Sobre una realidad oscura y espesa, la nueva película del autor de Leonera propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico que la convierte en uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables.
Por Luciano Monteagudo
La película empieza con un dato: en la Argentina mueren al año en accidentes de tránsito más de ocho mil personas, a un promedio de veintidós por día, sin contar a los miles que resultan heridos. Se alude a un enorme mercado, sostenido por las indemnizaciones de las aseguradoras y la fragilidad de la ley. Y el cartel que precede a los títulos afirma que “detrás de cada desgracia asoma la posibilidad de un negocio”. Sobre esa realidad oscura y espesa, Carancho propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico (como la magistral secuencia final) que hace del sexto largometraje como director de Pablo Trapero uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables.
Desde sus comienzos, una década atrás, el cine de Trapero siempre se caracterizó por poner el cuerpo: hay algo esencialmente físico en sus películas, como si sus personajes –del Rulo de Mundo grúa a la Julia de Leonera– cobraran una materialidad casi palpable en la pantalla. De una forma aún más explícita, porque su mismo tema se lo exige, Carancho somete a su pareja protagónica, y al universo sórdido que los rodea, a una exposición de sus cuerpos –cuerpos golpeados, sangrantes, en acción y tensión permanente– que despoja a la palabra visceralidad de su significado metafórico.
Lo primero que se ve de Sosa (Ricardo Darín) es la paliza que recibe de un par de matones de barrio, que le están ajustando unas cuentas. A partir de esa caída, de la que no le cuesta demasiado levantarse, como si estuviera acostumbrado, se intuye que Sosa se mueve en terreno difícil, allí donde la violencia es cosa de todos los días. Del tipo no tardará en saberse que es abogado, que perdió la matrícula (“Fue un error”, dirá, quizás refiriéndose a sí mismo) y que trabaja para una mafia del conurbano como “carancho”, una de esas aves de rapiña que están allí donde hay un accidente para agenciarse antes que nadie la representación legal de la víctima y poder sacarles unos pesos –a veces muchos– a las compañías de seguros. De ahí a “fabricar” un peatón atropellado, hay un solo paso, que Sosa parece habituado a dar.
Sin saberlo, Luján (Martina Gusmán) también forma parte de ese mundo. Acaba de recibirse de médica, está recién llegada del interior y trabaja no sólo en la guardia de un hospital sino también arriba de una ambulancia, para un servicio de emergencias. Los accidentados forman el núcleo duro de su jornada laboral, que se extiende hasta el agotamiento. Es lógico que no tarde en tropezarse con Sosa. Como él, ella también pone todos los días el cuerpo y está acostumbrada a mancharse las manos con sangre. Pero cuando esa sangre que le corre por la cara sea también la suya, ya será demasiado tarde para echarse atrás. Esa concatenación azarosa y fatal de hechos que suele llamarse destino ya ha movido sus piezas y Sosa y Luján serán dos peones más de un juego sucio y peligroso, del que no es ajena la mafia policial.
Sin plantearse explícitamente los códigos del cine negro, Carancho sin embargo contiene los elementos esenciales del género. Aquí hay dos personajes en el límite de sus fuerzas, expuestos a una realidad hostil de la que no pueden escapar, condenados por el medio que habitan pero también por sus propias acciones y decisiones. Hay un intento de redención por parte de Sosa, empujado por el amor que siente hacia esa mujer, que le devuelve la ilusión de una vida distinta, mejor. Pero ese sueño parece siempre improbable, como si cada vez que intentara salir del barro terminara hundiéndose cada vez más.
Lo notable del film de Trapero es la manera en que logra impregnar estas convenciones de una marca muy personal, que hacen de su cine un cuerpo de obra amplio y a la vez homogéneo. Los límites entre un lado y otro de la ley están borroneados, como en El bonaerense. La cámara casi no se despega de encima de los personajes, como ya sucedía en Familia rodante, donde también el ruido del motor y de las calles funcionaba como elemento dramático (cortesía del sonidista Federico Esquerro). A la manera de Leonera, los personajes no provienen de un mundo lumpen, pero por su naturaleza fronteriza terminan inmersos en un pozo cada vez más profundo. Y como siempre en Trapero, el conurbano como una fuerza omnipresente: con sus pequeños figurantes anónimos, con sus tristes estaciones de servicio, con sus calles grises bañadas por una luz agónica.
Si en Leonera, Martina Gusmán había sorprendido, en su primer protagónico, por su capacidad para habitar la pantalla con una intensidad dramática poco común, aquí en Carancho ratifica ese talento (y esa fotogenia), pero los pone al servicio de un personaje diferente, más sensible y más frágil, de una opacidad que funciona a favor de la película y nunca de su exclusivo lucimiento. Frente a ella, Ricardo Darín aprovecha un guión que trabaja a partir de la personalidad cinematográfica construida por el propio actor –el porteño sinuoso pero finalmente querible– y se adapta muy bien al mundo más crudo y menos sentimental de Trapero. Entre ambos, consiguen hacer de la pareja de Carancho un único cuerpo herido, cruzado por cicatrices que son también las de todo un cuerpo social.
8-CARANCHO
Argentina/Francia/Corea del Sur/Chile, 2010
Dirección: Pablo Trapero.
Guión: Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre.
Fotografía y cámara: Julián Apezteguía.
Sonido: Federico Esquerro.
Edición: Ezequiel Borovinsky y Pablo Trapero.
Dirección de arte: Mercedes Alfonsín.
Producción: Agustina Llambí Campbell para Matanza Cine.
Fuente: Página 12
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