TEATRO › LA GRAN MAGIA, DE EDUARDO DE FILIPPO, EN VERSION DE DANIEL SUAREZ MARZAL
Una creativa puesta confirma la calidad del texto del dramaturgo napolitano, que da cuenta de los artificios de una clase acomodada y de otra que emplea todo tipo de argucias para sobrevivir. La pieza expone a desplazados sociales y sentimentales.
Por Hilda Cabrera
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LA GRAN MAGIA
De Eduardo De Filippo (1900-1984)
Traducción de Daniel Suárez Marzal
Músico en escena: Luis Longhi (bandoneón).
Escenografía: Jorge Ferrari.
Vestuario: Renata Schussheim.
Iluminación: Manuel Garrido.
Coreografía: Gustavo Lesgart.
Arreglos musicales: Federico Mizrahi.
Dirección: Daniel Suárez Marzal.
Lugar: Teatro Presidente Alvear, Av. Corrientes 1659 (0800-333-5254). Funciones: miércoles a sábado a las 21 y domingos a las 19.30. Entradas: platea 45 pesos; alta, 30, tertulia, 15. Los miércoles, platea y platea alta, 25 pesos y tertulia, 10 pesos. Duración: 100 minutos.
Observador minucioso de las situaciones que delatan un deterioro social, el actor y dramaturgo napolitano Eduardo De Filippo da en esta obra testimonio vivo de una clase acomodada y de otra que emplea todo tipo de argucias para sobrevivir. El mago Otto pertenece a esta última. Sus trucos son tan simples que llevan al espectador a preguntarse qué clase de procesos se producen en la mente para asimilar tanta impostura. Siguiendo las indicaciones del texto, la puesta de Daniel Suárez Marzal revela el artificio de la rutina del sarcófago, cuya tapa se abre de cara al público. Una rebeldía a los códigos que pone en entredicho la ficción teatral y la magia. Otto tiene fama de atrapar a su auditorio, acaso por su habilidad para provocar la sensación de peligro personal, o por su sagacidad para elaborar un discurso totalizador partiendo de un detalle o una circunstancia mínima. Su estrategia es la correcta, siempre que se acepte que la verdad no existe fuera de la conciencia. Veloz para inventar argucias ante los imprevistos, se diferencia de aquellos a los que busca enredar. Estos son, en principio, los veraneantes de un lujoso hotel de la costa napolitana; gente dispuesta al chisme y a las conversaciones banales. La excepción es Calogero Di Spelta, quien, tieso en su traje, callado y vigilante, cela a su mujer, exigiéndole una fidelidad sin sustancia. Una característica de las comedias de época, donde los equívocos familiares constituyen el centro. Calogero es un fracasado en el amor, situación que lo ubica entre los desplazados sentimentales y lo convierte en candidato a romper la máscara que lo retrata impávido frente a cualquier chanza.
El Otto captado con inventiva por el actor Víctor Laplace concentra todas las picardías y es en este aspecto la contracara del vulnerable Calogero que interpreta Gustavo Garzón. El mago elude el hecho conflictivo o lo ataca con artilugios, y es quien sin proponérselo despierta en el engañado la idea de que puede crear su propio imaginario, un mundo ilusorio que –según el entramado social y sentimental en el que se halle cada cual– se relaciona con la conquista de la libertad personal. Es así que frente a una realidad cambiante, donde Otto saca beneficio del estado de distracción de los otros, Calogero, en plena crisis de identidad, descubre “la gran magia”, que en su caso es apropiarse de su ficción y de su vida y transformarse tomando como guía la ilusión, “dulce quimera”, como la calificó, entre otros, el director italiano Giorgio Strehler, cuando en 1984 estrenó esta obra en su Teatro Piccolo de Milán.
En ese juego de realidades e ilusiones siempre en movimiento se descubre el fondo sombrío y a la vez humorístico de esta obra. Humorístico en el sentido de resolución de un acto reflexivo y no de un disparate. Las oposiciones entre los dos personajes, pilares de La gran magia, no implica definir al perceptivo Otto como personalidad monolítica. Su astucia para derribar convenciones choca con su dependencia: necesita de la ayuda de sus compinches y básicamente de su mujer, Zaira, talentosa para armar una cena de la nada y frontal en las discusiones, papel que en esta versión desempeña entre explosiones de energía la actriz Karina K. Ella es quien canta la canción y los tangos que a modo de intermedio musical permiten el cambio de ambientación. Canta Balocchi e profumi, del poeta, escritor y músico E. A. Mario (seudónimo), autor de la famosa Santa Lucía; Tango della gelosía, de Mascheroni y Mendes, y Tango della malavita, de Marf.
Esta dependencia de lo femenino abarca al marido engañado. La esposa de Calogero (Sandra Ballesteros) participa sin vacilar de la estrategia que el amante solicita a Otto para escapar con ella del hotel, en una secuencia de vodevil popular. Al igual que Zaira, la mujer sabe qué quiere, pero no rompe su frustrada relación matrimonial. De Filippo –quien poco antes de su muerte, en 1984, fue homenajeado por el realizador Luigi Comencinni, convocándolo para un breve papel en la película Corazón– transparenta la desarmonía de las relaciones de manera que el espectador pueda fantasear sobre qué está sucediendo en el interior del parco Calogero y cuál será su reacción ante el embuste del mago o la burla de los veraneantes, semejantes a figurines de época. Este es el efecto que producen las escenas del primer cuadro, elaboradas con arte desde el diseño escenográfico, las luces, la coreografía y el vestuario. Un alarde pictórico que adquiere otro tono cuando la acción pasa del Hotel Metropol a la casa de Otto (cuadro que desarrolla una épica del individuo que vive al margen) y al interior de la residencia del acaudalado Calogero.
Fuente: Página 12
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