Hace 25 años, Tato Pavlovsky estrenó una obra escrita e interpretada por él que resultó un fracaso de público pero que se convirtió en un clásico instantáneo del teatro argentino. Ahora, no sólo la efemérides justifica su regreso a los escenarios, cuando ya es una pieza consagrada y reconocida, sino la elocuente actualidad de su tema y del modo en que interpela al presente con la historia de un apropiador de bebés durante la última dictadura.
Por Mercedes Halfon
Eduardo Pavlovsky definió a Potestad como una pieza de “realismo exasperante”. Nada más exasperante que la realidad y nada más real que el teatro cuando lo que intenta es una verdad en sus propios términos. Potestad se estrenó en 1985, dos años después de la llegada de la democracia y el mismo año que La historia oficial; sin embargo su recepción fue casi la opuesta. La película de Puenzo obtuvo un Oscar, y la obra de Pavlovsky, apenas un puñado de espectadores durante el escaso mes de funciones que estuvo en cartel. Pese a todo, Potestad es un clásico. Y no uno obligado, uno de esos necesarios documentos de época. Es uno de esos clásicos que siguen hablando al presente, que no paran con su verborragia exasperante, su lucidez premonitoria de teatro y realidad. Potestad habla más que nunca hoy, a veinticinco años de su estreno, y sigue llenando salas, aunque éste sea el detalle menos importante.
Potestad se fue modificando junto a su creador, Eduardo Pavlovsky. Se trata de una obra de su madurez, escrita cuando él ya tenía más de cincuenta años y su visión del arte –en el cruce de la política, el psicoanálisis y el teatro– estaba configurada. Tato peina muchas más canas hoy que en ese entonces, y esto es justo para Potestad, que empieza hablando precisamente sobre la vejez. Un matrimonio mayor pasa un sábado a la tarde junto a su hija que estudia Historia. No es un sábado tranquilo en la mente del protagonista, siempre alerta a cualquier signo que podría sacarlo de su endeble estabilidad. Y algo pasa: suena el timbre y entra un hombre bello y aristocrático que se lleva a su hija. Nos apiadamos de este hombre débil y atormentado. Comprendemos sus inseguridades y nos afectan. Tarde caemos en la cuenta de que el recién llegado no es alguien que arrebata a una joven comprometida del seno familiar, sino alguien que viene a llevársela para restituirla a su verdadera familia.
No hay que perder de vista que el estreno fue en 1985. Potestad habló sobre la apropiación de niños durante la dictadura mucho antes de que este tema se convirtiera en parte de la agenda del país. Su primera temporada fue en mayo del ‘85, en la sala del Viejo Palermo y con Norman Briski en la dirección. Pavlovsky ha contado que esa primera versión duraba treinta y cinco minutos, que el texto había sido escrito en tres horas y que el estreno pasó prácticamente inadvertido. Pero algo se cocinaba dentro de esa puesta, porque Pavlovsky decidió reponerla en el teatro El Ciudadano, aun cuando Briski ya se había alejado de la dirección, alegando que el espectáculo “ya había cumplido su cometido”. En la primera función nuevamente el fracaso de público: sólo cuatro amigos. En el prólogo a la edición del texto por Atuel, Pavlovsky lo cuenta así: “Todos habíamos bebido esperando impacientemente algún espectador. A las 22.30 resolví subir al escenario. Improvisé. Agregué frases al texto, cambié el estilo de la actuación. Pluridimensioné las siete funciones anteriores. Me dediqué a investigar el subtexto de cada palabra dicha, en cada silencio encontré nuevos textos de dolor, un nuevo ritmo actoral se me imponía, un nuevo ritual de la desesperación apareció en escena. Una nueva máscara de la tortura. La más fina. La más delicada”. La función duró sesenta y cinco minutos, y ésa es la versión que ya junto con Susana Evans se vio en Río de Janeiro, Cádiz, Montevideo, Los Angeles, Londres, La Habana, Montreal, y hoy nuevamente en Buenos Aires. Un clásico ambiguo, complejo, la canción del dolor que se balbucea en cada función y que sigue siendo un misterio.
Tal vez una de las claves de Potestad sea que el proceso de reconocimiento que se produce en la obra no sucede en uno de los protagonistas –como pasaba en La historia oficial– sino que tienen que hacerlo quienes miran. La obra pone el sentido muy adelante, muy lejos de la resolución de los conflictos. Es por esto que el quiebre no sucede durante la obra, sino fuera de ella. El protagonista es un represor, un médico apropiador de niños, pero que no se parece en nada al monstruo tan temido y representado de la Dictadura. El personaje que construye Pavlovsky es encantador, podría ser hasta el antagonista del perverso Héctor Alterio de La historia oficial. No tiene nada que ver incluso con los represores que Pavlovsky había escrito antes, como los de El señor Galíndez. El explicó: “El represor se nos aparece cada vez más sofisticado, más científico, más ‘ambiguo’. Se acabó la época de los matones a sueldo, de los psicópatas de la tortura, llegó la de los ideólogos, de los filósofos de la libertad”. Con esto nos encontramos en la obra y nos encontraremos siempre. Las máscaras de la represión podrán cambiar, las visiones sobre los ‘70 en Argentina podrán dar su enésima vuelta de tuerca, y sin embargo Potestad va a seguir acertando. Ver actuar a Pavlovsky, su cuerpo enorme y hecho para la escena sigue impactando, trayéndonos al presente en el que los represores también envejecen, los enemigos no son tan reconocibles, haciendo carne la política, haciendo puro teatro.
Fuente: Página 12
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