La noche antes de los bosques, de Bernard Marie-Koltès. Traducción: Silvana Stabielli. Dirección: Alejandra Ciurlanti. Con: Mike Amigorena. Diseño de escenografía: Alberto Negrín. Diseño de luces: Eli Sirlin. Música original: Iván Wyszogrod. Coreografía: Diana Szeimblum. Vestuario: Silvio Rodríguez Molina. Animaciones: Diego Vigil. Sala: Pablo Neruda, Paseo La Plaza. Funciones: Viernes y sábados, 23. Domingos, 21.
Nuestra opinión: muy buena
El teatro de Bernard Marie-Koltès sabe combinar la fuerza destructiva de un lenguaje desgarrado con una estilística y una prosa más cercana a la belleza que adquiere en manos del poeta. Y el espectador de este dramaturgo francés debe aprender a relajarse, a dejarse llevar por una trama que no pretende desarrollarse desde un punto de partida hacia un final más o menos previsible. Muy por el contrario, su obra va dando vueltas de manera oscilante, como las reflexiones de sus protagonistas. Por momentos mientras habla vuelve sobre sus pasos, asienta sobre lo ya dicho una nueva palabra y se lanza hacia otro espacio en donde los sentidos proliferen y se multipliquen. Bernard Marie-Koltès es inasible. Y es ésta tal vez una de sus marcas ideológicas más fuertes y lo que lo pone en relación directa con la vida cultural europea de los años setenta.
Víctima del VIH, muere muy joven -en el año 1989 y con apenas 41 años- dejando una breve obra pero que en muy poco tiempo supo convertirse en un clásico contemporáneo. Su primer estreno -pero no su primer trabajo de escritura- es precisamente La noche justo antes de los bosques , en el año 1977.
Su búsqueda estética, por momentos atravesada por un espíritu nihilista, está muy marcada por una desilusión que indica una esperanza perdida. Y ésa es tal vez una de sus grandes enseñanzas. Porque Koltès no ingresa en el cinismo posmoderno en el que la desesperanza puede ser simplemente una marca comercial, sino que la encarna y la vive con su propio cuerpo, y su teatro no es más que el resultado de ese modo de mirar al mundo que no fue. Y su batalla fue precisamente atacar los mecanismos habituales por los que la sociedad va produciendo sentidos (históricos, políticos, estéticos).
Es por ello que el espectador que asista al Paseo La Plaza a ver esta versión no debe esperar una propuesta convencional. Porque encontrará a un hombre que habla en la más absoluta soledad y con un discurso que no aclara ni explicita lo que dice ni a quien lo dice, ni cuando ni donde. Haber entendido esto y no transgredirlo -para volver más digerible al texto- es uno de los grandes aciertos de Ciurlanti en la dirección, porque gran parte del trabajo de Amigorena consiste en la construcción de un cuerpo que por frágil, moldeable, liviano, se vaya perdiendo por debajo o por encima de las palabras. Ayuda y mucho la propia destreza del actor, que se vio apoyada y sostenida por el vestuario, la iluminación y la escenografía, tres lenguajes que trabajan para sostener la invisibilidad del hablante, aunque lamentablemente este esfuerzo sea aniquilado por el uso de un necesario pero hostil micrófono, que propaga el sonido al tiempo que nos distancia.
En este sentido podría decirse que el tamaño de la sala Pablo Neruda juega muy en contra de una propuesta tan sensible como inteligente, y que requiere de un espectador que accione en contra de ciertos obstáculos que una sala independiente y de menor tamaño no habría tenido.
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