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Junto a una formación de sencillez sólo aparente, el brasileño ofreció un recorrido que se apoyó en el disco Zii e Zie, pero que también supo dar largos saltos hacia el pasado. El público se rindió sin condiciones.
Por Diego Fischerman
Imagen: Dafne Gentinetta
“Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos./ Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre, ley del antropófago”, escribió Oswald de Andrade en su Manifiesto Antropófago, de 1928. Y Caetano Veloso, el antropófago (o el brasileño, tal vez sea lo mismo), después de haber devorado, y reescrito, a los Beatles, a la bossa nova y el samba, al ie-ie-ie de Roberto Carlos, la psicodelia, la poesía concreta, las canciones de las radios de la infancia y hasta a la propia antropofagia, en su nueva apuesta se devora a sí mismo.
La apariencia –y en pocos como en Caetano las apariencias pueden ser más engañosas– es la de una decidida sencillez: apenas la crudeza de un trío de guitarra eléctrica, bajo y batería para acompañarlo. Sin embargo, lo que toca la Banda Cê, el grupo conformado por Pedro Sá en guitarra, Ricardo Dias Gomes en bajo y teclados y Marcelo Callado en batería, no tiene nada de sencillo. Y mucho menos lo tienen las tensiones que se establecen entre la voz cristalina de Caetano y ese sonido denso, hasta ominoso, que elabora el trío. Pero, si todo en Caetano es, de alguna manera, relectura, en este grupo, que tuvo su estreno en el notable disco Cê, lo que se vuelve a mirar y se pone en escena nuevamente, y con una potencia desmesurada, son los ’60. Que el comienzo del deslumbrante show que se presentó en Buenos Aires, ante un teatro Gran Rex desbordante y con una profusión de celebridades en la que coexistían Soledad Villamil con un jurado de Tinelli o Fernando Noy, fuera con la ambigua alegría de “A voz do morto”, un tema que Caetano cantó por primera vez en vivo con Os Mutantes, en 1968, es apenas una prueba.
Un aladelta como escenografía y una precisa puesta de luces, donde los apagones o los cambios funcionaban como acentos o como cortes musicales, fue todo lo que Caetano necesitó, además de su fantástico manejo de la escena, para cautivar. El disco más reciente, Zii e Zie, casi completo, “Odeio”, de Cê, y algunas viejas –muy viejas– canciones fueron el material con el que volvió a mostrar su importancia como artista. “María Bethânia”, ese “pedido de auxilio”, en sus propias palabras, lanzado desde el exilio londinense, en 1971; las extraordinarias “Nâo identificado” e “Irene”, ambas incluidas en su álbum blanco, el Caetano Veloso de 1969, y, ya como bises, “Menino do rio”, incluido en el disco Cinema Transcendental, de 1979, y “Força estranha”, la canción que un año antes había escrito para Roberto Carlos, puntuaron el recorrido por su producción más reciente. Entre ella, tuvo una particular intensidad –esa intensidad distanciada, a veces hasta fría y, por lo mismo, más efectiva– “Base de Guantánamo”, una formidable operación poética en que la acentuación y el ritmo convierten en poético un texto que el más literal de los cantores de protesta no se permitiría a sí mismo. “El hecho de que los americanos no respeten los derechos humanos en suelo cubano es simbólicamente demasiado fuerte como para no sacudirme”, dice/canta Caetano y esa enunciación casi ensayística, que fue acompañada por la proyección de imágenes de La Habana, se convierte en un texto de misterioso lirismo.
Fuente: Página 12
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