Este domingo 4 de octubre, se cumplirán 25 años de la repentina muerte de Osvaldo Terranova. Un gran actor de verdad, capaz de expresar la inocencia más cristalina y de sugerir, a la vez, la oculta veta canallesca del mismo presunto inocente. Así se lo vio en uno de los primeros films de Torre Nilsson, El secuestrador (1958), y ese personaje -un perverso, corrupto guardián de tumbas en un cementerio- le marcó un destino en la pantalla. Aunque le tocase interpretar a un hombre bondadoso y gentil, Terranova, entre los muchos matices de su voz y su máscara, tan flexibles ambas, deslizaba siempre la inquietante posibilidad de un Otro en la sombra. Lo que no le impedía divertirse y divertirnos cuando hacía comedia, con agudo sentido del timing : el don innato -imposible de aprender, porque no se lo puede enseñar- de calcular el tiempo exacto en que hará efecto un gesto, o una réplica.
Había nacido en Villaguay, Entre Ríos, en 1924, e hizo su Conservatorio aquí, en Buenos Aires. Es probable que el público lo recuerde más por sus muchos trabajos en cine: entre otros, en Fin de fiesta, Los siete locos (siempre Torre Nilsson), La Patagonia rebelde. Yo prefiero evocarlo en el escenario, sobre todo en una actuación memorable, magnífica: cuando fue protagonista de He visto a Dios , de De Filippis Novoa, en el San Martín, dirigido por Santangelo, en la temporada 1973. Terranova fue el heredero de los grandes intérpretes del grotesco criollo, en la línea de un Luis Arata. Tenía la sutileza, el don poético de los artistas auténticos, sin perder la gracia de los tipos también auténticamente populares, en los que todos nos reconocemos.
Por pura amistad, estuve muy cerca de él cuando intentó gestionar la encantadora salita del Florida, en la Galería Güemes. Osvaldo estaba empeñado en hacer allí una obra que había visto en su juventud, El plato de madera , con un gran actor judío que tal vez fuera (no lo recuerdo bien) Jacobo Ben Ami; o, quizá, Moisi . También intentó ponerse de acuerdo con el director Roberto Durán para estrenar el último panel de la trilogía de Wesker, Hablo de Jerusalén . Ninguno de los proyectos pudo concretarse, y sospecho que esa fue una de las mayores amarguras de su vida. Hombre de extrema y refinada sensibilidad, con sentido del humor, ocultaba pudorosamente sus angustias bajo la apariencia de una inalterable bonhomía. Casado con la actriz uruguaya Betis Doré, el talento de Osvaldo se prolonga en su hija, la excelente actriz Rita Terranova.
Fuente: La Nación
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