sábado, 27 de febrero de 2010

Pipo Pescador

"Ser distinto fue doloroso" De niño burlado a motivador de niños. Perfil de un nostálgico empedernido.

Ni bolitas, ni balones, ni baleros. Enrique Fischer, ese que ni siquiera diseñaba en su imaginación a Pipo Pescador, jugaba a otra cosa. Ya desde el rito sagrado de su infancia se mostraba distinto. Su juego consistía en caminar durante horas sobre los techos de su barrio, en Gualeguaychú. "Eramos una banda que paseaba por los techos dando la vuelta a la manzana. A veces, los rompíamos con nuestro peso", se ríe. "En vez de astronauta, era techonauta. Yo era un bicho raro para los otros. Un incomprendido. Ser distinto fue doloroso", admite.

¿Qué tan extravagante podía ser a la mirada ajena el gurrumín devenido en señor que le cantó a varias generaciones de niñitos? "Fui un niño bastante burlado. Era muy imaginativo, tocaba el piano desde los 4 años, era bastante narcisista, tenía problemas de comunicación y ensamble con mis compañeros. Me sentía más interpretado por la gente mayor", devela como en una terapia. "No jugaba al fútbol ni hacía deportes, estudiaba francés. Me metía en la Biblioteca Sarmiento de la esquina de mi casa y tenían que ir a buscarme para cenar. Me internaba de 16 a 21. Era un refugio", analiza.

Tenía dos caminos, o dejarse moldear por los demás, o soportar la burla y hacer su camino. ¿Cuál tomó?

Hice mi camino sin que me importara nada. Siempre me preguntan cómo hice para lograr el éxito. Y contesto que hice lo que quería. Era fiel a mí. Estaba seguro de mí. Mi niñez transcurrió en una ciudad ilustrada, vieja, con un cierto aire victoriano y gente sabia. Todo eso me dio una plataforma interesante de vida. No quería ser igual a los demás.

Hijo de alemanes, el ejercicio de visualizarse diminuto más de cinco décadas atrás, le trae como pantallazo una iglesia. "Me veo cantando villancicos y tocando el acordeón, mientras la familia (cuatro hermanos más él), acompañaba", cuenta. ¿Una 'familia Ingalls' entrerriana? "Puede ser. Eramos de una clase media fuerte del siglo pasado. Pero, fundamentalmente, gente toda de bien".

Sentimental hasta la médula, en otro pasaje de la charla se recuerda llorando cataratas ante la partida del hogar paterno, en su juventud. "Lloré mucho cuando llegué a Buenos Aires. En esa época eran diez horas de viaje, había que tomar dos balsas. No estaba el puente Zárate Brazo Largo. Era como irse hoy a Lima", evoca. "Ahora, a los 63 años, que la vida me ha enseñado a despedirme tanto de mi nieta y mi hija que viven en España, cree un anticuerpo que me puso más duro. En eso parezco un niño", admite.

Su casa (la argentina, porque pasa mitad del tiempo en Madrid) está abarrotada de libros y envuelta del vaho propio de quien cierra por unos meses las puertas de su nido para volar por otros rumbos. Ahí vive solo e invierte sus horas en un texto que en abril saldrá a la venta y completará una trilogía de libros dedicados a niños con capacidades especiales. Ya escribió María Caracolito, sobre el Síndrome de Down y La campana bajo el agua, sobre la sordera. Ahora, el tópico es el autismo y el título, Casa sin ventanas.

"Mi nieta se duerme llorando porque a la una de la mañana no la dejan leer más. Mi hija es catedrática en letras. Somos lectores desesperantes", define gracioso. "La lectura es pan. Hemos frivolizado un poco la niñez. Ni hablar de los productos inventados para el niño para vender", despotrica. Y al instante suelta la primicia: en vacaciones de invierno volverá a la calle Corrientes con un espectáculo infantil, tras siete años. Esas ausencias recurrentes esconden raíces en una filosofía de vida que promueve: "Yo soy del tipo de artista del que hablaba Atahualpa Yupanqui. Soy como el limonero. Tengo un tiempo para dar frutos y un tiempo de descanso", alerta.

Instalado en La Plata para estudiar Bellas Artes cuando "hervía el Instituto Di Tella y la movida cultural", le saca el jugo a esos recuerdos de profesor de música en jardines de infantes, cuando entonaba canciones de María Elena Walsh hasta que un padre "empresario y visionario" le ofreció hacer teatro. "Agarré una época en la que la niñez estaba bien valuada. Las escuelas psicológicas aparecían para interpretar al niño. Marqué una época de oro y hoy comparo y veo una raquítica actividad para chicos", se lamenta.

El cuento ya conocido indica que vendió millones de discos y copó la televisión, pero no refleja lo que él admite en voz baja: que la fama lo mareó. "Tenía 22 años y perdí la noción un poco. Era un provinciano que de pronto se encontraba con el mundo a sus pies. Pero la vida se encargó de poner todo en su lugar. Pasaron los años, perdí atributos, fui dejando de ser joven y de tener la presencia que tenía en los medios", admite el que de chico miraba todo desde el techo y desde allí supo remontar vuelo.

Fuente: Clarín

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