miércoles, 10 de febrero de 2010

Sobre el borde de la picaresca cómplice

En el campo argentino. Innocenti y Sergio Surraco como Beatriz y Benedicto, en un ámbito que no termina de comprenderse.

TEATRO / CRÍTICA / Mucho ruido y pocas nueces

Oscar Barney Finn dirige una de las más famosas comedias de Shakespeare, pero traslada la corte siciliana a nuestra pampa, en la segunda mitad del siglo XIX. Se destacan las labores de Virginia Innocenti y Sergio Surraco.

Leni González

Sin duda, Oscar Barney Finn no escapó a la crucial pregunta de cualquier director ante el desafío de montar un clásico: ¿Se respeta a pie juntillas al autor y su época o se ajustan detalles para adaptar al siempre invocado color local; o, por qué no, se mete la cuchara hasta el fondo y se intenta una versión inspirada y más o menos cercana al original –como, por ejemplo, en Escrito en el barro, Andrés Bazzalo eligió desarrollar Otelo en plena guerra del Paraguay–? En algún lugar, entre el temor a la solemnidad y el deseo a marcar la diferencia, deben ubicarse el registro emotivo y la mirada estética que impulsaron a Barney Finn a que Mucho ruido y pocas nueces, una de las más famosas comedias de William Shakespeare, escrita a fines del siglo XVI, fuera llevada de la corte siciliana de Messina a nuestra pampa en la segunda mitad del siglo XIX. Si esto tiene o no algún sentido, es casi tan inasible como discutir adónde vive la música que sabemos todos.

En principio, podemos decir que sí, y aceptar y confiar en el instinto del director cuando cuenta en el programa que las “nuevas coordenadas” surgieron del recuerdo de una película de 1949, Vidalita, de Luis Saslavsky: “Así creció la idea de la estancia donde se plantea la acción, en el verano 1875-76. Dejé Messina por el campo argentino; a Don Leonato por Don Leandro Lagos; a Dogberry, el alguacil, por el insólito comisario Robles; y los soldados de Don Pedro de Aragón, de regreso de una imprecisa guerra, pasaron a ser un grupo de oficiales al mando del comandante Pedro Gauna, que regresan de la frontera con el indio”, explica él mismo mejor que nadie.

Pero hay algo que no funciona de entrada cuando vemos esa escena bucólica, más propia de campiñas que de guerra al malón, donde estancieros y damiselas se solazan acunados por el gaucho cantante y guitarrero Nemorino (Santiago Bürgi). Claro que no se trata de exigirle rigores históricos a la adaptación, pero el resultado es que nunca se comprende el porqué del cambio.

La desazón que provoca un traslado con esos desarreglos no logra remontarse en toda la obra y alcanza, también, las tramas paralelas del relato: el amor dramático entre Claudio y Elisa (Hero en el original); la comedia chispeante y los torneos verbales de Beatriz y Benedicto, y la pata bufonesca que aportan el comisario Robles-Robles y su trío de secuaces Zenón, Inocencio y Anacleto: estas tres líneas aparecen diferenciadas, pegadas artificialmente y sin llegar a conformar una unidad.

En medio de esa coralidad que no termina de amasarse, quienes se destacan por encontrar el tono ingenioso y mordaz del texto son Virginia Innocenti y Sergio Surraco, la pareja de Beatriz y Benedicto. Y los que se llevan las risas del público son Daniel Miglioranza, Claudio Pazos, Diego Freigedo y Enrique Iturralde, que encarnan de manera caricaturesca a la justicia y el hallazgo de la verdad en medio de tantos engaños entre civiles y militares. Gracias a las actuaciones es que la mirada de Barney Finn sobre Mucho ruido y pocas nueces puede sostenerse, con esfuerzo, por el borde de la picaresca cómplice.

Y hablando de ruidos, algunos efectos sonoros traen al espectador el trote de los caballos y el mugir del ganado, el mundo campero. Pero no es culpa de Barney Finn y su adaptación al “color local” sino del clima porteño, empeñado en ocultar lo buena que va a estar Buenos Aires, especialmente en las noches de tormenta bajo los techos de la sala Martín Coronado del teatro San Martín.

Fuente: Crítica

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