Una muestra de Lacámera en La Boca deja entrever una Argentina en la que, pese a lo aparente, no había salida para hombres como él.
Por: Eduardo Iglesias Brickles
Cuando uno habla de los pintores de La Boca, fuera del hecho folclórico, la mayoría de las veces está invocando un espíritu, o un tipo de artista prácticamente desaparecido. Ese espíritu se sostenía en una actitud casi religiosa hacia el oficio, que se resumía en el hecho de que ellos no vivían de la pintura ni para la pintura. Ellos pintaban para salvarse. Todos tuvieron origen humilde y trabajos acordes y en cierta manera la pintura los "salvó" de la sordidez de una existencia monótona. Uno de ellos, uno de los más grandes, Fortunato Lacámera, está hoy presente en el Museo de La Boca. Es decir que gracias a la Fundación OSDE, con la curaduría de María Teresa Constantin, sesenta de sus cuadros nos muestran un cuerpo de obra de lo más relevante del arte argentino del siglo XX.
Hijo de inmigrantes genoveses, transitó por las diferentes etapas de su existencia como si no hubiera más remedio que hacerlo de esa manera. La muerte de su padre determinó que saliera a trabajar a los once años, como aprendiz de telegrafista en el Ferrocarril del Sud. A los veinticuatro, ya había dejado los telégrafos, las señales y los rieles, por la decoración de paredes "a la italiana", con imitaciones de mármoles, además de aceptar trabajos de pintor de brocha gorda.
Anarquista, por su formación obrera no tuvo la suerte de tener una educación artística formal; recién a los veintidós años, "en lo que queda del día", hace un curso de pintura con Lazzari en el salón de la sociedad Unión de La Boca.
Hasta 1926 sus óleos serán deudores del postimpresionismo criollo, en el que militan no pocos de los artistas argentinos de la época. Después de esos años de plein air, en los paisajes ribereños de Quilmes y la Isla Maciel, Lacámera se irá adentrando de a poco en lo más recóndito de su taller. Los motivos de sus cuadros se irán ciñendo a lo estricto, hasta lograr que el contenido y lujoso cromatismo de una sola flor sostenida por la transparencia del vaso que le sirve de florero, sea excusa necesaria. Cada tanto habrá alguna vista del Riachuelo enmarcada en las ventanas de su estudio, pero lo fundamental de su imaginería es aquello que alcanza a visualizar desde el borde de su caballete.
Lacámera es un personaje taciturno que busca refugio en la intimidad de los suyos para pintar, para crecer como persona y como artista. Pero el destino se encargará de torcer aquella rutina familiar con la muerte de Catalina, su compañera. El efecto de esta pérdida después se verá en su arte.
Hasta 1939 la paleta se mantiene alta y las ventanas del estudio están abiertas de par en par hacia la vista de la Vuelta de Rocha.
El aislamiento que le origina su personalidad, no es un obstáculo que le impida difundir y acercar la cultura a su barrio. En 1940 funda la Agrupación Gente de Arte y Letras "Impulso" de la que será presidente vitalicio. Cuando empieza su viraje hacia el recogimiento y la más absoluta intimidad parece que las persianas que dan a la Vuelta de Rocha se cierran, acto que denota un cambio en su paleta, que se vuelve penumbrosa, quedando prácticamente resumida a tierras, ocres y grises.
En ese sondeo de lo esencial, indaga en los contraluces de los paisajes del puerto y la luz que se filtra a través de las celosías y las cortinas de su taller. En "Interior", de 1940, la brisa infla una cortina. Aquí no es sólo el hecho fáctico, en el que reverbera la atmósfera de cierto cuadro de Edward Hopper, ni tampoco esa afinidad en la elección de temas; el asunto pasa por la transformación de un suceso banal en algo trascendente. Esta cortina que se hunde hacia el fondo del estudio, contradiciendo su misión de cancelar la claridad, la anima la necesidad de alzarse para que la luz delinee el ámbito sombrío del taller.
Esos interiores con una ventana o una puerta entreabierta, que deja adivinar el mundo exterior, son un campo de experimentación que el artista no dejará de practicar hasta el final de sus días.
En otro "Interior", de 1947, lleva al extremo su programa introspectivo. Una persiana cerrada, que deja presentir el paisaje que está detrás, subraya la distancia entre el devenir histórico y la brevedad personal; pero esa persiana, al no interrumpir totalmente la luz, crea una penumbra donde las sombras borran sutilmente los detalles, permitiendo divisar un armario, vislumbrar un banquito, una mesa con una silla y una maceta con malvones. Todos objetos cotidianos que destilan la dulce nostalgia de un prodigioso atardecer.
Cuando trabaja con el paisaje de La Boca, define las formas recurriendo al claroscuro. En el tríptico "Contraluz" de 1942, un panorama del puerto está construido con planos de grises, ocres y tierras; si aguzamos la vista tendremos la evidencia que bajo el trasegado de pinceladas se descifra, como un plus de color, la superficie rojiza del soporte de hardboard. Todo juega a favor en esta composición, hasta el silencioso ascenso del humo de algunas chimeneas, que rompen con su oblicuidad la construcción ortogonal de la marina.
A medida que evolucionan los años 40, no sólo en el color se radicaliza. También la composición y el dibujo se vuelven más esenciales. Como en "Naturaleza muerta con manzanas y ventana" (1942), donde la geometría juega un papel preponderante que acentúa una de las constantes en el arte de Lacámera: el silencio y la soledad. En esta serie de bodegones de composición limpia y clara, la geometría ordena los pocos elementos (unas frutas, papel de diario, un vaso y una flor) que son tratados con gran sencillez; los colores (en varias gamas de grises) son planos y las líneas arquitectónicas sirven para subrayar el carácter metafísico de la obra.
Mientras que en Quinquela el puerto de La Boca aparece como un canto al trabajo, en las imágenes de Lacámera casi no hay gente. Sean interiores o exteriores, ellas están inmersas en el silencio, en un espacio que es real y metafísico a la vez, que comunica al espectador una especie de melancólico extrañamiento.
Lacámera es un lúcido testigo de los cambios que se están operando en la piel de un barrio (que es un paradigma del país) que fue el centro de la esperanza proletaria. Deja entrever, detrás de una profunda soledad, la inclinación por Thanatos que estaba debajo del optimismo de una época que ahora a la distancia miramos con incrédula nostalgia. Por otro lado, pinta un contexto en el que no tenían cabida las rupturas de la abstracción y las inquietudes vanguardistas de la pintura europea. Sin embargo, aunque él no lo supiese, lo que pintaba era un mundo en el que no había salida para tipos como él, donde sus habitantes estaban atrapados en los estrictos límites de la historia. La sucesión de proyectos fracasados, la decrepitud de un capitalismo periférico, que el pesimismo posmoderno ha amasado, cancelando hasta la idea misma de progreso social, están latentes en la atmósfera de esos cuadros deslumbrantes.
Fuente: Revista Ñ
Cuando uno habla de los pintores de La Boca, fuera del hecho folclórico, la mayoría de las veces está invocando un espíritu, o un tipo de artista prácticamente desaparecido. Ese espíritu se sostenía en una actitud casi religiosa hacia el oficio, que se resumía en el hecho de que ellos no vivían de la pintura ni para la pintura. Ellos pintaban para salvarse. Todos tuvieron origen humilde y trabajos acordes y en cierta manera la pintura los "salvó" de la sordidez de una existencia monótona. Uno de ellos, uno de los más grandes, Fortunato Lacámera, está hoy presente en el Museo de La Boca. Es decir que gracias a la Fundación OSDE, con la curaduría de María Teresa Constantin, sesenta de sus cuadros nos muestran un cuerpo de obra de lo más relevante del arte argentino del siglo XX.
Hijo de inmigrantes genoveses, transitó por las diferentes etapas de su existencia como si no hubiera más remedio que hacerlo de esa manera. La muerte de su padre determinó que saliera a trabajar a los once años, como aprendiz de telegrafista en el Ferrocarril del Sud. A los veinticuatro, ya había dejado los telégrafos, las señales y los rieles, por la decoración de paredes "a la italiana", con imitaciones de mármoles, además de aceptar trabajos de pintor de brocha gorda.
Anarquista, por su formación obrera no tuvo la suerte de tener una educación artística formal; recién a los veintidós años, "en lo que queda del día", hace un curso de pintura con Lazzari en el salón de la sociedad Unión de La Boca.
Hasta 1926 sus óleos serán deudores del postimpresionismo criollo, en el que militan no pocos de los artistas argentinos de la época. Después de esos años de plein air, en los paisajes ribereños de Quilmes y la Isla Maciel, Lacámera se irá adentrando de a poco en lo más recóndito de su taller. Los motivos de sus cuadros se irán ciñendo a lo estricto, hasta lograr que el contenido y lujoso cromatismo de una sola flor sostenida por la transparencia del vaso que le sirve de florero, sea excusa necesaria. Cada tanto habrá alguna vista del Riachuelo enmarcada en las ventanas de su estudio, pero lo fundamental de su imaginería es aquello que alcanza a visualizar desde el borde de su caballete.
Lacámera es un personaje taciturno que busca refugio en la intimidad de los suyos para pintar, para crecer como persona y como artista. Pero el destino se encargará de torcer aquella rutina familiar con la muerte de Catalina, su compañera. El efecto de esta pérdida después se verá en su arte.
Hasta 1939 la paleta se mantiene alta y las ventanas del estudio están abiertas de par en par hacia la vista de la Vuelta de Rocha.
El aislamiento que le origina su personalidad, no es un obstáculo que le impida difundir y acercar la cultura a su barrio. En 1940 funda la Agrupación Gente de Arte y Letras "Impulso" de la que será presidente vitalicio. Cuando empieza su viraje hacia el recogimiento y la más absoluta intimidad parece que las persianas que dan a la Vuelta de Rocha se cierran, acto que denota un cambio en su paleta, que se vuelve penumbrosa, quedando prácticamente resumida a tierras, ocres y grises.
En ese sondeo de lo esencial, indaga en los contraluces de los paisajes del puerto y la luz que se filtra a través de las celosías y las cortinas de su taller. En "Interior", de 1940, la brisa infla una cortina. Aquí no es sólo el hecho fáctico, en el que reverbera la atmósfera de cierto cuadro de Edward Hopper, ni tampoco esa afinidad en la elección de temas; el asunto pasa por la transformación de un suceso banal en algo trascendente. Esta cortina que se hunde hacia el fondo del estudio, contradiciendo su misión de cancelar la claridad, la anima la necesidad de alzarse para que la luz delinee el ámbito sombrío del taller.
Esos interiores con una ventana o una puerta entreabierta, que deja adivinar el mundo exterior, son un campo de experimentación que el artista no dejará de practicar hasta el final de sus días.
En otro "Interior", de 1947, lleva al extremo su programa introspectivo. Una persiana cerrada, que deja presentir el paisaje que está detrás, subraya la distancia entre el devenir histórico y la brevedad personal; pero esa persiana, al no interrumpir totalmente la luz, crea una penumbra donde las sombras borran sutilmente los detalles, permitiendo divisar un armario, vislumbrar un banquito, una mesa con una silla y una maceta con malvones. Todos objetos cotidianos que destilan la dulce nostalgia de un prodigioso atardecer.
Cuando trabaja con el paisaje de La Boca, define las formas recurriendo al claroscuro. En el tríptico "Contraluz" de 1942, un panorama del puerto está construido con planos de grises, ocres y tierras; si aguzamos la vista tendremos la evidencia que bajo el trasegado de pinceladas se descifra, como un plus de color, la superficie rojiza del soporte de hardboard. Todo juega a favor en esta composición, hasta el silencioso ascenso del humo de algunas chimeneas, que rompen con su oblicuidad la construcción ortogonal de la marina.
A medida que evolucionan los años 40, no sólo en el color se radicaliza. También la composición y el dibujo se vuelven más esenciales. Como en "Naturaleza muerta con manzanas y ventana" (1942), donde la geometría juega un papel preponderante que acentúa una de las constantes en el arte de Lacámera: el silencio y la soledad. En esta serie de bodegones de composición limpia y clara, la geometría ordena los pocos elementos (unas frutas, papel de diario, un vaso y una flor) que son tratados con gran sencillez; los colores (en varias gamas de grises) son planos y las líneas arquitectónicas sirven para subrayar el carácter metafísico de la obra.
Mientras que en Quinquela el puerto de La Boca aparece como un canto al trabajo, en las imágenes de Lacámera casi no hay gente. Sean interiores o exteriores, ellas están inmersas en el silencio, en un espacio que es real y metafísico a la vez, que comunica al espectador una especie de melancólico extrañamiento.
Lacámera es un lúcido testigo de los cambios que se están operando en la piel de un barrio (que es un paradigma del país) que fue el centro de la esperanza proletaria. Deja entrever, detrás de una profunda soledad, la inclinación por Thanatos que estaba debajo del optimismo de una época que ahora a la distancia miramos con incrédula nostalgia. Por otro lado, pinta un contexto en el que no tenían cabida las rupturas de la abstracción y las inquietudes vanguardistas de la pintura europea. Sin embargo, aunque él no lo supiese, lo que pintaba era un mundo en el que no había salida para tipos como él, donde sus habitantes estaban atrapados en los estrictos límites de la historia. La sucesión de proyectos fracasados, la decrepitud de un capitalismo periférico, que el pesimismo posmoderno ha amasado, cancelando hasta la idea misma de progreso social, están latentes en la atmósfera de esos cuadros deslumbrantes.
Fuente: Revista Ñ
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