Con dirección de Julio Bocca y Ricky Pashkus, diez coreógrafos jóvenes y dieciséis bailarines consiguen una rara alquimia, un equipo homogéneo que hace brillar propuestas heterogéneas, cada una de ellas centrada en un personaje conocido.
Por Alina Mazzaferro
Cuando Julio Bocca creó su propia compañía, hace veinte años, estaba claro que el atractivo radicaba en que él sería su figura estelar. Así, el Ballet Argentino anduvo por el país y por el mundo, muchas veces con programas eclécticos y repertorios poco afortunados, un mix de fragmentos clásicos, mucho neoclásico con ritmos populares, tango aggiornado con pasos de ballet, obras originales con música de Lito Vitale y algunos aires de contemporáneo (principalmente de la mano de Ana María Stekelman). Luego del retiro de Bocca de los escenarios, la situación siguió siendo parecida, con otras estrellas a la cabeza, desde Eleonora Cassano a Hernán Piquín. Por eso sorprende el nuevo programa que acaba de estrenar en el C. C. Borges: Nombre y apellido es un compendio de coreografías en su mayor parte contemporáneas creadas por jóvenes coreógrafos a los que generalmente se los ha visto nucleados por el C. C. Rojas o probando suerte en los circuitos de la danza independiente. Silvia Vladiminsky, Ramiro Soñez, Verónica Pecollo, Yamil Ostrosky, Exequiel Barreras, Alejandro Ibarra, Pablo Rotemberg, David Señoran, Vanesa García Millán y Chet Walker tuvieron la oportunidad de trabajar con un equipo de dieciséis bailarines, académicamente homogéneo, que probó estar preparado para abordar las propuestas más heterogéneas.
El denominador común de las diez obras que reúne Nombre y apellido es justamente el disparador propuesto en cada caso: cada coreógrafo eligió un nombre conocido –de un escritor, músico, actor o personaje de ficción–, ya sea para representarlo en escena, bailar sus palabras o rendirle homenaje. Así, estos bailarines muy jóvenes tuvieron que poner el cuerpo –en general, todas las obras contaron con gran despliegue coreográfico–, pero también la voz y, sobre todo, demostrar su capacidad interpretativa. Silvia Vladiminsky hizo recitar poesía a la “Reina del Plata”. Esta coreógrafa fue una de las pocas que supo sacar provecho de una de las ventajas de trabajar con una compañía: armó atractivos números grupales con una gran cantidad de bailarines en escena, algo que lamentablemente se ve cada vez menos en la danza independiente. Ramiro Soñez, en cambio, inspirado en Amador García, prefirió ocupar el espacio con un dúo masculino, de esos en los que el cuerpo fluye como si nada resultara de un esfuerzo, como si el ser humano naturalmente se desplazara y se comunicara con los otros dando saltos o arrojándose por el piso, como si los bailarines desconocieran las leyes físicas a las que están sujetas las personas. A este número intenso le siguió otro que fue su contrapunto, pura festividad: Verónica Pecollo rindió homenaje a Duke Ellington en un tradicional número de jazz, de los que casi ya no se ven, con olor a los viejos films de Hollywood. Cuatro intérpretes le sacaron chispas al escenario, con muchos saltos y piruetas, para recordar lo divertido que era bailar en otras épocas.
La fiesta de Pecollo se desvaneció cuando llegó el turno de Yamil Ostrosky, quien se inclinó por un solo bastante sombrío. Un personaje perturbado y desfigurado entre algunos claroscuros fue la forma que Ostrosky eligió para contar el universo de Roberto Arlt. A continuación, Exequiel Barreras diseñó un pas de deux contemporáneo –uno de sus trabajos más líricos– con música del compositor griego Manos Hadjidakis. Alejandro Ibarra eligió trabajar con Fulano, Sultano y Mengano, tres “machos pistola”. El resultado fue la obra más divertida de la noche y la más festejada por el público: Ibarra dejó que la música –un solo de percusión bien latino– le dictara una historia y así puso a un trío masculino a batirse en un duelo coreográfico. Pablo Rotemberg subió aún más la apuesta: jugó también con el humor, pero presentando personajes patéticos, desquiciados. Dos mujeres con hombreras altas, vestidos ajustados, tacones, rouge rojo y hombros encorvados –hacían recordar a las hermanas de ¿Qué pasó con Baby Jane? interpretada por las archienemigas de Hollywood, Joan Croawford y Bette Davis– bailaron series vertiginosas, reiterativas, obsesivas. La pose burguesa evidenció estar más cerca de la locura que de la cordura. Sin duda, una de las propuestas más interesantes de la noche.
Hacia el final, David Señoran presentó un dúo masculino imaginado a partir del personaje Jesús Guevara; Vanesa García Millán (la coordinadora artística de la compañía) puso a un sexteto femenino a bailar las palabras de Alfonsina Storni y el cierre, paradójicamente, estuvo a cargo de Chet Walker, el coreógrafo norteamericano que suele trabajar con Ricky Pashkus (el otro director del Ballet Argentino). Así, un solo bien yankee, bien jazzero y algo oxidado, fue el número de despedida de una compañía que sin embargo demostró, a lo largo de todo el programa, haberse refrescado con aires nuevos, jóvenes y contemporáneos.
7-NOMBRE Y APELLIDO
Por el Ballet Argentino
Dirección: Julio Bocca y Ricky Pashkus.
Centro Cultural Borges (Viamonte 525).
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