La coreógrafa creó el Programa Danza y Políticas, un ciclo que conecta a coreógrafos con intelectuales y con problemáticas sociales y, en ese contexto, dio forma a un espectáculo inquietante sobre la dificultad de aceptar al diferente.
Por Carolina Prieto
El Programa Danza y Políticas del Centro Cultural de la Cooperación busca poner al cuerpo en relación con el mundo externo, vincular la danza con la realidad social y nutrir la creación coreográfica con aportes de la filosofía y de las ciencias sociales. Así es como cada proyecto de danza se desarrolla en forma paralela a una investigación teórico-práctica guiada por especialistas y culmina con material escrito producido por los propios creadores. La responsable de tamaña empresa es Gabily Anadón, joven coreógrafa y bailarina criada en Misiones y formada en la Escuela Nacional de Arte de La Habana. Además de coordinar el área de danza del centro cultural (ubicado en Corrientes 1543), Anadón tiene su propia compañía de danza contemporánea, con la que ya estrenó varias obras. “La danza tiende a cerrarse sobre sí misma. Este programa, que iniciamos el año pasado con un primer trabajo de Lucía Russo, El borde silencioso de las cosas, apunta a que los coreógrafos salgan de su micromundo, se conecten con la realidad y entren en diálogo con otras disciplinas”, comenta la directora a Página/12. En este marco, Anadón y un elenco de artistas latinoamericanos crearon El milagro, espectáculo que llevó más de un año de gestación y que ahora puede verse los jueves a las 20 en la Sala Solidaridad.
“Es una performance antes que una obra”, se ataja la directora. Y es cierto: todo aquel que busque una uniformidad temática o de lenguaje se frustrará. En cambio, el que se anime a entrar en un juego escénico divertido, y por momentos muy áspero, saldrá entusiasmado. En el elenco conviven bailarines, músicos y actores de la Argentina, Brasil y Cuba; se mezclan los idiomas; y la luz de sala queda encendida durante la función diluyendo las fronteras entre actores y público. Durante poco más de una hora se sucede una serie de escenas bailadas, actuadas, narradas y cantadas, dolorosas pero también muy disparatadas, que producen un efecto emotivo y visceral antes que intelectual. En ellas aparecen Camila O’Gorman, el Increíble Hulk, muchas referencias a la actualidad, el siluetazo, la religión, la ley de matrimonio gay, el fútbol, Michael Jackson. Una diversidad de tópicos y de recursos que, desde distintos lugares, abordan cuestiones como la presencia del otro y del diferente en la vida cotidiana, los prejuicios, las dificultades de aceptación y la violencia. Todo con un estilo directo, mucho humor y participación del público, que hasta es convidado a sumarse a una coreografía, barrer el piso y sumarse a alguna discusión.
“Es una obra para experimentar, para vivir antes que para observar y no hay que tratar de entender todo. Hasta para nosotros mismos cada función es un riesgo, ya que el orden de las escenas cambia cada jueves”, asegura la directora. “No quería unificar, homogenizar a los intérpretes ni el tipo de movimiento que trabajamos porque de eso mismo trata el espectáculo: crear un universo poético donde las diferencias puedan convivir y se potencien.” Durante el proceso de creación, los intérpretes y la directora leyeron textos de Deleuze, Guattari y algo de antropología, “tratando de conectar esas lecturas con la experiencia”. Contaron con la ayuda del filósofo Héctor Monteserin, que asistió a los ensayos y sugirió nuevas lecturas en función del material que el grupo iba gestando, y de los críticos Laura Lifschitz, Ale Cosin y Román Ghilotti. Cosin, en un momento del espectáculo, se levanta de la butaca y propone una explicación de las distintas lógicas que cruzan la obra. Lo hace en forma redundante, pesada, tomándose el pelo ella misma y tomándoselo a cierta crítica de espectáculos.
La escena de Hulk es un acierto, aunque nada fácil de digerir, pero marca el pulso de la obra. Un bailarín tiene que seguir las directivas de otro, muy burlón y prepotente, que lo corrige caprichosamente y zamarrea cual trapo de piso. La cosa se torna insoportable por el grado de violencia. El victimario –una suerte de Hulk que llegado un nivel no soporta más el flagelo– sale del personaje con una naturalidad increíble, mientras que el espectador sólo podrá sorprenderse y reírse de su propio sufrimiento al ver la escena. “Quería hablar de muchas cosas y me costaba definir un tema. Pero es cierto que finalmente lo que aparece son las distintas formas de violencia surgidas frente al otro, frente a otras lógicas, que no por ser distintas a la propia son ilógicas”, dice la creadora de espectáculos como Fragata Heroína, Centuria Cero y Karo vertical. “Hubiera sido difícil, casi imposible, abordar todo esto sin humor y sin juego. Hasta hubo un momento en que empezamos a tratar de hilar el material que generamos y no pudimos. Es que no veníamos trabajando desde ese lugar de unión y resultaba contradictorio con el origen del proyecto”, confiesa. Así fue como siguieron adelante con una estructura abierta y fragmentada, y apareció la idea de sortear las escenas, “de dejar librado al azar el fluir del espectáculo”, renunciando a la ilusión de control.
Fuente: Página 12
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