Prolífico. En apenas dos décadas de escritura concibió 600 cuentos y un importante e influyente conjunto de obras teatrales.
La historia es conocida: médico y promotor de centros de salud y escuelas para los campesinos, una vez que se dedicó a la literatura dotó al cuento de categoría de género mayor, revolucionó el teatro mundial y dejó su marca en sucesivas generaciones de escritores. Y todo lo hizo en la cúspide de su breve carrera: murió a los 44 años. Menos conocida es la correspondencia que mantuvo con Máximo Gorki entre 1898 y 1904, donde encontramos sus reflexiones sobre el oficio de escribir y el estilo de vida que debe llevar un escritor, y que aquí se recuerda.
Por Hernán Arias
Raymond Carver tenía pegada contra la pared, justo encima de su mesa de trabajo, una ficha de tres por cinco en la que había escrito una frase de un cuento de Antón Chéjov: “...Y súbitamente todo empezó a aclarársele”. Según lo anotó el propio Carver en su ensayo Escribir un cuento, para él esas palabras contenían “la maravilla de lo posible”, y declaró “amar” la claridad y sencillez con la que el autor ruso consigue allí provocarnos una “muy alta revelación” sin perder misterio. En ese mismo ensayo, Carver afirma que, para encontrar buena literatura, no hay que ir detrás del talento, puesto que “hay mucho talento a nuestro alrededor”; lo importante es descubrir “un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones”.
En el caso de Chéjov, resulta particularmente interesante observar de qué manera su prosa se desarrolló hasta alcanzar esa “expresión artística” de la que habla Carver. A principios de este siglo, el profesor y crítico literario George Steiner prologó una edición inglesa que recopiló los cuentos tempranos del escritor ruso. En ese prólogo Steiner señala, ante todo, que la producción de Chéjov “desafía nuestra credulidad”: fue un médico “ferviente e intuitivo” que ayudó económicamente a su familia desde muy joven escribiendo cuentos y reseñas para periódicos y revistas; en 1890, a los treinta años, atravesó Rusia para conocer la remota colonia penitenciaria de Sajalín y escribir, de regreso en Moscú, un informe que obligó a las autoridades a mejorar las condiciones de vida de los presos; tuvo una intensa actividad social promoviendo la creación de centros de salud y escuelas para los campesinos; y aunque murió en el mejor momento de su carrera, a los cuarenta y cuatro años, alcanzó a escribir alrededor de seiscientos cuentos –algunos de los cuales tienen la extensión de una novela– y un conjunto de obras de teatro de las cuales al menos tres –siempre según Steiner– son “incomparables” y “han alterado la historia del teatro”.
Pero lo que más sorprende a Steiner de estos escritos de juventud es que algunos de los rasgos que hicieron de Chéjov un autor admirado universalmente –como su mirada compasiva sobre los personajes que retrata, por ejemplo– no estaban en él desde el comienzo. Sí reconoce su “ingenio exuberante” y una admirable “fluidez técnica”, pero encuentra en estas miniaturas narrativas –la mayoría de los textos no supera la página– una “llamativa poción de crueldad”: el joven Chéjov prefiere burlarse de sus personajes en dificultades –borrachos que no consiguen una moneda para comprar el próximo trago, por ejemplo–, sólo le interesan los matrimonios desdichados y su visión de las mujeres es más bien pobre: “La empatía con las mujeres que irradiará el tío Vania todavía no ha aparecido”, escribe Steiner. Es que el autor de La sala número seis estaba lejos de ser, como lo definió Harold Bloom, “el más humano de todos los genios literarios”.
Debut y cambios. Chéjov publicó su primer libro de cuentos en 1884 y lo tituló Las leyendas de Melpómene; en 1886 publicó un segundo volumen, Cuentos multicolores, ambos libros firmados con el seudónimo Antosha Checonté. En general, los críticos coinciden en señalar un cambio a partir de su tercer libro, En el crepúsculo (1887), al que le siguió, ese mismo año y con apenas un mes de diferencia, la publicación de otro libro de cuentos llamado Reflexiones inocentes. Lo que aparece en estos dos últimos libros es un Chéjov serio y pesimista, que se contrapone al autor alegre y humorista de los dos primeros. Esto, de hecho, fue notado por sus contemporáneos, y algunos de sus amigos se lo hicieron saber.
En una carta que le envía a la escritora L.A. Avílova, Chéjov le responde que si sus héroes son “tristes y sombríos” es algo que le sucede “involuntariamente”, puesto que al trabajar él está “siempre de buen humor”. Y agrega: “He notado que los hombres sombríos, los melancólicos, escriben siempre alegremente, mientras que los que son alegres en su vida con sus escritos excitan la melancolía”. También les da explicaciones de este tipo a sus amigos Vadimir Korolenko y Alexéi Suvorin, pero es en la correspondencia que mantuvo con Máximo Gorki entre 1898 y 1904 donde encontramos sus reflexiones más agudas sobre el oficio de escribir y estilo de vida que debe llevar un escritor.
Cartas rusas. Cuando empezaron a cartearse, Gorki era un escritor incipiente y Chéjov un autor consagrado –hacía ya diez años que había recibido el premio Pushkin. En las primeras cartas, al menos, el tono que predomina se parece más al de una relación maestro-discípulo que al de un intercambio entre pares. Sin embargo, esto no impidió que, desde un comienzo, compartieran opiniones y sugerencias de un modo absolutamente franco. Por esos años, Gorki vivía con su mujer y su hijo en Nizhni, un pueblo de provincia, y Chéjov pasaba largas temporadas en Yalta, otro pueblo al que nunca pudo acostumbrarse –“... me aburro sin la gente y la música que quiero, me aburro sin mujeres...”– pero donde iba a recuperar la salud que perdía en San Petersburgo o en Moscú. Gorki estaba bajo vigilancia en Nizhni: le habían prohibido que organizara reuniones políticas y por épocas incluso controlaban que no saliera de su casa.
Cuando intercambian opiniones sobre literatura, casi siempre hablan de sus propios textos, y en ocasiones de las puestas de las obras de Chéjov a las que Gorki asiste en sus esporádicos viajes a la ciudad. Los consejos que Chéjov le da a Gorki son siempre valiosos. Después de leer sus manuscritos, le devuelve observaciones puntuales y algunas sugerencias que dejan entrever una lúcida sensibilidad. Gorki, por su parte, acepta de buena manera sus consideraciones, aunque a veces pone algunos reparos: “Tiene usted razón cuando reprueba mi romanticismo, aunque se equivoca cuando dice que he tomado el romanticismo de los intelectuales. ¿Qué romanticismo tiene esa gente? ¡Que se vayan al diablo!”.
Pero la pregunta que buscan responder con mayor insistencia, y sobre lo que nunca llegan a ponerse de acuerdo, es: ¿dónde debe vivir un escritor? Chéjov no tiene dudas: en la gran ciudad. Más precisamente en San Petersburgo. Una y otra vez le aconseja a Gorki que se mude lo antes posible con su familia. Chéjov ve en Gorki un gran potencial, pero cree que le falta mundo: “Usted necesita ver más, conocer más, ensanchar sus horizontes, su imaginación es ágil y tenaz en lo que capta, pero es como una gran estufa a la que no se echa bastante leña”. Gorki, en cambio, aunque comprende que Nizhni no puede ser su lugar definitivo, se resiste a viajar a la ciudad, donde no se siente cómodo, y alimenta otras ideas más bien excéntricas, como la de recorrer Rusia a pie: “A Petersburgo no iré –le responde a Chéjov en una carta de 1899–. Allí se ve el sol tres veces al año, las mujeres sólo leen libros de economía y han perdido toda semejanza con el sexo femenino. Y sin sol y sin mujeres, un hombre no puede vivir”.
De todas maneras, cuando uno y otro dan sus argumentos acerca de lo conveniente –o no– que puede resultar para un escritor la vida en la ciudad, ambos parecen tener razón: Gorki cuando ataca la petulancia y la frivolidad del mundillo cultural de las metrópolis –“No tengo ganas de ir a Petersburgo. El cielo padece allí de hidropesía, la gente de presunción y los literatos de las dos cosas”–, y Chéjov cuando afirma que en la provincia un escritor no puede vivir “impunemente”. En una carta fechada en junio de 1898, Chéjov le escribe: “Mientras sea usted joven, tendría que salir de Nizhni y pasar dos o tres años en medio de la literatura y los literatos, tendría que rozarse con ellos, y no para aprender algo en esta escuela y adquirir una mayor práctica, sino a fin de sumergirse definitivamente de alma y cuerpo en la literatura y amarla: por otra parte, la provincia hace envejecer muy pronto”.
Tal vez haya sido porque ambos tenían razón al opinar sobre este asunto que terminaron celebrando la soledad y la pesca. Dos años antes de su muerte, Chéjov escribe: “Vivo en Liubímovka, en la casa de campo de Alexéiev [su hijo], y de la mañana a la noche me dedico a la pesca”. Un año más tarde, en la última carta que le manda, Gorki se despide así: “Siempre sueño con tomar un barco, irme al medio del océano y ponerme a pescar solo. No me gusta pescar peces, pero ¿qué voy a hacer? Un fuerte apretón de manos”.
Fuente: Perfil
Por Hernán Arias
Raymond Carver tenía pegada contra la pared, justo encima de su mesa de trabajo, una ficha de tres por cinco en la que había escrito una frase de un cuento de Antón Chéjov: “...Y súbitamente todo empezó a aclarársele”. Según lo anotó el propio Carver en su ensayo Escribir un cuento, para él esas palabras contenían “la maravilla de lo posible”, y declaró “amar” la claridad y sencillez con la que el autor ruso consigue allí provocarnos una “muy alta revelación” sin perder misterio. En ese mismo ensayo, Carver afirma que, para encontrar buena literatura, no hay que ir detrás del talento, puesto que “hay mucho talento a nuestro alrededor”; lo importante es descubrir “un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones”.
En el caso de Chéjov, resulta particularmente interesante observar de qué manera su prosa se desarrolló hasta alcanzar esa “expresión artística” de la que habla Carver. A principios de este siglo, el profesor y crítico literario George Steiner prologó una edición inglesa que recopiló los cuentos tempranos del escritor ruso. En ese prólogo Steiner señala, ante todo, que la producción de Chéjov “desafía nuestra credulidad”: fue un médico “ferviente e intuitivo” que ayudó económicamente a su familia desde muy joven escribiendo cuentos y reseñas para periódicos y revistas; en 1890, a los treinta años, atravesó Rusia para conocer la remota colonia penitenciaria de Sajalín y escribir, de regreso en Moscú, un informe que obligó a las autoridades a mejorar las condiciones de vida de los presos; tuvo una intensa actividad social promoviendo la creación de centros de salud y escuelas para los campesinos; y aunque murió en el mejor momento de su carrera, a los cuarenta y cuatro años, alcanzó a escribir alrededor de seiscientos cuentos –algunos de los cuales tienen la extensión de una novela– y un conjunto de obras de teatro de las cuales al menos tres –siempre según Steiner– son “incomparables” y “han alterado la historia del teatro”.
Pero lo que más sorprende a Steiner de estos escritos de juventud es que algunos de los rasgos que hicieron de Chéjov un autor admirado universalmente –como su mirada compasiva sobre los personajes que retrata, por ejemplo– no estaban en él desde el comienzo. Sí reconoce su “ingenio exuberante” y una admirable “fluidez técnica”, pero encuentra en estas miniaturas narrativas –la mayoría de los textos no supera la página– una “llamativa poción de crueldad”: el joven Chéjov prefiere burlarse de sus personajes en dificultades –borrachos que no consiguen una moneda para comprar el próximo trago, por ejemplo–, sólo le interesan los matrimonios desdichados y su visión de las mujeres es más bien pobre: “La empatía con las mujeres que irradiará el tío Vania todavía no ha aparecido”, escribe Steiner. Es que el autor de La sala número seis estaba lejos de ser, como lo definió Harold Bloom, “el más humano de todos los genios literarios”.
Debut y cambios. Chéjov publicó su primer libro de cuentos en 1884 y lo tituló Las leyendas de Melpómene; en 1886 publicó un segundo volumen, Cuentos multicolores, ambos libros firmados con el seudónimo Antosha Checonté. En general, los críticos coinciden en señalar un cambio a partir de su tercer libro, En el crepúsculo (1887), al que le siguió, ese mismo año y con apenas un mes de diferencia, la publicación de otro libro de cuentos llamado Reflexiones inocentes. Lo que aparece en estos dos últimos libros es un Chéjov serio y pesimista, que se contrapone al autor alegre y humorista de los dos primeros. Esto, de hecho, fue notado por sus contemporáneos, y algunos de sus amigos se lo hicieron saber.
En una carta que le envía a la escritora L.A. Avílova, Chéjov le responde que si sus héroes son “tristes y sombríos” es algo que le sucede “involuntariamente”, puesto que al trabajar él está “siempre de buen humor”. Y agrega: “He notado que los hombres sombríos, los melancólicos, escriben siempre alegremente, mientras que los que son alegres en su vida con sus escritos excitan la melancolía”. También les da explicaciones de este tipo a sus amigos Vadimir Korolenko y Alexéi Suvorin, pero es en la correspondencia que mantuvo con Máximo Gorki entre 1898 y 1904 donde encontramos sus reflexiones más agudas sobre el oficio de escribir y estilo de vida que debe llevar un escritor.
Cartas rusas. Cuando empezaron a cartearse, Gorki era un escritor incipiente y Chéjov un autor consagrado –hacía ya diez años que había recibido el premio Pushkin. En las primeras cartas, al menos, el tono que predomina se parece más al de una relación maestro-discípulo que al de un intercambio entre pares. Sin embargo, esto no impidió que, desde un comienzo, compartieran opiniones y sugerencias de un modo absolutamente franco. Por esos años, Gorki vivía con su mujer y su hijo en Nizhni, un pueblo de provincia, y Chéjov pasaba largas temporadas en Yalta, otro pueblo al que nunca pudo acostumbrarse –“... me aburro sin la gente y la música que quiero, me aburro sin mujeres...”– pero donde iba a recuperar la salud que perdía en San Petersburgo o en Moscú. Gorki estaba bajo vigilancia en Nizhni: le habían prohibido que organizara reuniones políticas y por épocas incluso controlaban que no saliera de su casa.
Cuando intercambian opiniones sobre literatura, casi siempre hablan de sus propios textos, y en ocasiones de las puestas de las obras de Chéjov a las que Gorki asiste en sus esporádicos viajes a la ciudad. Los consejos que Chéjov le da a Gorki son siempre valiosos. Después de leer sus manuscritos, le devuelve observaciones puntuales y algunas sugerencias que dejan entrever una lúcida sensibilidad. Gorki, por su parte, acepta de buena manera sus consideraciones, aunque a veces pone algunos reparos: “Tiene usted razón cuando reprueba mi romanticismo, aunque se equivoca cuando dice que he tomado el romanticismo de los intelectuales. ¿Qué romanticismo tiene esa gente? ¡Que se vayan al diablo!”.
Pero la pregunta que buscan responder con mayor insistencia, y sobre lo que nunca llegan a ponerse de acuerdo, es: ¿dónde debe vivir un escritor? Chéjov no tiene dudas: en la gran ciudad. Más precisamente en San Petersburgo. Una y otra vez le aconseja a Gorki que se mude lo antes posible con su familia. Chéjov ve en Gorki un gran potencial, pero cree que le falta mundo: “Usted necesita ver más, conocer más, ensanchar sus horizontes, su imaginación es ágil y tenaz en lo que capta, pero es como una gran estufa a la que no se echa bastante leña”. Gorki, en cambio, aunque comprende que Nizhni no puede ser su lugar definitivo, se resiste a viajar a la ciudad, donde no se siente cómodo, y alimenta otras ideas más bien excéntricas, como la de recorrer Rusia a pie: “A Petersburgo no iré –le responde a Chéjov en una carta de 1899–. Allí se ve el sol tres veces al año, las mujeres sólo leen libros de economía y han perdido toda semejanza con el sexo femenino. Y sin sol y sin mujeres, un hombre no puede vivir”.
De todas maneras, cuando uno y otro dan sus argumentos acerca de lo conveniente –o no– que puede resultar para un escritor la vida en la ciudad, ambos parecen tener razón: Gorki cuando ataca la petulancia y la frivolidad del mundillo cultural de las metrópolis –“No tengo ganas de ir a Petersburgo. El cielo padece allí de hidropesía, la gente de presunción y los literatos de las dos cosas”–, y Chéjov cuando afirma que en la provincia un escritor no puede vivir “impunemente”. En una carta fechada en junio de 1898, Chéjov le escribe: “Mientras sea usted joven, tendría que salir de Nizhni y pasar dos o tres años en medio de la literatura y los literatos, tendría que rozarse con ellos, y no para aprender algo en esta escuela y adquirir una mayor práctica, sino a fin de sumergirse definitivamente de alma y cuerpo en la literatura y amarla: por otra parte, la provincia hace envejecer muy pronto”.
Tal vez haya sido porque ambos tenían razón al opinar sobre este asunto que terminaron celebrando la soledad y la pesca. Dos años antes de su muerte, Chéjov escribe: “Vivo en Liubímovka, en la casa de campo de Alexéiev [su hijo], y de la mañana a la noche me dedico a la pesca”. Un año más tarde, en la última carta que le manda, Gorki se despide así: “Siempre sueño con tomar un barco, irme al medio del océano y ponerme a pescar solo. No me gusta pescar peces, pero ¿qué voy a hacer? Un fuerte apretón de manos”.
Fuente: Perfil
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