Durante dos horas y media, la compañía de origen canadiense y hoy una maquinaria a escala global deslumbró al público que llegó hasta Vicente López. La puesta propone, más allá de la estructura narrativa, un clima poético visual como elemento de conexión.
Por Karina Micheletto
Imagen: Alejandro Elías
Un transeúnte anónimo, uno cualquiera, es la referencia que acerca en latín el título del espectáculo que el Cirque du Soleil ha traído a Buenos Aires. Apenas la excusa para abrir las puertas del arte del circo contemporáneo más prestigioso del mundo, hecho de proezas humanas en diferentes disciplinas, apuntaladas por puestas deslumbrantes. Quidam, estrenado originalmente en Montreal en 1996, y una de las patas de la maquinaria a escala planetaria de esta compañía que ya no es de Quebec, sino del mundo, llega a la Argentina a traer lo suyo: un arte hecho por unos pocos, dadas las increíbles condiciones de los artistas, dirigido también a unos pocos, dados los costos de las entradas.
Difícil encontrar las palabras para describir la deslumbrante secuencia en la que, durante dos horas y media –con un intervalo de media hora en el medio–, los integrantes del Cirque du Soleil despliegan las artes de todas las formas de las acrobacias, los malabares y el equilibrio, la gimnasia rítmica y artística, las contorsiones, el clown, el teatro. Con el mundo onírico de una niña como punto de partida narrativo, se irán sucediendo, casi sin respiro –o mejor, dicho, con el exacto contrapeso de climas, puntos dramáticos, desahogos de carcajadas, tensiones y distensiones–, los núcleos de este Quidam.
Pueden ser las chinitas con los diábolos, un cuadro que se repite en los espectáculos del Cirque. O las posibilidades de los cuerpos con los aros, las cuerdas, la soga, las telas, las pelotas. Las torres humanas, los vuelos cruzados por el aire. El equilibrio, la fuerza, la elasticidad, la preción. De todos esos elementos está hecho el espectáculo, en una puesta teatral que propone, más que la continuidad de una estructura narrativa, cierto clima poético visual como elemento de conexión.
Todo transcurre en tres niveles. Está el nivel del piso, el de la pista central de la carpa. Está también el aire, donde el riesgo se asume sin red. Y está ese submundo por el que cada tanto aparece algo o alguien por una suerte de escotilla, y por el que además llega la luz de otras de estas conexiones, misteriosas. La pista central, además, gira en distintos niveles. Desde el fondo de escena, una banda integrada por seis músicos más un cantante, integrados a la puesta, proponen elementos de distintos folklores del mundo.
El personaje que oficia de hilo conductor para el “pasen y sientan” al que invita el circo contemporáneo es el de esta niña que escapa de la rutina doméstica y que en su viaje entrará en el mundo del “hombre sin cabeza”. Desde este punto de vista, el de un niño, se resignifican las mil y una maneras de saltar a la soga o los usos de la patineta. Una de las estrellas de este circo es un argentino –marplatense, para más datos–. Toto Castiñeiras es el clown que tiene a su cargo dos segmentos centrales, basados en la participación del público y sostenidos por sus eficaces recursos actorales.
Al final de tanto despliegue, queda claro en uno de los cuadros más impactantes del show que si hay una idea que subyace a la concepción del espectáculo es la del circo como manifestación artística del cuerpo. Un hombre y una mujer desafiando las leyes de la física y de la capacidad muscular, en una escena en la que se entrelazan de manera realmente sorprendente, delimitan uno de los grandes momentos generadores de la exclamación de sorpresa de Quidam.
Fuente: Página 12
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