Por Sonia Jaroslavsky
La autora francesa Yasmina Reza tiene a cargo la dramaturgia de esta comedia o, mejor dicho, tragicomedia. Se la puede recordar por varias obras estrenadas en Buenos Aires como ART (actualmente en cartel) o Conversaciones después de un entierro. Un Dios salvaje llega a Buenos Aires de la mano del director y dramaturgo Javier Daulte (Baraka, Nunca estuviste tan adorable). La pieza ha sido interpretada por actrices de primera línea tanto en cine como en teatro. En París, se estrenó dirigida por la misma Reza con la actuación de Isabelle Hupper, recordada por sus actuaciones en filmes como 8 mujeres, de François Ozon, o por ser la actriz fetiche de Chabrol. En España ha sido interpretada por Maribel Verdú y Aitana Sánchez-Gijón. Y en Buenos Aires se lucen María Onetto en el papel de Verónica y Florencia Peña interpretando a Annie. Las acompañan en el papel de esposos Gabriel Goity (Miguel) y Fernán Mirás (Alan), respectivamente. Este cuarteto realiza un trabajo de gran entrega en la hora y media que dura el espectáculo, sosteniendo la tensión en cada escena, produciendo un crescendo hacia el desborde y amalgamando una paleta de matices. Todo esto no podría ser otra cosa que el resultado de una dirección actoral y de puesta superadora, incluso del texto, como la que lleva adelante Javier Daulte en su madurez como artista.
En un living muy amplio y muy design, con sillones blancos, tulipanes frescos y libros de pintores a la vista, dos matrimonios intentan realizar una mediación –con cortesía y sin abruptos– sobre un lamentable hecho: el hijo de once años del matrimonio visitante le pegó con un palo al hijo de la pareja anfitriona rompiéndole dos dientes. Miguel es vendedor de cacerolas y artículos para inodoros y su mujer, Verónica, es escritora, amante del arte y se especializa en el Africa. Alan es abogado defensor para un laboratorio que vende remedios poco confiables y Annie es consejera en gestiones de patrimonio. El cordial intento de componer la situación ante la golpiza se diluye en el transcurso del diálogo. Como si ese resto de tiempo de más que se deslizó por conversar un poco más de la cuenta –café con strudel de por medio– se manifestara incisivo en la dolorosa realidad: ese resto de salvajismo que insiste por salir. No es raro que las dos mujeres, como lobas defendiendo su cría, sean las primeras en expresar la situación a través del vómito o el llanto desesperado.
En Un Dios salvaje se escuchan frases como: “tratar de mejorar”, “creer en los poderes pacificadores de la cultura, en la mediación y la tolerancia”. Frases que así como se imponen en un pequeño gesto se evaporan, resaltando –y ahí radica su crítica– la poca consistencia de los esbozos de discursos progresistas. Son como acierta uno de los personajes: “moderados en la superficie”.
En uno de los instantes más desopilantes de la obra se hace referencia al preciado y agotado libro del pintor Kokoschka arruinado por el vómito de Annie. Es interesante observar que este artista rindió culto al Barroco como una expresión de la cultura humanista, a diferencia de los modos de la vida llamada moderna, que tiró por la borda todo resto de trato artesanal como consecuencia de la industria y la mecanización. Este espectáculo hace hincapié en este punto: la supuesta evolución moderna del ser humano se volvió banal, egoísta y sobre todo frágil. Como apunta Yasmina Reza: “No creo que el ser humano sea pacífico. Pienso que no evolucionó desde la Edad de Piedra y que el barniz social que nos protege del salvajismo es inquietantemente suave y siempre a punto de estallar”.
Fuente: Página 12
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