sábado, 16 de mayo de 2009

Dos señores absurdos y divertidos

Moc y Poc, dos títeres divertidísimos Foto: Gent. Alicia Rojo

Es ingeniosa y chispeante la historia que ideó Luis Pescetti y que recrea el Grupo de Titiriteros del San Martín

Por Ruth Mehl

Moc y Poc . Espectáculo de títeres sobre el texto de Luis Pescetti Historia de los señores Moc y Poc . Versión de Lorena Barutta y Román Lamas. Intérpretes: Alejandra Castillo, Alejandra Farley, María José Loureiro, Hernesto Mussano y Daniel Spinelli. Entrenamiento vocal: Magdalena León. Música: Roberto López. Iluminación: Miguel Morales. Vestuario: Ioia Kohakura. Diseño y realización de títeres y escenografía: Alejandra Farley y Juan Benbassat. Dirección: Román Lamas. En el Sarmiento, Avenida Sarmiento 2715, los sábados y domingos, a las 16. Entrada general: $ 15.
Nuestra opinión: muy buena

En este espectáculo de los titiriteros del Teatro San Martín hay un refinamiento en el uso de los códigos del teatro de títeres, que proporciona, además, sutiles claves para que el público se vaya situando en la propuesta de ver en el teatro a estos personajes de Luis Pescetti, y escucharlos. Propuesta que no es fácil, porque el espectáculo no tiene un hilo argumental sino que juega al tradicional varieté. Porque es visualmente austero, porque no utiliza efectos ni despliegues escenográficos, porque viaja por un texto humorístico, porque utiliza pausas significativas, cambios de ritmo y finales sorprendentes para comunicarse y porque convoca a grandes y chicos.

Uno de los aciertos es ese telón rojo aterciopelado que cierra la boca del retablillo, y que parece decir a los gritos: "¡Aquí va a haber teatro!", abriendo la puerta a la fantasía, la emoción, y en este caso, también al delirio. Ese telón que uno espera se vuelva a abrir, cada vez que se cierra, porque quiere más de esa magia.

Otro acierto, es la música, excelente creadora de climas y narradora de imágenes que continúan la ilusión cuando no está haciendo comentarios a la acción.

También es un logro el uso de la técnica de títere de mesa, pero valiéndose de la luz negra para dejar a los personajes solos, para que la atención converja en ellos y sus ocurrencias, como en un cómic. Allí se hace evidente el trabajo interpretativo del elenco y de los responsables técnicos.

Y, finalmente, pero no por eso menos importante, están los muñecos. Es imposible decir por qué se convierten inmediatamente en alguien, atraen, conmueven, divierten con ese dejo de ternura de los dúos cómicos con oficio. Por qué sus disparates hacen reír, por qué los escuchamos y los comprendemos en su esfuerzo, por ejemplo por responder a esa señora que pregunta por una calle, o cuando uno de ellos se desespera porque no siente a su pierna y no sabe adónde se fue, o trata de entender a un mensaje telefónico en el que le anuncian que ha obtenido un premio. O cuando ambos se embarcan en disquisiciones filosóficas sobre el espacio y el tiempo.

A cada momento asoma la chispa de ingenio de Luis Pescetti para el humor por el absurdo.

Cada espectador encuentra su lugar de disfrute: los más chicos se divierten con las situaciones clownescas, (subrayadas por las titiriteras que juegan a presentadoras). Los chicos más grandes (muchos de los cuales conocen el libro y ya están encariñados con los personajes) festejan en detalle las divertidas vueltas de tuerca de los enredos discursivos de estos señores, a los que, a veces, la situación teatral acompaña y subraya y, otras, impulsa hacia un absurdo mayor. Y los adultos se ríen siempre.

Innegablemente, el espectáculo convoca a la ingenuidad, a despojarse de estructuras y abrirse al juego puro, a dejar que la fantasía corra libre de prejuicios. Pero todo esto muy de la mano de una lógica para la que se necesita ser (o rehacerse) un poco niño, un poco payaso, un poco títere, y un poco bueno.

Fuente: La Nación

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