La sombra de Federico, de Eduardo Rovner y César Oliva. Con: Fabián Vena, Luis Campos, Sebastián Richard, Graciela Duffau, Aldo Barbero, Héctor Nogués, Néstor Caniglia, Graciela Muñiz, Marcelo Melingo, José María López, Omar Khün, Juan Pablo Carrasco, Edgardo Arias y el Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín. Vestuario y diseño de títeres: Maydée Arigós. Escenografía e iluminación: Héctor Calmet. Musicalización y dirección: Adelaida Mangani y Hugo Urquijo. En la sala Casacuberta del Teatro San Martín.
Nuestra opinión: regular
Bienvenida sea (y necesaria) toda evocación de Federico García Lorca y su asesinato por los franquistas, a comienzos de la Guerra Civil de España, en 1936. Para dilucidar los motivos de ese crimen, con el tiempo se han acumulado múltiples conjeturas, en biografías (la ejemplar, acaso definitiva, escrita por el inglés Ian Gibson), en teatro, en series de televisión, en notas periodísticas. Hasta hoy siguen las polémicas: la más reciente, meses atrás, fue entablada por dos facciones distintas de su familia, una a favor y otra en contra de la exhumación de sus restos, aparentemente sepultados en el barranco de Viznar, en los alrededores de Granada.
Es, pues, loable la intención de los autores de este espectáculo, deseosos de rescatar la memoria del poeta granadino y, sobre todo, de discernir a los responsables de su fusilamiento. Difícil tarea, que impone la elección de un punto de vista, en lo posible distinto de los ya aplicados reiteradamente. Lo encontraron: hacia la mitad de La sombra de Federico , inesperadamente el eje de la acción se traslada del protagonista a un personaje que, según los datos corrientes, fue tan sólo secundario en la tragedia. Es la madre de los numerosos hermanos Rosales, intelectuales granadinos, partidarios de Franco y viejos amigos de Federico, que le ofrecieron asilo en su casa cuando ya sentía en la nuca el frío de la persecución fascista. Qué pasó realmente allí, no está claro y, probablemente, no se aclarará jamás: si hubo delación, o un intento generoso que por alguna razón se tergiversó, o imprudencia, o miedo. Lo concreto es que de esa casa salió Federico rumbo a la muerte.
Sea como fuere, los autores de la obra asignan a doña Esperanza Rosales un papel preponderante, no tanto en el empeño de defender a toda costa al amigo en peligro, sino, más bien, en una condición simbólica, que termina por hacer de ella una especie de Hécuba sobre las ruinas de Troya.
El problema es la transposición que afecta al personaje de Federico y, al debilitarlo, el interés dramático declina. Para colmo, a la escena de la muerte, muy bien resuelta, se añade una coda innecesaria, un encuentro de Lorca con su padre en el más allá, que tan sólo agrega sentimentalismo a una ya cargada dosis de demagogia emotiva.
Esa emoción provocará, sin duda, la adhesión de numeroso público. Pero frente a un hecho tan definitorio de la ideología fascista y tan conmovedor, más valdría, tal vez, intentar una vía menos obvia y más reflexiva: inevitable pensar en cómo lo habría encarado Brecht, por ejemplo. El elenco actúa conforme con sus antecedentes (¿por qué la impronta caricaturesca del comandante franquista?); en lo material, el espectáculo tiene el sello de calidad propio del San Martín, y se destaca, sobre todo, el aporte del Grupo de Titiriteros, que crea las escenas más bellas y sugerentes.
Fuente: La Nación
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