Ernesto Schoo
Afterplay (Sonya y Andrey). De Brian Friel. Traducción: Vilma Ferrari. Adaptación, puesta en escena y dirección: Marcelo Moncarz. Intérpretes: Lidia Catalano y Miguel Moyano. Escenografía y vestuario: Cecilia Stanovnik. Luces: Omar Possemato. En Andamio 90, Paraná 660. Duración: 90 minutos.
Nuestra opinión: muy buena
Sonya viene de Tío Vania (1888-89), Andrey viene de Tres hermanas (1901) y ambos se encuentran por casualidad en un pequeño café moscovita, hacia 1920. Así lo plantea el irlandés Brian Friel (1926), cuya Danza de verano fue un merecido éxito, años atrás, en el Teatro del Globo, dirigida por Agustín Alezzo. Siempre es riesgoso prolongar la existencia imaginaria de personajes cuyos creadores les atribuyeron un destino determinado. Pero existen los finales abiertos y, sobre todo, existe la insaciable curiosidad humana por saber qué pasó después. Con tacto, con delicadeza, sin traicionar la esencia de estas criaturas patéticas (todos lo somos, en algún grado), Friel se arriesga a proponer un futuro más allá del avizorado por Chéjov para Sonya y Andrey. En ambos casos, ese futuro parecía implicar, para ella, la resignación a una existencia oscura, tan sólo iluminada por la compasión de un Dios benévolo; para él -único hermano varón de Irina, Olga y Masha, aparentemente dotado para la música pero incapaz de superar su desidia y un matrimonio fallido-, un humilde puesto en la burocracia imperial.
En el libreto hay una frase feliz: cuando Andrey le cuenta a Sonya que sus dos hermanas (la mayor se suicidó) siguen viviendo en la pequeña ciudad de provincia, soñando con volver a Moscú, ella le comenta: "Como en una sala de espera". Definición certera del teatro de Chéjov: una interminable, sombría sala de espera. Pero ellos dos -nos aseguran al comienzo de la acción- habrían superado esa etapa, no les ha ido tan mal, aunque con dificultades, Sonya sigue administrando la propiedad familiar, y Andrey es violinista en la orquesta de la Opera (curiosamente, ni una palabra sobre la Revolución de 1917, que algo debió alterar sus vidas). Poco a poco, sin embargo, mediante tragos cada vez más frecuentes de vodka en vasos de té, la verdad comienza a surgir.
Si algo puede reprocharse al correcto, sentimental (no podía ser de otra manera), epidérmico texto de Friel, es lo previsible y la carencia de ese elemento fundamental en la dramaturgia de Chéjov: el subtexto, la sospecha de que lo importante no es lo que los personajes dicen sino lo que callan o, en todo caso, disfrazan. Aquí, ese disfraz es transparente. Pero la eficacia del espectáculo descansa menos en su texto que en la manera de decirlo. Y aquí es donde los actores, admirables, se superan y entablan, no un duelo sino un acuerdo perfecto: no podría imaginarse otra pareja que la de Lidia Catalano y Miguel Moyano para entonar este dúo, que es de amor (un imposible, melancólico amor otoñal) y también de adiós ¿definitivo? Marcelo Moncarz maneja con soltura una puesta necesariamente estática, aunque sobra un fallido efecto de lluvia. No importa: Catalano y Moyano justifican, lejos, la merecida calificación.
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