Ethel durante todo un día es un adelanto tan grande en nuestras relaciones que me atrevo a preguntarle si puedo considerarme en condiciones de besarla como hago con muchas amiguitas mías, mucho mayores que ella". Pero lo cierto es que las niñas se convertían en mujeres. Y entonces Charles tenía que salir a conquistar nuevas amistades. Algunas duraron años, otras –lo atestigua la correspondencia que mantuvo con ellas– los minutos que duraba un viaje en tren. Sin embargo, la presencia de Alice permanecería latente hasta el final. "Querida señora Hargreaves –le escribe formalmente a quien fue su compañerita de juegos en épocas pasadas–: imagino que esta carta le llegará casi como de una voz de ultratumba, después de un silencio tan largo. Sin embargo, no se ha producido ningún cambio del que yo pueda darme cuenta en 'mi' facultad de recuerdo de los tiempos en que manteníamos correspondencia. Voy apercibiéndome de lo que significa la pérdida de memoria en un hombre viejo (...); pero mi memoria visual de aquella que fue, a través de tantos años, mi ideal amiga-niña, es más clara que nunca. Desde aquella época he tenido docenas de amigas-niñas, pero con ellas todo ha sido diferente..."

El primer contacto íntimo que el joven Charles mantuvo con las jovencitas fue a través de la fotografía. La revelación se produjo cuando ingresó a la casa del decano del college en el que dictaba clases y retrató a toda la familia, incluidos los niños y, entre ellos, a la pequeña Alice Liddell. La primera fotografía que le tomó es aquella en la que la nenita posa frente a cámara de cuerpo entero, vestida con una túnica de batista frente a un helecho, con expresión altiva. Alice fue fotografiada muchas veces, sola o junto a sus hermanas, y a estos retratos se sumaron, con el tiempo, los de cientos de niñas más. Algunas de ellas posaron con poca o sin nada de ropa. Algo que en la época no era extraño: a nadie se le ocurría pensar que el cuerpo desnudo de una angelical criatura pudiera despertar el más mínimo atisbo de lujuria. Ahí están las fotos de Julia Margaret Cameron, contemporánea a Lewis Carroll, que retrataba a los niños como querubines provistos de alas y un halo de luz alrededor.

Las nenas de Carroll no son en absoluto angelicales. Ellas posan por lo general recostadas, a veces somnolientas, lánguidas, nunca sonrientes, y sí: sensuales. Aunque más tarde tomó los recaudos necesarios para que estas fotografías permanecieran guardadas bajo llave o desaparecieran, cuatro de ellas se conservan. De aquéllas, una resulta perturbadora: Ethel Hatch, de 9 años, está recostada sobre el pasto, el sexo lampiño frente a cámara; los brazos sobre su cabeza, el pelo suelto y desordenado; la mirada provocadora y en los labios, una insinuante sonrisa.

Lo que develan tanto el ojo de Lewis Carrol como su pluma, medio siglo antes de que Freud escandalizara al mundo con el descubrimiento de la sexualidad infantil, es que la infancia es algo más que una antesala insignificante en el camino hacia la adultez. Porque sus obras hablan de ese pasaje a veces aterrador, otras fascinante, lleno de obstáculos y de satisfacciones. ¿Era Lewis Carroll un perverso? Claro que sí. Per-versión: dar vuelta, invertir. En eso consisten sus acertijos, sus problemas lógicos, sus fotografías (¿acaso la imagen no se revela invertida al reflejarse en el espejo de la cámara?), sus juegos de palabras, a las que vacía de sentido para quedarse con la belleza del sonido.

Casi al final de Alicia a través del espejo, El Caballero Blanco, con los pies para arriba, le responde a Alicia: "¿Y qué importa dónde está mi cuerpo? Mi cabeza sigue trabajando todo el tiempo. De hecho he comprobado que cuanto más baja tenga la cabeza, más invenciones se me van ocurriendo." En el mundo del revés, el de los sueños, el de Alicia que sueña con un rey que la está soñando, el de la infancia, Charles Dogson se transforma en Lewis Carroll, atraviesa el espejo y deja ir para siempre a su niña para que se convierta en reina.

Fuente: Revista Ñ

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