Centenario de uno de los mayores nombres del cine
Leonardo M. D’Espósito
Ayer se cumplieron cien años del nacimiento de Akira Kurosawa, el realizador que abrió las puertas al conocimiento del cine oriental gracias a los premios que su film Rashomon (basado en un cuento de Ryonosuke Akutagawa) ganó en 1950 el Festival de Venecia. La fecha es una anécdota importante: hasta entonces, el cine japonés –ni hablar del coreano, casi inexistente, o del chino, ausente de las pantallas occidentales hasta la década de los años 80– era prácticamente desconocido fuera de Asia. Las aventuras de quienes buscaban películas por el mundo, la acción de las embajadas y la necesidad de alternativas a la distribución estadounidense permitieron el triunfo de esa punta de lanza. Kurosawa confirmó en los años subsiguientes su lugar de realizador importante, aun sin llegar a las cimas de los –incluso hoy– mal conocidos Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu.
Los films de Kurosawa pueden dividirse en dos vertientes: las aventuras épicas (Los siete samuráis, La fortaleza escondida, Yojimbo –adaptación no declarada de Cosecha roja–, Sanjuro, Kagemusha) y los dramas psicológicos contemporáneos (Dodes-ka Den, Vivir, El idiota, Derzu Uzala, Madadayo). En ambos casos, es patente la influencia del cine estadounidense, especialmente del western y del policial negro. Kurosawa era, como Ingmar Bergman, un confeso admirador de John Ford, aunque la influencia del maestro americano es más visible en él que en el sueco. Sin embargo, lo que permitió que su cine fuera mejor aceptado fuera de Japón que otros cineastas era que sus historias y sus tramas adaptaban gran cantidad de elementos occidentales. Así, Trono de sangre es Macbeth y Ran es Rey Lear; y adaptó también a Máximo Gorky (Los bajos fondos, también llevada al cine por Jean Renoir) y a Dostoievski. Pero no se trataba de un señor que “traducía” estas historias a la iconografía japonesa, sino de alguien que trataba de encontrar, en el traspaso, los valores universales de esos textos e, incluso, del cine de Hollywood. Y, recíprocamente, su cine específicamente japonés se volvía universal por el acento colocado en los personajes y sus relaciones. Quizás sea bueno reevaluar si era –o no– un maestro del cine: lo que es indudable es que sus films abrieron el mundo del cine. Si alguien duda de su influencia debería preguntarse qué habría sido de La guerra de las galaxias de no haber existido La fortaleza escondida. Kurosawa murió en 1998: de sus films pocos están disponibles en la Argentina, salvo copias no demasiado notables de Los siete samuráis, Rashomon, Trono de sangre, Ran y Madadayo, más la gran edición de Kagemusha que lanzó la hoy desaparecida editora Gativideo.
Fuente: Crítica
Leonardo M. D’Espósito
Ayer se cumplieron cien años del nacimiento de Akira Kurosawa, el realizador que abrió las puertas al conocimiento del cine oriental gracias a los premios que su film Rashomon (basado en un cuento de Ryonosuke Akutagawa) ganó en 1950 el Festival de Venecia. La fecha es una anécdota importante: hasta entonces, el cine japonés –ni hablar del coreano, casi inexistente, o del chino, ausente de las pantallas occidentales hasta la década de los años 80– era prácticamente desconocido fuera de Asia. Las aventuras de quienes buscaban películas por el mundo, la acción de las embajadas y la necesidad de alternativas a la distribución estadounidense permitieron el triunfo de esa punta de lanza. Kurosawa confirmó en los años subsiguientes su lugar de realizador importante, aun sin llegar a las cimas de los –incluso hoy– mal conocidos Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu.
Los films de Kurosawa pueden dividirse en dos vertientes: las aventuras épicas (Los siete samuráis, La fortaleza escondida, Yojimbo –adaptación no declarada de Cosecha roja–, Sanjuro, Kagemusha) y los dramas psicológicos contemporáneos (Dodes-ka Den, Vivir, El idiota, Derzu Uzala, Madadayo). En ambos casos, es patente la influencia del cine estadounidense, especialmente del western y del policial negro. Kurosawa era, como Ingmar Bergman, un confeso admirador de John Ford, aunque la influencia del maestro americano es más visible en él que en el sueco. Sin embargo, lo que permitió que su cine fuera mejor aceptado fuera de Japón que otros cineastas era que sus historias y sus tramas adaptaban gran cantidad de elementos occidentales. Así, Trono de sangre es Macbeth y Ran es Rey Lear; y adaptó también a Máximo Gorky (Los bajos fondos, también llevada al cine por Jean Renoir) y a Dostoievski. Pero no se trataba de un señor que “traducía” estas historias a la iconografía japonesa, sino de alguien que trataba de encontrar, en el traspaso, los valores universales de esos textos e, incluso, del cine de Hollywood. Y, recíprocamente, su cine específicamente japonés se volvía universal por el acento colocado en los personajes y sus relaciones. Quizás sea bueno reevaluar si era –o no– un maestro del cine: lo que es indudable es que sus films abrieron el mundo del cine. Si alguien duda de su influencia debería preguntarse qué habría sido de La guerra de las galaxias de no haber existido La fortaleza escondida. Kurosawa murió en 1998: de sus films pocos están disponibles en la Argentina, salvo copias no demasiado notables de Los siete samuráis, Rashomon, Trono de sangre, Ran y Madadayo, más la gran edición de Kagemusha que lanzó la hoy desaparecida editora Gativideo.
Fuente: Crítica
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