domingo, 14 de marzo de 2010

El cine será industria o no será nada

Campanella encontró escollos en el Incaa para rodar el film premiadoFoto: PATRICK LIOTTA

Entrelíneas: a propósito del Oscar a El secreto de sus ojos

La política de despilfarro en films inviables que tuvo el Incaa produjo inmensos daños y graves corruptelas

Por Pablo Sirvén
De la Redacción de LA NACION

Era lógico suponer que la obtención del Oscar a la mejor película extranjera por parte de El secreto de sus ojos fuera a desatar entre los argentinos una euforia nacional casi futbolera. Mientras el Gobierno y la oposición no saben cómo ponerse de acuerdo y se hacen mutuas zancadillas, la noticia de un logro en el máximo nivel de una vidriera mundial como el de la fiesta máxima de Hollywood llenó de orgullo y trajo un poco de feliz alivio a buena parte de los habitantes de esta tierra.

Lo que llama realmente la atención es que paralelamente a esa natural alegría, por lo bajo y de manera asordinada, se hayan registrado asombrosos fastidios, ciertos crujidos melindrosos y unos cuantos microscópicos "sí, pero?"

Algunos supuestos exegetas del cine independiente -supuestos, porque se escudan detrás de nobles y legítimos intentos vanguardistas para defender, en realidad, lo que lisa y llanamente podríamos denominar "cine estafa", gente que lucra sistemáticamente con los dineros públicos para presentar bodrios indigeribles- se sienten cuestionados en cuanto la alicaída industria del cine nacional amaga con recuperar cierta vitalidad.

Es algo realmente insólito: es como si los artesanos de Plaza Francia, por unir en aleaciones elementales unas cuantas chapitas, creyeran que, por eso, están en condiciones de cuestionar a la gran industria siderúrgica argentina y, como si eso fuese poco, pretendieran ocupar el lugar de ésta, absorbiendo buena parte de sus fondos.

Son los miserables talibanes de lo pequeño, los mismos que guardaron cómplice silencio cuando el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) repartía a troche y moche "ayudas" económicas (se acaba de reabrir una causa judicial por esto) para ilustres desconocidos (o "amigos", cuyos nombres se repetían demasiado seguido en los repartos millonarios), que se la pasaban dándose la gran vida de festival en festival, en hoteles de cinco estrellas, con todos los viáticos pagos por el Estado, o los que estrenaban (si acaso llegaban a estrenar, algo que no siempre sucedía) realizaciones qualunques que, difícilmente, conseguirían un "aprobado" en un curso de ingreso de una escuela de cine medianamente seria.

Están nerviosos porque la visibilidad mundial que acaba de adquirir El secreto de sus ojos, al obtener el más célebre premio cinematográfico, los cuestiona profundamente, los deja en una indisimulable intemperie, más resentidos que nunca, llorando sobre las chapitas que nunca supieron amalgamar, molestos porque el Incaa comienza a mirar de nuevo con más simpatía el cine industrial y, por ende, el despilfarro de dineros sobre aquellas empieza a ceder para ser volcados, por fin, en acciones cinematográficas mucho más productivas.

Afortunadamente, la Real Academia Española ha aceptado como acepción de "acción y efecto de estafar" una palabra más que elocuente de lo que ha venido ocurriendo en los últimos años en materia de políticas estatales de fomento cinematográfico: "curro".

El bienvenido Oscar a El secreto de sus ojos debe inspirar al Incaa para dejar bien atrás los curros de dinerales que salieron de sus arcas para caer en tierra estéril o en bolsillos privados y oficiales; curros por el tráfico de influencias (miembros de los comités del organismo que cruzan votos para favorecer a sus protegidos); curros de los que entraron al Incaa como pelagatos y salieron como potentados. Hay una historia de infames corruptelas en el Incaa que algún día alguien deberá escribir minuciosamente (no será fácil, ya que por invitaciones y honorarios por distintos conceptos que el Instituto fue distribuyendo a lo largo del tiempo para crear a su alrededor una segura red de silencios no quedan tantos que lo puedan hacer).

Es éste el momento preciso en que el Incaa debe aprovechar la ola de optimismo inyectada por la máxima distinción de la Academia de Hollywood para profundizar los cambios últimamente encarados.

* * *

A El secreto de sus ojos le tiraron con munición gruesa antes, durante y después de su filmación. Antes, porque casi no se pudo rodar, de tantas dilaciones que encontró la producción en marcha, en los comités del Incaa que no terminaban de emitir dictamen favorable porque la empresa local que la producía (Haddockfilms) tenía la mayoría de sus acciones en manos españolas. La declaración de interés (y, consecuentemente, los subsidios tramitados) se hubiera caído indefectiblemente si ese paquete accionario no pasaba (como finalmente lo hizo) a capitales argentinos. Uno de los ataques más arteros que recibió la película tan pronto como se conoció -dejaremos de lado en esta ocasión las majaderías de algunas críticas que tuvo- es la afirmación de que se trata de una película española. Ese argumento dicho y repetido a boca de jarro para que por sí solo sonase descalificador es del todo falaz porque no cabe duda de que El secreto... es esencialmente argentina, no sólo por su trama, sino por su elenco actoral, autoral y técnico. Como tantas otras películas, para cerrar sus números, el film de Campanella debió sumar al 46 por ciento de inversión argentina, un 54 por ciento aportado por un socio español (Gerardo Herrero, también coproductor de la exitosa Las viudas de los jueves ). La película recientemente laureada con el Oscar está recibiendo del Incaa el tope del subsidio del Incaa (3.500.000 pesos). El secreto... gastó aquí 4.200.000 pesos; y 6 millones más, en España, puesto que los coproductores también tenían obligaciones hacia su país (allí ya la vieron casi un millón de personas).

El Incaa percibirá más plata de la que puso por esta producción, que se encamina a empatarle a El S anto de la Espada, con sus casi 2.600.000 espectadores, como la segunda entre las películas argentinas más vistas de la historia (lejos todavía de los 3.400.000 espectadores de Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio).

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A partir de mediados de los años 40 del siglo pasado, el cine argentino empezó a escribir, con más prisa que pausas, la actual historia de frustraciones que lo aquejan gravemente. Nuestro país fue pionero, desde fines del siglo XIX, en incorporar esta nueva y fascinante manera de expresión, con gran beneplácito de la población. En las primeras décadas del siglo XX, incluso, llegó a ser muy apreciado en buena parte de América latina. Un conjunto de razones (la injerencia temprana de capitales norteamericanos en la distribución y exhibición, las restricciones en las importaciones de película virgen durante la Segunda Guerra Mundial, el impetuoso avance de México para captar el mercado latino, el desafortunado abandono de ciertas temáticas, la implementación de políticas erradas y, finalmente, la cíclica censura) nos fue conduciendo inevitablemente al último subsuelo.

Lo que es más difícil de comprender -quizás el campo de la psiquiatría tenga alguna respuesta- es por qué a partir de la irrupción de un segundo y auspicioso "nuevo cine argentino" hacia 1996 (el primer "nuevo cine" había sido el de la estimulante generación del 60), con nombres y filmografía tan interesantes y distintivos como los de Caetano, Stagnaro, Trapero, Burman, Martel, Perrone, Carri, Hernández, Llinás, Puenzo, Cedrón, Postiglione, Katz y Fendrik, entre otros, se endiosó a ese sector y se lo engrosó con un lamentable entorno de advenedizos, principiantes a los que todavía les faltaba tomar mucha sopa, atorrantes con portación de apellido o sin ella, y fatuos balbuceadores de nada. ¡Y a todos ellos los financió el Estado sin tantas vueltas como las que se dieron para apoyar a El secreto de sus ojos o, ahora mismo, a El mural , la película aún no estrenada de Héctor Olivera!

¿Por qué, además, cierta parte de la prensa especializada, autoerigida en iluminada, se cartelizó para sostener ese nefasto statu quo? Ayudaron a impedir, sin querer (o queriendo), con sus influyentes y persistentes opiniones, que la Argentina retomase la senda ambiciosa en materia cinematográfica que supo tener en las primeras décadas del siglo pasado. ¿Algún día se darán cuenta de que fueron directamente funcionales a los negocios turbios en los que el Incaa se embarcó durante tanto tiempo?

***

Claro que debe haber genuino cine independiente. Otros lenguajes y temáticas, nuevos aires, bancos de experimentación y de vanguardias son completamente indispensables para atender públicos minoritarios y constituir también la avanzada del cine industrial del mañana. Pero que los chicos terminen de estudiar y se curtan escalando peldaño tras peldaño unos cuantos años como asistentes de producción antes de pretender dirigir, que los talentosos más crípticos consigan financiación del Estado (o privada), pero es un despropósito bancar los balbuceos y oscuridades de 50 a 60 películas por año que tanto los públicos populares como los más selectos ignoran olímpicamente.

Pero, eso sí, que los "vivos" que hacen del cine una excusa para esquilmar al Incaa se manden a mudar bien o sean procesados si se les comprueban sus flagrantes irregularidades.

La cantidad de público, es cierto, no define la calidad de una película. Pero pensar que cuando la gente se vuelca masivamente sobre una siempre elige mal es un pensamiento rancio y elitista, por no decir del todo retrógrado, por más que se revista de superado progresismo.

Fuente: La Nación

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