Autor y director, afirma que el pecado mayor que se puede cometer en el teatro es aburrir.
Cuando alguien cuenta su historia pareciera que no tardan en aparecer las circunstancias por las cuales se convirtió en novelista, narrador o pintor. Pero en mi caso, no hay nada que indicase que me iba dedicar al teatro. Había un aprecio por la cultura y el arte en mi familia, pero ningún tipo de práctica. En ese sentido, creo que nací de gajo.
Recuerdo muy bien el momento en que apareció algo vinculado al enamoramiento. Quedé prendado cuando mi madre me llevó a ver Despertar de primavera, dirigida por Alezzo. Tenía 13 años. Lo que me impactó fue el rito de estar dentro de un teatro. Un año después iba solo a ver todas las obras que podía. Era un freak que disfrutaba con lo que más me gustaba.
Quería ser actor. Estudié muchos años de adolescente en el Payró, después con Carlos Rivas y Carlos Gandolfo. El vio cosas que escribía en ese momento. A los 15 años escribí una obra corta, Dos mujeres. Todavía hoy, cada dos semanas, recibo el pedido de algún elenco para montarla.
Fui espectador del primer Teatro Abierto. Vi todo. Era una fiesta como nunca he vuelto a vivir. En ese momento, me sorprendieron obras que luego fueron las más olvidables porque eran coyunturales. Entraba un personaje con un par de botas gigantes y uno se emocionaba y aplaudía sólo por ese gesto.
Luego de una función de "¿Estás ahí?"en el Cervantes, Julio Baccaro me llamó para hablar en su despacho. Creí que me iba a felicitar, pero me dijo "sos un pelotudo. Tendrías que haber hecho esta obra en la calle Corrientes". Cuando ensayaba pensé que no resistía la tercera fila.
El pecado más grande que se puede cometer en el teatro es aburrir. Mi preocupación siempre ha sido mantener al espectador atrapado y atento. El arte de atrapar es muy complejo. Una obra no sólo tiene que ser entretenida sino convocar emocionalmente. Entran una cantidad de cosas que estaré toda la vida tratando de descifrar.
Hice la colimba durante Malvinas. Haber sentido de cerca la muerte prematura y feroz, hicieron que tratara de hacer lo que más me gusta en la vida.
Lo que llamamos intuición, yo lo llamaría el capricho. La intuición es ese antojo que no encuentra razones. A eso hay que hacerle caso. Un proceso de trabajo tiene que llevar adelante ese capricho para poder descubrir por qué uno estaba obsesionado. Creo que todas las intuiciones anidan en cuestiones infantiles y el arte, en sí mismo, es la prolongación de un juego que puede multiplicar sus sentidos al infinito.
Escribo y banco mi primera publicación en el ´90. A nadie le interesaba lo que hacía. Así fueron seis años. En esa época la dramaturgia argentina quedó en una zona un poco siniestra. Se terminaron los militares y se necesitaba algún mal para que el arte existiese. Yo sostengo que uno está atravesado por esa realidad y no por eso tiene que traducirla a términos teatrales. Sostenía que al terminar la dictadura, todas las artes debían lograr su especificidad.
Gore tuvo una presencia muy fuerte en España. Barcelona se me ofreció como un laboratorio donde podía probar lo que quisiese. Estuve varios meses allá y acá. Pero necesito cerrar esa etapa catalana. En el tema de la paternidad me sentí culpable por estar ausente largos períodos. Todo fue posible gracias a la mamá de Agustín. Ella bancó mucho tiempo esta cuestión. Creo que no importa tanto lo que uno hizo o que dejó de hacer, sino cómo están los hijos. Y Agustín está muy bien.
Ricardo Monti me enseñó a ser fiel a mi propia intuición. Cuando uno empieza a escribir necesita sentir que su escritura se parece a la de alguien consagrado para así poder considerarla más o menos potable. Estamos marcados por los modelos. Si nos parecemos a los modelos somos buenos, si no nos parecemos, somos malos. Ricardo me enseñó a tolerar la frustración de que mi escritura no se asemeje a la de nadie y aún así poder defender desde el trabajo la singularidad de la misma.
Fuente: Clarín
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