A treinta metros del piso, suspendida en el aire, con el pelo largo y revestida con la bandera celeste y blanca, obligando a miles a torcer la nuca y mirarla de frente, agitando los brazos, sonriente, humana; allí estaba la República, marcando el fin de fiesta del Bicentenario.
Tan humana que necesitó un reemplazo (fueron dos las bailarinas que la representaron) y un arnés para sobrevolar a los centenares de personas que siguieron su procesión, la República como figura, como ícono y como ideal, bailaba animada por los tambores y avivada por la multitud. Una silueta tridimensional que sobrevoló el espectáculo y unió a tantos argentinos que fueron sin carteles políticos ni pruritos de clase.
Una figura castigada que, erguida sobre la multitud y, en femenino (porque tantas podrían haber sido sus representaciones, tan fálico su dibujo en el mapa que todos conocemos), abrazó a todos y todas los que decidieron que estaba bien estar ahí, que era bueno recordar, sin exitismo ni idealización, con solidaridad, autocrítica y reflexión, este pasado tan joven (como la mujer que la representó) pero tan intenso.
La construcción del ser nacional, ese tópico tan visitado por intelectuales e historiadores argentinos en estos 200 años, tuvo en los festejos del Bicentenario un capítulo nuevo y revitalizante, tal vez el ensayo de una respuesta diferente. El Centenario había tenido la marca registrada de la Argentina como granero del mundo, aun con las tenazas de una crisis que empezaba a amenazar el famoso “tirar manteca al techo”. Pero el siglo XX pegó fuerte en nuestro ego de cristal, el Yo argentino que tanto nos representa en el mundo pero que, castigado por una larga sucesión de dictaduras y democracias, se labró de capa caída refugiando sus alegrías de multitud en el fútbol y, el orgullo, en sus talentos inidividuales. La argentinidad, esa pregunta siempre abierta, mostró una de sus nuevas caras, despertando a la modorra que puede suponer un comienzo tormentoso.
Fue el grupo experimental Fuerza Bruta, con un guión de diecinueve episodios fundamentales de estos doscientos años, el que acertó con el espíritu generalizado eligiendo con inteligencia los cuadros del despliegue: los pueblos originarios que subían y bajaban bailando sobre elevadores, los inmigrantes que llenaban un enorme barco coronado por una sirena cantora, los truenos que marcaban como latigazos nuestro pasado reciente en la carroza que representaba la última dictadura, las heladeras Siam que, lisérgicas, flotaban en el aire y venían a contar ese capítulo tan definitivo como fue el peronismo.
Fuente: Página 12
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