Estudió en Europa y trajo de allí las corrientes cubistas y abstractas que revolucionaron la escena artística local. Siempre revalorizó los atributos latinoamericanos. Fue director del Museo Nacional de Bellas Artes de La Plata durante los años 30.
Es 1924. El costumbrismo y las pinturas naturalistas hacen boga en Buenos Aires. Frente a la corriente de artistas volcados a lo tradicional, la Galería Witcomb es escenario de una muestra que produce un escándalo instantáneo. Cuadros abstractos, predominio de la luminosidad y, más allá de los tecnicismos, una nueva concepción sobre el arte pictórico. Al rechazo inicial de los críticos con respecto a la exposición le siguió, de inmediato, un éxito rotundo. Era la renovación de la pintura argentina la que estaba llegando a la escena porteña, de la mano del platense Emilio Pettoruti.
El artista venía de once años de ausencia en el país. Pettoruti, nacido en La Plata el 1º de octubre de 1892, desde pequeño había sido alentado por su abuelo en dibujo y pintura. Sin pasar por la academia, en 1913 fue becado por la Universidad Nacional de La Plata para ir a estudiar a Europa. Allí se instaló en Florencia para luego deambular por otras ciudades italianas como Milán, Roma, y más tarde Alemania, sumergiendo su pincel en las diversas corrientes artísticas que iban despertando en el viejo continente.
En su viaje se acercó al futurismo de Marinetti, luego indagó en el cubismo por intermedio de la figura Juan Gris, y más tarde llegó a la abstracción. Además, durante su estadía en Europa conoció a Xul Solar, otro genial pintor argentino con el cual emprendería luego el regreso a la patria para ser los pioneros de la vanguardia argentina. En sus años de estudio, siempre, lo acompañó la idea subyacente de regresar al país; si algo caracterizaba a Pettoruti era la revolarización de los recursos nacionales.
Quizás por eso se molestaba tanto cuando su obra era asociada restringidamente al futurismo y al cubismo europeo. Pese a sus tendencias allí adquiridas, nunca fue adepto a estrictos cánones y, por el contrario, caracterizó su obra con un sello latinoamericano. Su intención era dar inicio a un “arte decorativo americano” basado en la síntesis de elementos del arte primitivo. “En el arte incaico, en el azteca, existe un venero inagotable de motivos pictóricos. El gaucho es esencialmente decorativo. Sus prendas engalanan pintorescamente su figura”, definía con sus propias palabras.
Después del la revolucionaria exhibición de 1924, Pettoruti permaneció en tierra porteña hasta 1952, para luego regresar a Europa por varias muestras portando ya su estirpe de artista consagrado. Entremedio se hizo cargo de la conducción del Museo Nacional de Bellas Artes de La Plata -que luego fue bautizado con su nombre-.
Para Pettoruti, la pintura era principalmente luz y color. “No sé por qué. O mejor dicho lo sé. Porque en el sol y en la luz encontré desde pequeño los mayores misterios, y porque estos elementos naturales ejercieron sobre mí, en razón de su propio sigilo, una atracción muy extraña... de ahí a pensar en aferrar el sol y meterlo en el hogar, que ha sido siempre uno de los grandes propósitos del hombre, mediaba únicamente un paso, y lo franqueé con resolución en los bocetos de 1939. Pienso hoy todavía que fue una creación absoluta, y que de haberla desarrollado en otras latitudes (no en otros tiempos) su aceptación y sobre todo su repercusión hubieran sido mayores”, narró en su autobiografía Un pintor ante el espejo, escrita en 1966.
En sus cuadros pintó los objetos que amó: sifones, instrumentos musicales, soles, botellas, fruteras, arlequines. Se destacó en la abstracción introduciendo temas como las noches de verano, el crepúsculo marino, soles ovalados. Figuras ordenadas, puras, geométricamente espirituales.
“Deseo hablar siempre del presente: lo pasado ha muerto, debemos enterrarlo; el hombre debe caminar sin volver la vista, siempre con la mirada puesta en el porvenir”, proclamó como legado el vanguardista incansable. Murió en 1970, a los 71 años de edad, en Europa.
El más cotizado
Pettoruti fue por años el artista argentino más cotizado en la arena internacional, desde que su Quinteto superó la barrera de los 200 mil dólares. El reinado había terminado en los años ‘90, cuando el rabioso realismo de Antonio Berni colocó a la cabeza de las cotizaciones sus obras Ramona Espera, Juanito dormido y La gallina ciega. Sin embargo, en noviembre de 2008 el primer cubista argentino volvió al podio con la venta de El cantor.
La obra fue pintada en 1934 y finalmente adquirida por un coleccionista anónimo en 782.500 dólares, cifra que marcó un récord absoluto para el artista y para el arte argentino en las subastas internacionales.
El cantor, de Pettoruti, era una de las piezas “estrella” de una subasta en la que también salieron a la venta cuadros de pintores emblemáticos como el mexicano Rufino Tamayo, el colombiano Fernando Botero o el argentino Jorge de la Vega (su acrílico Billiken se vendió en 422.500 dólares).
“El Arte tiene una dimensión única, lo infinito, y éste es un misterio, ese algo
maravillosamente indefinido e indefinible que está mas allá de nuestra ciencia, de nuestra
comprensión y de nuestra verdad intelectual y física. Pues entonces, será hasta donde mi ser, mis fuerzas, mis facultades y mi capacidad intelectual digan finalmente ¡basta!” Emilio Pettoruti
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