lunes, 18 de mayo de 2009

Aquellos impunes de los años más oscuros

Foto de archivo: Los impunes

Esta reposición "gritada" es algo redundante

Los Impunes, de Ariel Barchilón. Dirección: Ariel Roitman. Elenco: Germán Finkelsztein, Guillermo Masello, Leandro López y Leandro Montgomery. Vestuario: Guastavo Alderette. En La Tertulia, Gallo 826. Domingos, a las 20. Duración: 75 minutos.

Nuestra opinión: regular

Cuando Lorenzo Quinteros decidió en 1997 estrenar Los Impunes , de Ariel Barchilón, se convirtió en un hecho político. Porque como gran parte del teatro porteño de entonces, los creadores pugnaban por una "política de la memoria" que se enfrentara a leyes e indultos en vigencia, que dejaban en soledad a las víctimas de la última dictadura militar. La institución artística fue un factor clave para el trabajo y la recuperación de la memoria.

En Los impunes se muestra a un hoy médico (¡pediatra!) que supo participar de grupos comando de la dictadura y que cierto día recibió la orden de torturar y eliminar ("festejar el cumpleaños", era la perversa contraseña) a un escritor. Sin embargo, por coincidir con el día de su propio cumpleaños le pidió a un compañero que se encargara de la misión. Años después, aquel amigo y compañero, atraviesa una crisis a través de la que aquel escritor habría invadido su cuerpo sometiéndolo a jornadas de escritura y de denuncia. En determinado momento, allí comienza el conflicto del texto, decide cortarse la mano derecha con un hacha. Esto hace que "los militares" lo lleven al mismo lugar en el que torturaban en los setenta (un sótano denominado La caldera) y le lleven a aquel compañero alejado hoy del ejército para realizar la curación, que no es precisamente de tipo científica.

Con esta breve descripción puede verse cómo Barchilón y Quinteros establecieron, durante el menemismo, un hecho político en sí mismo: darle voz y cuerpo a los desaparecidos, en un contexto cultural en el que ellos formaban parte del silencio.

El problema es que hoy el contexto sociocultural cambió, felizmente, en forma radical. El modo que hoy tenemos de relacionarnos con lo ocurrido en los años setenta no conserva ningún rasgo de los que tenía a fines de los años 90. Esto deja al texto en una situación de desventaja. Necesitando, por ello mismo y para sobreponerse de aquello que hoy le falta, de un cuerpo de actores notable que pueda trabajar la intensidad propia de lo que narran sin caer en el prototipo del militar. Y lamentablemente esto no ocurre. El modo de representar a los militares, y más aún sin están locos, es a los gritos, tanto que por momentos son insoportables dentro de la pequeña sala, no pudiendo decirse que esto obedezca a una premisa estética en sí misma. La dirección cumple con el trabajo de poner en un espacio el texto aunque por momentos se vuelve excesivamente gráfico, y redundante. A su vez, no se hace cargo de uno de los desafíos más significativos de ese texto: gran parte de la obra transcurre en un espacio plenamente oscuro. Finalmente hay que decir que si se trabaja el tema de la memoria, ¿era necesario terminar con la canción de León Gieco, llamada precisamente "La memoria"?

Federico Irazábal

Fuente: La Nación

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