En la apertura de la temporada lírica, la puesta de Hugo de Ana y la dirección musical de Stefano Ranzani confluyeron en un espectáculo de gran nivel. La elección de la ópera de Puccini, una de las piedras basales del repertorio, refleja también una postura ideológica.
Por Diego Fischerman
La programación, y en particular la apertura de una temporada, es la firma del director de un teatro. Que el título inaugural del Colón reabierto sea La Bohème podrá ser discutido o no, pero responde, sin duda, a una decisión. Optar por el título más representado de la historia y por una de las piedras basales del repertorio operístico significa situar al Colón en un determinado lugar. No se trata de falta de imaginación, sino de ideología. Y cuando se lo hace, como en este caso, con el nivel al que esa reivindicación de la historia y la tradición obligan, esa elección, por más controvertida que pueda resultar, aparece dotada de coherencia. El Colón quiso mostrar que seguía siendo el de antes. Y, sin duda, lo logró.
También la apertura de una ópera es una firma. Allí, en lo que se verá cuando el telón se descorra, se asienta gran parte de la concepción del puestista. Se trata de esas primeras impresiones que suelen determinar amores u odios. Y en ese sentido, ese corte longitudinal de una buhardilla, casi un tinglado abierto en el medio de los techos de París, y esa presencia casi dolorosa del cielo, con sus chimeneas humeantes, definen desde el primer momento, en esta rigurosa e imaginativa puesta de Hugo de Ana, las coordenadas de un espectáculo de gran nivel. El otro elemento que, desde el comienzo, fijó la cota de medida en un punto bastante alto (y bastante más alto que antes, a decir verdad) fue la orquesta, flexible en el fraseo, rica en matices, pareja en las distintas filas, excelente en los solos –violín y flauta, sobre todo– y dirigida con exactitud rítmica y expresividad por el milanés Stefano Ranzani que, entre otras cosas, abrió la última temporada operística del Met de Nueva York.
Una Virginia Tola más que correcta, aunque lejos de su mejor nivel y falta, en general –salvo en el tercer acto–, de verdadera calidez, y un Marius Manea que, sin descollar, se mostró seguro en los agudos, con bello timbre y buena afinación, compusieron una pareja central sumamente digna, a la que se agregó el excelente Marcello de Marco Caria. Nicole Cabell compuso una Musetta más bien plana, con buen volumen aunque timbre demasiado metálico y el grupo de los amigos bohemios fue homogéneo, aunque el bajo Denis Sedov, como Colline, mostró serias dificultades en la afinación del registro más grave. El coro, con cierta tendencia ya endémica al grito, colaboró con justeza, no obstante, a un segundo acto, donde en el medio del abigarramiento se dio preeminencia a la espectacularidad por sobre la sutileza y la delimitación de planos dramáticos. También en este caso se podrá o no estar de acuerdo con el concepto, pero resulta claro que el objetivo buscado se logró con creces. En esa confluencia en escena de solistas, coros y figurantes, más una escenografía que incluía dos automóviles de comienzos del siglo XX, pudo medirse, en definitiva, gran parte del poderío del Colón como teatro.
De Ana, con buen criterio, adelantó la trama unos setenta años. Nada del libreto sufre y, por el contrario, ese París de 1910 resulta bastante más cercano en el imaginario colectivo que el de la primera mitad del siglo XIX. Al fin y al cabo, la vida de los bohemios continuaba entonces tan precaria como otrora y la tuberculosis seguía siendo tan mortal –y tan romántica– como antes. Si en el primer y en el cuarto acto, los techos y los cielos son protagonistas, el segundo y el tercero resultan más convencionales, aunque no por ello menos eficaces. La feria y el café Momus del segundo son un tour de force y la nieve cayendo en la cruda intemperie del tercero, aunque previsible, aparece llena de magia. La iluminación precisa y un vestuario realista y sugerente –también responsabilidad de De Ana– completan el efecto. Pero en esta reapertura, además de la obra y de sus intérpretes, había otro protagonista. El propio teatro, cerrado durante tres años, volvía a funcionar. Obviamente, nada de lo que quedó detrás del escenario pudo observarse. Pero los resultados visibles (y audibles) en la sala fueron óptimos, comenzando por su milagrosa acústica. Llama la atención, sin embargo, el ruido infernal del pistón giratorio en los preparativos del segundo acto (¿es que cien millones de dólares no alcanzaron para un frasquito de lubricante?), el reventón de una bombita eléctrica del decorado –lo que hace presumir más de un cable pelado por esa zona– y un mecanismo de cierre del telón que, en el final de la obra, se negó a efectuar aquello que se esperaba de él.
9-LA BOHEME
Opera de Giacomo Puccini sobre libreto de Illica y Giacosa basado en Murger.
Dirección musical: Stefano Ranzani.
Dirección de escena, diseño de escenografía, vestuario e iluminación: Hugo de Ana.
Dirección del Coro: Antonio Domenighini.
Dirección del Coro de Niños: Valdo Sciammarella.
Orquesta y Coro Estables y Coro de Niños del Teatro Colón
Elenco: Virginia Tola, Marius Manea, Marco Caria, Nicole Cabell, Omar Carrión, Denis Sedov, Fernando Grassi, Leonardo Estévez, Ricardo Casinelli, Leandro Sosa y Sebastián Angulegui.
Teatro Colón: Viernes 28.
Fuente: Página 12
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