Observo, con creciente alarma, la proliferación del griterío en los escenarios de Buenos Aires. Es verdad que los porteños somos gritones por naturaleza. Hay quien lo atribuye a la doble herencia ítaloespañola; yo lo atribuyo a la mala educación. Basta ir a un restaurante cualquiera, desde los bodegones (donde estaría más justificado) hasta los más caros (que se pretenden elegantes), y la algarabía es más o menos la misma en toda la escala social de la gastronomía. Múltiples argumentos justifican el grito en escena: las situaciones violentas, con su exigencia de dolor, rabia o desesperación; la manera de mostrar el temperamento de un personaje; el ritmo impreso por el director a un momento de tensión insoportable; la revelación del horror, la impotencia ante lo inevitable. O bien todo lo contrario: una comicidad que necesita transmitirse con alto voltaje para ser eficaz, o el subrayado, en la farsa, de una acción disparatada. Pero que un diálogo "normal" sea dicho a los gritos, es una tendencia que se acentúa en los últimos tiempos, hasta cuando los actores incurren en la práctica deleznable de usar micrófono.
Sospecho que la televisión tiene mucho que ver (el medio, lo sabemos, es inocente de cómo se lo utiliza). El griterío es corriente en la mayoría de los teleteatros locales. Si son cómicos, porque se supone que es más gracioso -y, sin duda, más auténtico- que el habla cotidiana se exprese mediante decibeles de alta graduación. Si son dramáticos, puesto que se trata siempre de ofensas, conspiraciones y acusaciones de toda laya, mejor si los personajes se agravian mutuamente levantando la voz. Recurso casi infalible en la vida cotidiana de los argentinos: el que grita más fuerte se impone al que tiene razón. Y esto ocurre no sólo en las telenovelas sino también en toda clase de programas: los de chismes, los de concursos que ridiculizan a sus participantes y, por descontado, los que se autoproclaman cómicos.
No daré títulos de obras, ni nombres propios. El espectador avezado sabrá reconocerlos. En el teatro, donde se establece una doble intimidad, la del espectador con el actor, y la de los espectadores entre sí, el grito debe responder a la regla de oro del escenario (y, en general, de toda expresión artística): la rigurosa necesidad. Un director que conoce su oficio, no pone más muebles ni utilería que lo estrictamente indispensable, y procede igual con la voz, los gestos, los desplazamientos de sus intérpretes. Viene a cuento una vieja exhortación castellana: "¡Para gritar, a la feria!".
Fuente: La Nación
No hay comentarios:
Publicar un comentario