sábado, 1 de mayo de 2010

La ley de mecenazgo porteña

Flora Etcheverry

La ley de mecenazgo había creado expectativa en algunos sectores de la cultura que creemos que ella podría contribuir a aunar esfuerzos públicos y privados para aumentar la creación de bienes culturales y promover un acceso más amplio y democrático a su producción y recepción.

Dicha ley le permite, a cualquier particular o empresa que pague Ingresos Brutos en la Ciudad, destinar un porcentaje de sus aportes anuales a un proyecto cultural, y esto le resulta al contribuyente totalmente gratis.

En Brasil, por ejemplo, la ley de mecenazgo ha convertido a las industrias culturales en el segundo producto de exportación de cara al Mercosur, ha creado miles de puestos de trabajo y ha multiplicado en poco tiempo el nivel de inversión privada en la cultura.

Esta ley de la Ciudad de Buenos Aires fue aprobada a fines del año 2006, pero recién en noviembre de 2008 Mauricio Macri anunció que se pondría en marcha. En aquel entonces, el diputado Herrera Bravo afirmó que se trataba de una “ley inclusiva que beneficia a artistas, artesanos, estudiantes y docentes, estableciendo un sencillo mecanismo para acceder al financiamiento de sus proyectos culturales”. Y Michetti la definió como una “norma innovadora y transparente”.

Lamentablemente, nada salió como se dijo. Tras el anuncio, el Ministerio de Cultura tardó seis meses en abrir la primera convocatoria, y canceló las dos siguientes que había publicitado. Sumado a ello, de los 342 proyectos que se presentaron en la única llamada, 174 recibieron en agosto de 2009 un dictamen favorable por parte del Consejo evaluador, pero luego quedaron demorados en el ministerio, que debía expedirse en quince días y sin embargo los retuvo durante meses.

Uno de los miembros del Consejo, Facundo de Almeida, decidió valientemente recurrir a la Justicia para que se destrabaran; y denunció que, además de las demoras, 47 de los proyectos que habían aprobado no fueron incluidos por el ministerio; lo cual es una clara violación a la ley, que dice que el Consejo es el único que debe evaluar y aprobar los proyectos. Según Almeida, existe en la Argentina el problema de que los funcionarios siempre quieren ser ellos los que tengan la última palabra, definiendo qué se financia y qué no (incluso cuando, como en este caso, el dinero que tiene que ir a los artistas no es del gobierno sino que procede de fondos privados). Y así, los que obtienen financiamiento seguro suelen ser los artistas de renombre que mantienen relaciones personales con funcionarios de turno.

Curiosamente, de los 174 proyectos aprobados, sólo un pequeño grupo ha logrado hasta la fecha reunir los fondos que les estipulan como mínimo para poder tocar la cuenta que les hicieron abrir en el Banco Ciudad para empezar a funcionar (deben reunir el 80 por ciento del total solicitado). Y se destaca el hecho de que unos cuantos de esos proyectos pertenecen a instituciones públicas, como asociaciones de amigos de teatros y museos, que dependen del propio gobierno porteño. De este modo, uno de los riesgos que se corren es que esta ley se termine utilizando en gran parte para tapar ciertos huecos en la financiación pública de este tipo de instituciones (y conseguir, por ejemplo, que los “mecenas” financien una obra de infraestructura en un teatro público), desvirtuando por completo el impulso democratizador de la ley de mecenazgo, rebajándola a ser un mecanismo más de financiamiento de la política cultural oficial.

Se esperaba que esta ley contribuyera no a mejorar las condiciones de los que ya recibían aportes, sino más bien a posibilitar que una mayor cantidad de artistas y entidades culturales pudiesen acceder a fondos privados, y que también surgieran nuevos “mecenas”, pequeños y medianos.

Por ahora nada de esto se ha visto reflejado en la práctica. Los artistas independientes que han tenido la suerte de que aprobaran su proyecto, que han llegado a recibir una resolución firmada por el Ministerio de Cultura y han abierto en el Banco Ciudad una cuenta (que caduca si en dos años no encuentran sus “mecenas”), no saben cómo hacer para conseguir los aportes ni cómo contactarse con los posibles contribuyentes.

Para colmo, el Ministerio de Cultura se ha negado a cumplir con el artículo 4º de la ley, que exige hacer público el listado de contribuyentes que hayan manifestado su voluntad de aportar. Es decir, se han negado a una forma elemental de democratizar el sistema, complicándoles las cosas a todos aquellos que no disponen de contactos fluidos con grandes contribuyentes de Ingresos Brutos.

Pero además, ¿no sería más lógico que sea el gobierno de la Ciudad el que difunda esta ley entre los contribuyentes y les explique el mecanismo, para que no tengan que ser los artistas los que deben ir a golpearles la puerta, contarles cómo funciona y convencerlos de hacer el aporte. ¿Tendrá el artista que salir a mendigar por empresas petroleras y quioscos de barrio para que no le den de baja su proyecto? Qué tristeza…

Si la ley no comienza a funcionar mejor quedará confirmado lo que ya sospechamos, a saber, que muchos dirigentes políticos siguen viendo a la cultura como un evento para adornar su gestión y no como una genuina necesidad de los ciudadanos a los que deberían estar representando.

Fuente: Crítica

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