El actor y el director destacan la importancia de la pieza teatral del estadounidense Arthur Miller. Escrita en 1947, sigue siendo un referente antibelicista en otras geografías, y da cuenta de cómo los males de la sociedad influyen fuertemente sobre los individuos.
Por Hilda Cabrera
Imagen: Guadalupe Lombardo
Cuando dos personajes opinan que es necesario poseer talento para instalar la mentira y sostener “la estrella de la propia honradez”, porque una vez extinguida no se recupera, están planteando interrogantes acerca de qué cosa es ética y qué no lo es, y qué pasa cuando una actitud peleada con la ética trasciende al individuo. Inquietudes como éstas no son ajenas a Todos eran mis hijos, del dramaturgo estadounidense Arthur Miller, fallecido en 2005. Esta pieza de 1947, representativa de un sector social y económico de Estados Unidos, sigue siendo un referente antibelicista en otras geografías. Entonces tildado de antipatriótico, Miller cuenta aquí la historia de un Joe Keller de pocas luces que resulta ser un hábil empresario en tiempos turbulentos: ha ingresado sin escrúpulos en el negocio de la guerra y se ha enriquecido. A sabiendas, vendió a la fuerza aérea de su país piezas defectuosas que provocaron la caída de veintiún aviones, pero quedó libre de culpa, no así el socio. Keller pierde un hijo, piloto “desaparecido en acción”, pero otro sobrevive.
La obra destaca la incidencia de la Segunda Guerra Mundial en una familia y el dolor y la perturbación que genera, sobre todo en la señora Keller, siempre a la espera del retorno del desaparecido. Fuera de esas manifestaciones, la familia vive sin sorpresas hasta que llega a la casa la ex novia del hijo piloto –ahora enamorada del sobreviviente y heredero– y el hermano de ésta, ambos hijos del socio que purga la fechoría en prisión. Todos... cumple con el lenguaje de su época, y necesita por lo tanto una traslación. La que se acaba de estrenar en el Teatro Apolo es responsabilidad de Claudio Tolcachir, también director, quien junto al actor Lito Cruz –intérprete de Joe Keller– dialogan con Página/12 sobre este trabajo.
Como en otras primeras creaciones de Miller (La muerte de un viajante, de 1949), los males de la sociedad influyen fuertemente sobre las personas y los errores de los padres los pagan los hijos. Según Tolcachir, la traslación debe ser cuidadosa para que el andamiaje no tambalee: “Leí la obra unas quince veces sin tomar partido hasta descubrir su carnadura y rescatar el thriller; aprovechar esa forma de relato que nos mantiene agarrados hasta el final”.
–Un primer paso es la síntesis. ¿Y el lenguaje?
Claudio Tolcachir: –Utilizamos un lenguaje llano, que no es el argentino o el porteño sino el que nos acerca más a estos personajes, gente común. En este aspecto, creo haber respetado la línea policial, emocional e ideológica, y los vínculos familiares.
–¿Cuál sería hoy el equivalente al empresario Keller?
Lito Cruz: –Puede ser un empresario, pero también un militar, un político o una persona común, cualquiera que intente salvar una acción delictiva o injusta y no le importe decir que lo hecho fue producto de un error.
–Una salida que se acepta.
L. C.: –La mente humana busca la forma de dar vuelta la evidencia de injusticia. Para eso están los juicios: el fiscal acusa, el abogado defiende, y los dos pretenden tener razón. Pero hay un juez que a su vez dice que los dos no pueden tener toda la razón. Y en eso también él tiene razón.
–Mientras tanto la verdad no aparece...
L. C.: –Esos “errores” suceden todo el tiempo en la vida cotidiana, tal vez sin que la consecuencia sea la muerte, pero todo acto que se realiza sin medir las consecuencias puede producir un gran daño. Eso es lo que también nos dice la obra.
–¿Keller no era consciente?
L. C.: –Era un emocional, y si admitía ser responsable de esa venta, hundía su fábrica. Ahí primó el interés por él y su familia: un egoísmo que en mayor o menor grado tenemos todos.
C. T.: –Acá no hay tipos inteligentes. Joe pertenece a una clase media que aprendió a sobrevivir, pasó hambre e hizo plata, en parte gracias a la guerra. Y eso no puede esconderlo.
L. C.: –Es gente reconocible. Para los que comenzamos en el teatro independiente, Miller es muy admirado. Entonces nos atraían sus obras y su militancia; y lo reconocimos en su negativa a declarar en contra de los suyos cuando testificó ante el comité del Congreso de Estados Unidos en los años de la cacería anticomunista del senador Joseph McCarthy. Es un autor muy ligado al ingreso de las ideas de izquierda en nuestro país. Los independientes tomamos esas ideas, convencidos de que el teatro debía tener una función social.
–Valorada desde décadas anteriores en Estados Unidos...
L. C.: –Miller estaba en esa línea de protesta, y en Todos... se atreve a protestarle a Dios a través del personaje de Kate, la mujer de Joe. Ella dice que Dios se equivoca porque un padre no puede matar a un hijo, que Joe no pudo haber hecho esa venta para que muriera su hijo.
C. T.: –Todas estas estructuras de justicia, y creer en Dios es parte de una estructura de justicia, se rompen a partir de la irresponsabilidad de un acto. Miller muestra a Keller como a alguien que no está afuera sino que es parte de la sociedad y está justificado por ésta. Se comporta como cree que lo harían otros para defender a la propia familia. Es fiel a lo que la sociedad nos pide a todos: defender a la familia y no fundirnos, aunque eso signifique ocultar una verdad.
–¿Joe no cae porque le creen o porque supo construir poder?
C. T.: –Porque no va en contra de las reglas de juego que la sociedad acepta. La situación cambia cuando se desata el conflicto generacional. Los hijos no participan de la transa de los padres, no tienen nada que ver con esos personajes que, cuando toman conciencia, “tratan de acordarse de lo que alguna vez quisieron ser”. Keller es un tipo común, no es un asesino. Se vio envuelto por las circunstancias en un acto delictivo. Y esto pasa. Nosotros mismos podemos encontrarnos en situaciones que no son delictivas, pero que no nos gustan, y aceptamos para poder sobrevivir.
–¿La toma de conciencia y la crítica de los hijos son definitorias?
C. T.: –Es difícil comprender qué sentían esos hijos. Ellos eran soldados voluntarios, estaban convencidos de luchar en contra del nazismo. Creían en lo que hacían, y daban la vida. Por eso cuando descubren que el padre vendió material defectuoso, no lo toleran. Con ese cuestionamiento, el autor trae conceptos sobre la ideología y la ética.
L. C.: –Y sobre el individualismo y la pérdida de la solidaridad.
–¿Qué desata la tragedia? ¿El juicio crítico de los hijos?
L. C.: –Prefiero señalar algo muy simple. Así como en el drama Otelo, de William Shakespeare, el elemento que desata la tragedia es el pañuelo que Otelo regaló a Desdémona y Yago obtiene para armar una historia de infidelidad; y en Romeo y Julieta es la demora del mensajero que debe avisar a Romeo que Julieta no está muerta sino dormida; en Todos... ese elemento es un comentario sobre Joe, donde se recuerda que nunca enfermó, aunque él haya dicho en su defensa que estaba enfermo cuando se produjo el envío del material, de manera que la responsabilidad recayera sobre el socio.
–Parece un chiste de Miller...
C. T.: –Tal cual. Esa desmentida provoca risa porque se la escucha en una escena de mucha tensión, y eso afloja. Es alucinante el manejo de Miller sobre la atención del espectador: nos ofrece unas gotas de amor y de pronto nos coloca frente a la tragedia. En realidad construía sus obras –y especialmente las primeras– fascinado por la estructura matemática de la tragedia griega (revelación, catarsis y justicia, que a veces se resuelve en venganza).
L. C.: –Todos... se inspira en el hecho real de una chica que denunció a su padre por haber vendido armas defectuosas. Miller tomó esa historia, cambió hija por hijo, y empezó a inventar...
–¿Prefirió un personaje varón para relacionarlo con la guerra?
C. T.: –O porque no entendía muy bien a las mujeres... Miller destaca en esta obra algo en lo que creo: que las acciones individuales pueden modificar a la sociedad y ayudarnos a ser leales con nosotros mismos.
–¿Cómo se logra unidad en un espectáculo donde es difícil saber si los personajes se odian o se aman?
C. T.: –Esa es la tarea del director, que tiene que ser eje del trabajo, pero sin hacerse notar.
L. C.: –Como Velázquez en Las Meninas: la pintura está, y de Velázquez vemos poco, su cabeza, su cabellera... porque lo que interesa es lo que cuenta su pintura. El director tiene que ser invisible. Con el actor Robert De Niro, que es un amigo, conversamos mucho sobre la invisibilidad de la técnica del director y el actor. En el actor permite que aparezca el personaje.
–En Las Meninas, Velázquez “no se cuenta”, pero es una presencia.
C. T.: –Por supuesto, porque el director está presente a través de sus decisiones, que son diferentes para cada obra. Mi propósito en esta función de director es ser puente entre los intérpretes y los espectadores, un buen comunicador para que ese enlace sea puro, directo y simple.
L. C.: –Lo más apasionante para un actor es ingresar a un mundo que desconoce. Este Keller, tan distinto a mí, es un emocional, y Claudio lo encaró así.
–Un emocional atrapado y sin salida por la desaprobación de los hijos.
C. T.: –De eso no se puede escapar: decía que con su actitud los había salvado de la pobreza, pero cuando no lo aprueban se le acaban los argumentos. Uno piensa en esos hombres que cometen actos de injusticia y corrupción... ¿cómo se explican ante sus hijos? Pienso en mi viejo, tan honesto. Su mirada sobre mí sigue siendo enorme.
Fuente: Página 12
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