sábado, 22 de mayo de 2010

La música de Buenos Aires en 1910

Una ciudad de inmigrantes que se sueña cosmopolita. Bullicio en las calles y mercados. Payadores, tangos, óperas y música en vivo. Un viaje en bicicleta por los sonidos de la urbe del Centenario.

Al pasado se puede viajar de muchas maneras. Obviamente, clase turista es la más divertida. Y no hay clase más turística que la que ofrece una bicicleta. Ahí está, esperándome, la bicicleta de Angel Villoldo, el primer autor y compositor famoso identificado con la nueva música popular. Lo de la bicicleta no es exactamente una expresión figurada: unos meses antes del cumpleaños número 100 de la Patria, Angel Villoldo le dedicó una canción al instrumento de dos ruedas: "Por la tarde yo me monto,/ Y más ligero que un rayo, / Voy a lucir este cuerpo / Por la Avenida de Mayo. / A Palermo, muy temprano, / Los domingos suelo ir,/ Y se quedan embobados / Muchos ciclistas que hay por ahí (.)".

Hablamos de un autor canónico, el de "El choclo", "El porteñito" y "La morocha". Pero Villoldo también escribió las primeras canciones porno de la Argentina moderna. Canciones dedicadas al culo, la concha y la pija -esos son los vocablos que empleó don Angel- que harían ruborizar al más zarpado autor de cumbias de 2010. Por algo lo llamaban "Lope de la Verga". En síntesis, hubiera sido un cicerone perfecto para conocer la Buenos Aires de 1910. Lamentablemente, él ya no está, murió hace una eternidad. Pero nos queda su bicicleta. Programamos la máquina del tiempo para unos días después del 25 de mayo. Para entonces, la Infanta Isabel ya habrá partido de regreso a España. También las decenas de delegaciones internacionales que llegaron para festejarnos en la Exposición Internacional habrán regresado a sus hogares. La ciudad habrá recuperado su ritmo habitual, que no es menos trepidante que el de la fiesta cívica, aunque quizá sí más auténtico.

Salimos temprano, cuando la ciudad se despereza. Los pregones, sones y silbatos de la calle le ponen vida al centro porteño. Subiendo por Corrientes, calle de recién adquirida importancia, llegamos hasta el Abasto. Todavía no es "el barrio de Carlos Gardel". Preguntamos por un francesito que canta tangos, y razonablemente nos informan que al tango sólo se lo baila, salvo alguna que otra letrilla obscena. ¿Gardel? No lo conocen. Un estibador recuerda, sí, a Carlitos Gardés: un pibe fanático de la ópera y los estilos camperos, que supo andar por el barrio, siempre en trifulca, para desconsuelo de su madre de Toulouse. Hace tiempo que no oyen hablar de él.

En el mercado nos mareamos con tanto bullicio: idiomas cruzados, Babel en Buenos Aires. Ruidos y voces se confunden con las bocinas de los tranvías y los alertas de sus mayorales, a la hora pico: el mediodía. Todos apuran el paso. Cerca de las iglesias, si coincidimos con alguna fiesta patronal, veremos y escucharemos coros de monaguillos voluntariosos, con más talento para el rezo que para la música.

En ámbitos profanos, en cambio, la Banda de la Policía pone la nota alegre. Si bien reprime sin asco cuando el poder político se lo pide -en el 10 se alertan varios atentados anarquistas-, la policía aún no está tan desprestigiada y "la Banda" suma un poco de entusiasmo en las plazas y paseos de la ciudad. Por lo demás, músicos de futuro promisorio encuentran un trabajo estable en la banda de los uniformados.

Tampoco faltan los orfeones gallegos que empiezan a ensayar para alguna fiesta de fin de semana. Y menos fácil será evitar a esos conjuntos de instrumentales criollos, españoles o de cualquier otra "minoría". Justamente, recordamos que el musicólogo Juan María Veniard nos recomendó, poco antes de que subiéramos a la bicicleta, no perdernos las orquestas de alemanes, que más que orquestas son combos de cinco a ocho integrantes, con clarinete, flauta, trompeta, tuba y demás.

En lo que concierne a los conjuntos españoles, éstos son casi tan argentinos como los criollos, salvo que en lugar de dos guitarras prefieren matizar las seis cuerdas con una bandurria. Así, brindan serenatas en los balcones de las niñas del patriciado, vieja costumbre que se mantendrá unos pocos años más.

Lejos del Centro -es decir, ahí nomás, en Balvanera o San Cristóbal- se puede ver a muchachos que bailan tango entre ellos, con mucho corte y quebrada. Así se preparan, desde temprano, para sacarle viruta al piso en la noche de garufa. La gente que pasa los mira con simpatía (algunos) y desconfianza (la mayoría). Es hora de trabajar, y estos compadritos, siempre sospechados de cafiolos, parecen no tener otra cosa que hacer que bailar tango. Si hasta bailaron el 18 de mayo, cuando el cometa Haley hirió el cielo porteño. Bailan al compás de un organito, o con algún amigo que puntea la guitarra para ellos. De no ser así, ¿cómo escuchar música en un tiempo de muy escasos medios de reproducción, cuando predominan los sonidos "reales" sobre los virtuales?

Obviamente, en 1910 no existe la radio, los gramófonos tienen bajo volumen y los altavoces brillan por su ausencia. La gente canturrea y silba temas criollos, o versos sueltos de algún canto por cifra. ¿Quién no ha visto en la ciudad a los payadores con sus guitarras a cuestas, actuando en el circo criollo o en las romerías? José Betinotti y Gabino Ezeiza son leyendas vivientes, y como tales despiertan tanto fervor en la ciudad como en la campaña.

Así estamos, vagando por la ciudad de las músicas matinales, cuando en el reloj de una confitería de calle Esmeralda dan las 13 horas. Nos dicen que, por decreto municipal, ha llegado el momento de la siesta. Hay que dormir o callar; frenar el ritmo urbano hasta su manifestación mínima. Silencio de día: qué curioso espectáculo mudo.

Finalizada la siesta, pedaleamos hasta una academia en la calle Lavalle. Las academias son verdaderas escuelas de baile. Como los cafés con camareras, resultan ser sitios un poco dudosos. Eso que vimos bailar en la vereda, con los compadritos inventándose los pasos que lucirán a la noche, se repite en la Academia. Hay chicas contratadas por y para el baile. Llegado el caso -mala época para que las chicas anden solas o entre varones-, las compañeras de tango deberán prestar otros servicios, como los que tantas polacas, francesas y criollas ofrecen en las casas de tolerancia.

En el salón principal hay un gramófono a manivela con las últimas novedades musicales. Generalmente, una muchacha bonita se sienta juiciosa frente al aparato y dale que te dale con la manivela. Por suerte, el dueño compró los discos con "Rodríguez Peña", de Vicente Greco, y "El amanecer", de Roberto Firpo, los mayores éxitos del año. Se dice que acaba de nacer la orquesta típica de tango. Muchos se preguntan si tendrá futuro.

El gramófono (con discos planos) empieza a quitarle espacios al fonógrafo (con rollos de cera maciza). Para decirlo en términos actuales: dos soportes se disputan la vanguardia de la tecnología de sonidos. El disco lleva las de ganar. No sólo porque es más ubicuo y fácil de maniobrar, sino porque es menos costosa su producción. Mientras que para producir una tirada de quinientos cilindros hacen falta más de veinte grabaciones del mismo tema, al disco se lo graba de una sola toma, y de ahí se pueden prensar miles de unidades. También en el tiempo almacenado el disco inventado por Berliner aventaja al cilindro de Edison: tres minutos para el primero, sólo dos para el segundo. No otra cosa que la tozudez del pionero norteamericano explica que, aún en 1912, se sigan comercializando cilindros. Para los aficionados de 1910, el disco de laca de 78 revoluciones por minuto es el porvenir.

Las victrolas -la marca Victor deviene gentilicio, así de hegemónica es su presencia- son artículos de lujo, no cualquiera las tiene. La Academia de Lavalle, sí, y seguro que también el joven Alvear y el joven Güiraldes y el joven barón de Marchi, todos audaces promotores del baile del tango. Pero en las calles porteñas se imponen los órganos y los organitos. Ambos funcionan con rollos, a la manera de la pianola. Los primeros son grandes y pesados, y correrán una suerte similar a la de los fonógrafos.

Por su parte, los organitos -organillos, exclaman los más castizos- son muy populares. Suelen avanzar tirados por un viejo matungo o directamente por el dueño, un italiano al que, por lo que se ve, le está costando bastante "hacer la América". Algunos organitos portan en su parte trasera una cotorra que saca con el pico papelitos de la suerte. ¿Qué sale de los rollos de esas máquinas parlantes? De todo un poco, como en botica. Puede ser un fragmento de zarzuelas (La verbena de la Paloma), alguna marcha de Philip Sousa, viejas polcas, valses y mazurcas o un tanguito con regusto de habanera. Como el afilador con su silbato y los vendedores ambulantes con sus recitativos comerciales, el organito esparce música por veredas, plazas y patios porteños. Casi nos lo llevamos puesto con la bicicleta de Villoldo; hay que andar con cuidado, el tránsito en Buenos Aires es un infierno.

A la hora del vermú, paseamos un rato por el Paseo de Julio (hoy Paseo Colón), y quedamos hipnotizados por la cantidad de música de cantina que marineros de todo el mundo entonan a pleno pulmón. Ingleses, irlandeses, alemanes, norteamericanos. Cada cual recuerda su terruño con una canción a flor de labio. Lo mismo debe estar pasando en La Boca, imaginamos. Pero es la hora del té, no de la cerveza. ¿Qué tal un té danzante? Estacionamos la bici en la puerta de La Confitería del Buen Gusto. Del interior salen los vestigios de un ragtime aporreado por un pianista desconocido. Esa música, prehistoria del jazz, también se deja oír en 1910, si bien con cuentagotas, como una excentricidad de jóvenes snobs. No identificamos al pianista, que parece ser diestro en otros géneros. Lo mismo puede decirse de las incontables señoritas de buenos hogares que despiden el día tocando el piano vertical, símbolo de una clase media que se va destacando en medio de la aventura inmigratoria. Con esta costumbre en crecimiento, es lógico que la edición de partituras sea un buen negocio. Ya hay editoriales en ascenso, como Breyer, Hartmann, Rivarola, Balerio, Neuman... Varias de esas firmas se instalan en la calle Florida, la más musical de las calles porteñas, si de música de salón hablamos. Según investigaron Hugo Lamas y Enrique Binda, hacia 1905 hay en Buenos Aires 49 casas editoras de música, 8 de propietarios argentinos y 41 de extranjeros. Se calcula una venta anual de medio millón de copias pentagramadas. La cifra impresiona: pertenecemos a una época que ha vuelto a ser analfabeta en términos de lectura musical.

Cuando la luz natural empieza a retirarse, la ciudad disminuye sus decibeles. Pasamos con la bici por la puerta del teatro Avenida. Los españoles aplauden una zarzuela. Desde hace algunos años, con el llamado "género chico", las zarzuelas duran menos que antes. Los trabajadores y empleados pueden ir directamente del trabajo al teatro y volver a sus casas sin que se les haga demasiado tarde. Quizá la única temporalidad del siglo XIX que permanece invicta, con sus escenas y actos concebidos para una paciente delectación, sea la de la ópera. Y la ópera vive de noche.

A dos años de la inauguración del Teatro Colón, la ciudad rebosa de ópera. Hay salas para elegir: San Martín, Opera, Politeama, el nuevo Colón. En éste, con la presencia del presidente Figueroa Alcorta, la noche del 25 de mayo de 1910, Rigoletto regresó a Buenos Aires en las voces estelares de Giuseppe Anselmi, Graziella Paretto y Titta Ruffo. ¿No es eso lo más argentino del mundo? Una ópera clásica en la París del Plata. Sin embargo, este mismo año, Alberto Williams les recomienda a los jóvenes compositores argentinos "argentinizar sus tendencias", ir al folclore de las provincias en busca de inspiración. Su prédica, por ahora, no tiene mucha influencia.

Ciertamente, muy pocos tienen acceso al abono del Teatro Colón y su "temporada lírica oficial". Quizá tampoco sean muchos los entendidos en la tetralogía de Richard Wagner. Pero en una población fuertemente modelada por el gusto itálico, es lógico que la ópera llegue a las "masas", al menos en sus fragmentos melódicos más característicos. Hay que recordar que más de la mitad de la población porteña es inmigrante. Que más de la mitad de todos los inmigrantes son italianos. Y que más de la mitad de los italianos sabe de Verdi como nosotros, gente del siglo XXI, sabemos de los Beatles.

Una prueba del conocimiento que la gente tiene de ópera lo brinda periódicamente el teatro Marconi, en el barrio de Once. Allí acuden, como en un Cantando por un sueño, trabajadores del mercado central y comerciantes del barrio, prestos a probar suerte entonando un aria de Tosca o el canto de muerte de Madame Butterfly. El premio serán los vítores y aplausos de la popular. Y el castigo, la fruta y la verdura que esa mañana sobró en el Mercado.

Sin bajarnos de la bici, visualizamos los afiches que desde las puertas del Colón y de otros teatros líricos anuncian los títulos de temporada: La Traviata, Otelo, Cavalleria rusticana, Pagliacci... En fin, lo de siempre: los tanques del género, los títulos taquilleros. En el gusto operístico el tiempo no parece haber transcurrido. O peor aún: en esos días no era tan improbable el estreno de alguna ópera de autor nacional como lo es hoy, abril de 2010. Poco antes de que nuestra bicicleta arribara se estrenó Aurora de Héctor Panizza. ¿No saldrá de ahí la canción de la bandera? Si la habremos cantado en la escuela. Es una gran melodía, diríamos más linda que la del Himno.

Pedaleamos rumbo a Palermo. Ahí nos aguardan la noche y la trasnoche prohibidas. Cerveza, tango y mujeres "que dan la lata" entretienen a la jauría de hombres solos, en una ciudad socialmente diversa y sexualmente desproporcionada. Tocan tríos. O pianistas como el Negro Mendizábal, viejo putañero de las teclas. Eso es Palermo versión 10, pero podría ser La Boca, el Abasto o la esquina de Entre Ríos y Cochabamba. ¿Está naciendo el tango? Sólo tres años después, en el diario Crítica, un tal Viejo Tanguero ya se referirá a ¡la decadencia del tango!

Nos dormimos tarde, a la intemperie, bajo el árbol de uno de esos magníficos parques que lindan la ciudad por el norte. Con algo de resaca a cuestas, volvemos en dirección a Retiro, bordeando un río que aún se puede ver. Y al volver, recordamos nuevamente la canción de Villoldo, con esa bicicleta que corre más veloz que el tren. Es una hipérbole, claro. Además, en 1910 ningún sonido es más voluminoso, penetrante que el de una locomotora entrando a la ciudad.

Por Sergio Pujol
Fuente: RollingStone

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