domingo, 23 de mayo de 2010

El ritmo, el grado cero de la música

A BATIR PALMAS. El profesor enseñó a crear ritmo con cada parte del cuerpo Foto: FOTO GENTILEZA PROSCENIO

Un integrante argentino del grupo Mayumaná estuvo en Buenos Aires para entrenar el cuerpo en una auténtica escuela de ritmo. A partir de tambores improvisados, la percusión demostró que puede convertirse en un elemento de alegría

Por Leonardo Tarifeño
De la Redacción de LA NACION

Pum pum ta ta pum pum ta ta pum pum pum puuuuum! Para la gente de todas las edades reunida un jueves de calor y tráfico en el primer piso de una escuela de comedia musical en el barrio de Belgrano, esos no son ruidos, ni música, sino la fórmula secreta de la felicidad. O mejor dicho: seguramente son ruidos, tal vez tengan algo que ver con la música, pero nada de eso viene al caso porque el nombre es lo menos importante de la felicidad.

Dicen que la percusión fue la primera actividad musical del ser humano; por lo que se ve (y escucha) entre las paredes y los espejos de este cuarto, tal vez sea la música en estado puro, su grado cero, el germen que habita oculto en cada tarareo. Contra una pared, Walter Zaga se sienta sobre un tacho de pintura y aferra otro con sus piernas. A su izquierda y derecha, dos filas de personas en jogging lo imitan y observan, cada uno con su tacho, como una versión tamborilera del flautista de Hamelin. Zaga es uno de los integrantes argentinos de Mayumaná, el grupo de danza y percusión de origen israelí que desde mediados de los años 90 bate records mundiales de emisión de adrenalina con sus espectáculos, Momentum y Adraba (¡para niños!) entre ellos. Ahora Zaga está en Buenos Aires para, en sus palabras, "enseñar que cualquiera puede disfrutar de la música, porque este placer siempre es accesible para todos los dispuestos a descubrirlo y compartirlo". La cosa no parece complicada: el profe golpea el tacho, tam ta tam ta pum pum, el vecino tiene que hacer lo mismo, luego el otro, y el otro, siempre sin perder la estela del ritmo, y así hasta que la rueda llega nuevamente al director, quien ahora ensaya un pum pum tam pum pum tam más rápido, de vértigo, que cada uno interpreta a su manera, sin preocuparse tanto por un pum o un tam particular como por el acento, la cadencia, el lazo invisible que pasa por la sonrisa de uno y llega a los brazos del otro y parece detenerse en las manos del niño que ríe pero pierde el pulso hasta que su padre, a la izquierda, lo recupera y lo lanza hacia una rubia luminosa y suave, que puntea su tacho con cariño y asegura cada trazo sonoro con una delicadeza impensable a esa altura, justo cuando el profe cierra la ronda con un tam ta pum pum victorioso y final. En el aire flota una sensación de alivio sabroso, euforizante, que deja a todos con ganas de más aunque todavía no se sepa bien de qué. Es la magia del ritmo, el latido colectivo que une a estos aprendices de palmada alegre y sonrisa fácil, miembros de una cofradía para quienes el cuerpo es la materialización de la música puesta en marcha por quien se anime a tocar un tambor.

O en todo caso, un tacho. El seminario, cuyo objetivo es el "entrenamiento rítmico-corporal" comenzó el día anterior, y esta mañana la mujer de la limpieza no sabía qué hacer con tanto tacho desparramado por el que alguna vez fue un estudio de danza. Tan alarmada estaba, que apenas vio el panorama fue a buscar a Fernando, el director de la escuela, para preguntarle qué había ocurrido la noche anterior. No son pocos los que reaccionarían de la misma manera ante la idea de sumar el tacho de pintura al pentagrama de los ritmos populares, aún cuando ya los primeros humanos hicieron algo no muy distinto con cueros y cortezas de árboles o frutas, y varios siglos después los humanos post-postmodernos recuperaron la tradición a partir de Stomp, Barbatuques y los propios Mayumaná, entre muchas otras agrupaciones actuales. Sin embargo, la música y el arte se han complejizado tanto que nada parece más rebuscado y distante que las fuentes. La mano sobre el tacho evoca la llamada de la música africana que en Latinoamérica desembarcó primero en las costas de Cuba, Brasil y Colombia, su eco le da voz a los tambores santeros que llegaron a Santiago de Cuba a través de los esclavos nigerianos, recorre el nordeste brasileño en cada vuelo de los capoeiristas de origen angoleño, se pierde en las faldas de las colombianas Totó la Momposina o Petrona Martínez y finalmente aterriza en una escuela del barrio de Belgrano donde, por alguna razón (¿mágica?) nadie quiere desprenderse de su tacho a pesar de que el profe lo exige. Los alumnos rezongan mientras lo dejan a un costado, igual arman dos filas enfrentadas y recién vuelven a sonreír cuando la línea rítmica que propone Walter se forma al golpear las palmas con los hombros, el pecho y los muslos. Una fila avanza, la otra retrocede; la pregunta y respuesta básica en cada forma musical cobran vida, brazos y piernas, y el duelo no es sino un juego en el que todos ganan. Zaga aprendió esto mismo en sus trasnoches como cocinero en Europa, en sus changas de inmigrante legal o no tanto por los rincones donde se necesitara un sudamericano aguantador. Al final de estos trabajos, Zaga se reunía con otros inmigrantes e improvisaba danzas y música con africanos, asiáticos y otros latinoamericanos que mezclaban el ritmo de uno con el folklore del otro, en canciones que algún día se antologarán como los himnos perdidos del migrante global. Así, un día como cualquiera, en Israel se anotó a un casting de Mayumaná y la suerte decidió regalarle un hogar. "Mi casa no es un lugar en particular, porque por supuesto viajo mucho y Mayumaná te llama de un día al otro para que vayas a cualquier ciudad del mundo -cuenta-, pero a veces siento que mi casa es la música, o lo que hago con mis compañeros con el cuerpo, o el ritmo en sí mismo. Ese juego tiene mucho de hogar, y cuando otros lo entienden y lo practican con uno, es como encontrar un amigo, o un hermano, o el miembro de una familia secreta". En Buenos Aires, Zaga debe haber encontrado a varios hermanos de ritmo, porque las frases que los demás enarbolan mientras golpean su cuerpo se vuelven cada vez más rápidas, sin que él las pueda controlar. La amplia mayoría de las entusiastas son mujeres; sus sonrisas brillan sin falsos pudores, sus cuerpos acompañan las palmadas con saltos lo suficientemente graciosos como para que ningún hombre las pueda imitar. ¿El ritmo será cosa de mujeres? ¿O sólo de quien tenga el alma tan ligera como para poder encarnarlo? Ya sentados en círculo, el profe invita a los discípulos a verbalizar sus experiencias, y lo que más se menciona es la derrota de la vergüenza y la alegría de unirse a desconocidos a partir de una experiencia hasta entonces también desconocida. "Primero me preocupaba mucho por seguir cada golpe de los que hacías -dice el niño-, pero después me di cuenta de que podía seguirlos mejor si me tranquilizaba y me dejaba llevar". Los demás coinciden. Se supone que habla del ritmo y de la música, dan ganas de creer que también apunta a un conocimiento de la vida que aún no debería tener (o que acaba de alcanzar).

En los últimos momentos de la clase, Zaga propone una relajación muy similar a la de una clase de yoga. Los alumnos se recuestan sobre el piso de madera, cierran los ojos y dejan que el cuerpo eche raíces en todo lo que vivió. Una leve música africana acompaña el ensueño. Minutos después, cuando se levantan, la euforia y la alegría de instantes atrás regresan bajo la forma de una comunión clandestina y palpable. El ritmo que antes los unía a través de frases o golpes en los hombros ahora se conecta en roces, pequeñas palmadas, sonrisas cómplices o carambolas de silencios. "Walter, ¿nos podemos llevar los tachos?", pregunta uno. Y cuando salgo a la calle, a un lado y al otro de Cabildo, escucho tam tam pum pum tam tam purruuum tam tam.

Fuente: La Nación

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