Aunque el San Martín no está pasando por su mejor momento, el cuerpo de baile que dirige Mauricio Wainrot sigue ofreciendo espectáculos de calidad. En el primer programa de la temporada, subieron a escena dos reposiciones de su director, muy distintas entre sí.
Por Alina Mazzaferro
En pleno Bicentenario, cuando la Ciudad ha destinado buena parte de sus recursos a hacer que el Colón vuelva a brillar y mientras todas las miradas se centran en él, pocos se acuerdan del Teatro San Martín, que cual hermano menor, ha sido hecho a un lado de la fiesta (a pesar de que, hay que recordarlo, él también cumple su aniversario: sus primeros cincuenta años). Luego del bochornoso alquiler de este teatro público para usos privados que fue denunciado por Página/12 –el cumpleaños del empresario Andrés Von Buch el pasado 2 de mayo, quien donó ochenta mil dólares para usar las instalaciones– y de la renuncia de su director histórico, Kive Staiff, el Ballet Contemporáneo estrena su primer programa, una vez más muy tarde, cuando ya hace un frío casi invernal. No hay que asombrarse si la presentación cuenta con dos reposiciones de su director, Mauricio Wainrot, que si bien son obras bellas y merecen ser montadas, dan cuenta de que a medida de que el presupuesto de este recinto oficial se va reduciendo, los coreógrafos invitados son cada vez menos.
Aun así, Wainrot hace lo que puede. Y para él, hacer lo que se puede implica siempre ofrecer un espectáculo de calidad, con gran despliegue coreográfico y toda la compañía trabajando en escena. Eso significa que los veinticinco bailarines que conforman este ballet son imprescindibles; no hay divisiones entre los que se lucen y “el relleno”. Aquí todos trabajan a la par y cada año hay audiciones para que el cuerpo de baile se mantenga joven y nadie se duerma en los laureles. Su director confía en el equipo, tanto que se ha animado a reponer Carmina Burana, una de sus obras más brillantes pero también más difíciles (priman los números grupales, con más de veinte personas bailando al unísono durante una hora). Y se ha animado a hacerlo en el primer programa, cuando varios de los bailarines, los recientemente integrados a la compañía, se suben por primera vez a ese escenario. Con excepción de unos pocos detalles de desincronización atribuibles a los nervios de la primera vez, todos ellos, orgullosos de pertenecer al ballet más prestigioso del país, no defraudan a su director.
El espectáculo estrenado constó de dos partes: en primer lugar, un solo de diez minutos llamado Alina, al que Wainrot calificó en el programa de mano de “verdadera rareza en mi carrera”, teniendo en cuenta que él es el gran amante de las obras largas y de los números grupales. Confiesa que creó esta pieza para Emilia Rubio, una ex integrante del Ballet Contemporáneo. Ahora es Elizabeth Rodríguez quien la interpreta. Hasta el año pasado, Rodríguez, que formaba parte del cuerpo estable, era una de las intérpretes más antiguas. Lánguida, ultradelgada, se destacaba por ser la menos “contemporánea”, con líneas más cercanas al clásico, un estilo lírico y súper liviana, sin ese peso específico de las nuevas generaciones de la danza contemporánea. Rodríguez construyó una Alina a veces temperamental, a veces ingenua. Curiosa, arrebatada. Y bella, como la música de Arvo Pärt que lleva su nombre.
A continuación, fue el turno para que se lucieran los números de conjunto. La versión de Wainrot de Carmina Burana, la cantata escénica de Carl Orff, fue creada para el Royal Ballet de Flandes en 1998. Llegó a Buenos Aires en 2001, cuando el coreógrafo la montó con su compañía argentina. Wainrot respetó las cinco escenas de la obra musical, aunque no se aferró a los textos originales. El primer número, “Fortuna Imperatrix Mundi”, es el musicalmente más conocido, ese que usan los programas televisivos de Discovery o History Channel cuando muestran algo imponente para poner la piel de gallina. La obra de Wainrot no cae en los típicos clisés y, sin embargo, su apertura y cierre producen el mismo escalofrío. Una veintena de bailarines con los torsos al descubierto y amplias faldas acampanadas se mueven con fuerza y vigor. Este cuerpo de baile arrogante y estridente se transformará en “Primo Vere”, el segundo cuadro, en uno más dócil y juguetón. A continuación, el mundo cálido, de formas y colores claros, se oscurece en “In Taberna”, cuando nuevamente aparecen los movimientos rígidos, la frialdad y la soberbia. La fluidez regresará con “Cour d’Amour” y los cuerpos perfectamente esculpidos se entrelazarán para danzarle al amor.
Cada una de las partes es bella de una manera distinta, aunque hay una belleza común que las hermana, que se vincula con el propósito mismo de la obra: la belleza de danzar el canto lírico. Se destaca especialmente el dúo de Sol Rourich y Leonardo Otárola, aunque toda la compañía se lleva el gran aplauso. Porque si algo caracteriza al Carmina Burana de Wainrot es que no da descanso al cuerpo de baile. De principio a fin, las series dificilísimas son sucedidas por otras aún más complejas. Piruetas, saltos y levantadas combinadas de un sinfín de maneras, interpretadas por más de veinte personas al unísono, dan cuenta de que esta compañía sigue siendo la misma, la más preparada de todas, a pesar de que el San Martín no esté pasando por su mejor momento.
9-ALINA Y CARMINA BURANA
Por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín
Coreografía y dirección: Mauricio Wainrot
Lugar: Sala Martín Coronado del Teatro San Martín (Corrientes 1530).
Fuente: Página 12
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