sábado, 30 de mayo de 2009

La dialéctica filosófica de Weiss, impecable

El montaje de Villanueva Cosse es magistral

Por Ernesto Schoo

Para LA NACION

Marat/Sade. De Peter Weiss, versión al español de Villanueva Cosse y Nicolás Costa. Intérpretes: Iván Moschner, Luis Longhi, Agustín Ritano (o Pablo Navarro), Verónica Cosse, Malena Solda, Edward Nutkiewicz, Santiago Ríos, Lorenzo Quinteros, Luis Herrera, Julián Pucheta, Sol Fernández López, Gabriela González López, Iride Mockert, Carla Pantanali Sandrini, Pablo Rinaldi, Javier Medina Pérez, Daniela Katz, David Di Napoli, Montenegro, Gastón Courtade, Marcelo Florentino, Irene Goldszer, Gabriel Maresca, Paula Ransenberg, Lucía Rosso, Pablo Vascello, Félix Tornquist. Escenografía: Tito Egurza. Luces: Tito Egurza y Miguel Morales. Vestuario: Daniela Taiana. Entrenamiento corporal y escénico: Diego Starosta. Música y entrenamiento vocal: Carmen Baliero. Dirección: Villanueva Cosse. Duración: 125 minutos. Sala Coronado del Teatro San Martín.
Nuestra opinión: excelente

Monumental, compleja y fascinante, Marat/Sade sigue siendo un desafío para quienes la aborden, porque mantiene intactas las virtudes que hicieron de ella uno de los textos fundamentales de la dramaturgia del siglo XX. A cuarenta y cinco años de su estreno (1964, Schiller Theater de Berlín, dirigida por Konrad Swinarski), parece escrita hoy. Fue el director inglés Peter Brook, quien en la memorable producción del Aldwych londinense, en ese mismo año, dio a la obra maestra de Peter Weiss (1916-1982) el sello que la hizo triunfar en Broadway en 1965 y desde allí en los más prestigiosos escenarios de Occidente (Ingmar Bergman la dirigió en Estocolmo, Roger Planchon en París y en Lyon). Brook mismo perfeccionó la consagración al filmar su puesta, entre 1966 y 1967: la película se exhibe hasta hoy en las escuelas de teatro del mundo entero y fue el pasaporte a la fama de una actriz excepcional: Glenda Jackson.

Para ilustración de los espectadores más jóvenes, conviene recordar que Weiss (nacido en un suburbio de Berlín, se nacionalizó sueco

en 1946, porque la familia, huyendo de Hitler, terminó por residir en Suecia) partió de personajes y hechos reales. Internado en el hospicio de Charenton, a raíz de su conducta desordenada, su actividad de pornógrafo y la presunción de un crimen sexual, o varios, el marqués Donatien-Alphonse de Sade (1749-1814), aligeraba el tedio de una prisión bastante leve con representaciones teatrales sobre textos que él escribía y dirigía, interpretadas por los huéspedes del manicomio: un antecedente del psicodrama actual. Una de esas obras habría procurado recrear, en 1808, el asesinato de Jean-Paul Marat (1743-1793), uno de los más sanguinarios próceres de la Revolución Francesa, a manos de la joven Charlotte Corday. En realidad, sería un pretexto para que Sade ?del que Weiss vendría a ser el médium convocante? entablara un diálogo filosófico (género literario tan apreciado en el siglo XVIII) con el espectro de Marat, acerca de temas tan arduos y trascendentales como el conflicto entre la libertad individual y el orden social, civilización y barbarie, libre empresa o socialización de los medios de producción, democracia o dictadura del proletariado, perduración del esquema amo-esclavo, mentiras y sofismas de los políticos.

Siempre vigente

En fin, todos los problemas que siguen hostigando a la humanidad. Sólo que en 1808 hacía ya cuatro años que Napoleón Bonaparte (el militar providencial en cuyos brazos se había refugiado la Revolución Francesa, harta de contradecir sus propios lemas de libertad, igualdad y fraternidad) se había proclamado emperador, y era necesario sostener a toda costa que su gobierno era una antesala del paraíso y que Francia ?y el mundo? no repetiría errores y horrores del pasado. La propaganda está, en este caso, a cargo de Coulmier, el director del hospicio, empeñado en sostener, frente al escéptico y burlón Sade, las bondades del nuevo régimen. Lo interesante para el espectador es que Sade y Marat parten de una creencia común en las bondades del estado de naturaleza, según Rousseau, pero difieren a poco andar: para el marqués, la única solución para los males de la humanidad sería su total destrucción, al liberar por completo el instinto de muerte (ver Freud); para el tribuno, se trataría de eliminar a unos cuantos miles más de disidentes, después de lo cual reinarían para siempre la paz y la solidaridad.

El genio de Weiss ?que no volvió a repetir la hazaña? consiste en haber mezclado esta discusión fundamental y ambigua (por más que él declarase que Marat/Sade debe ser leída como una pieza marxista) con una acción vivaz, sin pausa, que envuelve a los protagonistas en una verdadera representación circense en la que se reflejan todas las vanguardias teatrales del siglo: la evidente huella de Brecht, la crueldad de Artaud, el absurdo, el esperpento de Valle-Inclán. El humor es más que negro, tenebroso (hasta la guillotina es representada a modo de pantomima burlesca); hay canciones (muy buenos los tres cantantes, que en el original son cuatro), danzas, grupos en incesante movimiento. Un caleidoscopio vertiginoso, manejado con mano maestra por Villanueva Cosse, en la magnífica, monumental escenografía de Tito Egurza, responsable también, junto con el siempre eficaz Miguel Morales, de la iluminación. Hay homogénea calidad en el numerosísimo elenco, pero sería injusto no destacar la revelación de un Marat convincente, Agustín Rittano (actuó en el estreno, alternará con Pablo Navarro); las excelentes actuaciones de Iván Moschner (Coulmier) y Santiago Ríos (el exaltado sacerdote Roux); la idoneidad de Edward Nutkiewicz en un Duperret algo aligerado de los excesos lúbricos con que Brook marcó al personaje en su puesta célebre; la elegante displicencia de Lorenzo Quinteros en un Sade que tan sólo declina su dandismo cuando se hace azotar por Charlotte, y el merecido aplauso a telón abierto que en la noche del estreno se llevó David Di Nápoli, en un parlamento desgarrador.

Oigamos, en fin, al maestro Brook: "La idea de la obra es la obra misma. [?] Weiss está buscando el significado, en vez de proponernos uno, y pone la responsabilidad de hallar las respuestas en donde deben estar: no en el dramaturgo, sino en nosotros".

Fuente: La Nación

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