martes, 27 de octubre de 2009

Un drama que llega destemplado

El príncipe de Homburg . De Heinrich von Kleist. Versión y dirección: Oscar Barney Finn. Intérpretes: María Comesaña, Daniel Dibiase, Jorge García Mariño, Pablo Mariuzzi, Mariano Mazzei, Claudio Messina, Esmeralda Mitre, César Repetto, Maximiliano Sarramone. Vestuario: Mini Zuccheri. Escenografía: Raúl Bongiorno. Iluminación: Eli Sirlin. Funciones: viernes y sábados, a las 20. En el Centro Cultural de la Cooperación. Duración: 100 minutos.
Nuestra opinión: regular

El honor, la patria, el deber, el valor son algunos de los enormes temas que toca esta obra de Heinrich von Kleist, de la que el director Oscar Barney Finn se hizo eco. Arthur es, además de príncipe de Homburg, un general de caballería que, frente a una batalla, debe obedecer las órdenes de su superior. El amor, la rebeldía y también una mirada lúcida sobre los acontecimientos lo hacen actuar contrariando esas órdenes, lo que, paradójicamente, convierte una segura derrota en una gran victoria, y a él, en héroe. Pero Arthur ha desobedecido al Gran Elector y merece un castigo: la pena de muerte.

El fuerte contraste entre estos dos extremos ponen al joven Arthur en el dilema de implorar por su vida o respetar el cumplimiento de la ley. Mariano Mazzei, el protagonista, juega con convicción este dilema, pero hay algo en las palabras, en los textos, que lo supera -les sucede a él y a todo el elenco- ya que se perciben demasiado grandilocuentes e inalcanzables. Así y todo, Mazzei y Esmeralda Mitre son los que consiguen mayor organicidad en un texto difícil.

Solemne y lejano

Ese es el principal problema de esta propuesta; el texto llega frío y destemplado, más allá de la música, que intenta acentuar el dramatismo. Los tonos que encuentran los actores -sin duda, a partir de la marcación del director- son extremadamente solemnes y lejanos. En muy pocas ocasiones, algo de lo que pasa sobre el escenario conmueve de verdad al espectador, un problema si se tiene en cuenta que lo que sucede allí es un verdadero drama para esos personajes.

En ese marco, Barney Finn trata de equilibrar toda la rimbombancia de las palabras con una puesta minimalista desde la escenografía, el vestuario y la iluminación. Una plataforma inclinada, ubicada en el centro del escenario, se transforma sucesivamente en patio del castillo, retaguardia del campo de batalla, celda, salón; lo que obliga a los actores a enfrentar innumerables cantidades de entradas y salidas, que se tornan innecesarias.

Verónica Pagés
Fuente: LA NACION

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