Nuestra opinión: muy buena
La relación que los argentinos tenemos con la historia es, cuanto menos, compleja. El olvido y el recuerdo son los polos entre los que oscilantemente buscamos refugio. Y Pinti, desde Salsa criolla , si no antes, trabaja con humor un tipo de relación del teatro con la historia: malas palabras, verborragia, un par de canciones y mucha política son los condimentos con los que el público se encontrará. Todo esto apoyado ahora por un discurso autorreferencial, que parte de la base de que nuestro protagonista ha cumplido 70 años. De allí surge el título de esta última propuesta: es la lucha, humorística claro, contra el olvido. Con esta excusa dramática se construye un muy tierno antagonista -el alemán Alzheimer, encarnado por Gustavo Monje- que busca persistentemente a Pinti. Gracias a esta amenaza surge uno de los números más interesantes, cuando el actor juega a demostrar cuán intacta está su memoria, haciendo un discurso sobre los últimos 200 años en el que mezcla y confunde nombres y acontecimientos.
Nuevo contexto
En el número central, representa a una anciana marginal, que descansa en una iglesia recostada en su carrito cargado de cartones, papeles y bolsas. Al presentarse nos informa que ella es Argentina y que éste es el estado en el que se encuentra: ajada, empobrecida, sucia, maltratada. La caracterización y el discurso son tan interesantes y potentes que sobran las animaciones (realizadas magníficamente por Alfredo Sabat), proyectadas sobre un telón para interactuar con el cómico.
Gracias a su talento, inteligencia y carisma, Pinti fue conquistando a un público muy diferente del que tuvo en sus inicios. Resistido al principio por las malas palabras, finalmente fueron aceptadas, convirtiéndose en una marca. Y es interesante para aquellos que lo siguen desde hace mucho tiempo ver cómo ese uso impertinente del lenguaje sobre el escenario hoy no produce lo que entonces; nos hemos acostumbrado. Es más, hoy cualquiera habla como Pinti, aunque sin su inteligencia ni acidez. El mundo le ha robado una característica propia de su estética quitándole en este sentido cierta mordacidad.
Algo similar ocurre en lo que respecta a la historia y a la política. Cuando Pinti puso en el escenario la historia, la contó, la dio vuelta, la alteró, le dio matices de comicidad. Podría decirse que la historia era la verdadera "mala palabra" con la que trabajaba. Hacer eso en la Argentina era una verdadera provocación. Por ello, se perdonaban ciertas simplificaciones que alteraban el discurso histórico en favor de la divulgación. Pero hoy, gracias a la labor de ciertos historiadores que encontraron el modo de hacer de ella un show, la historia vende. Y lo mismo ocurre con la política. Recordemos que Pinti fue, si no el primero, uno de los más férreos artistas en desenmascarar el menemismo y sus implicancias culturales. Fue él quien nos enfrentó a una imagen patética y degradada de nosotros mismos. Entendió que el teatro tenía el poder de desenmascar y de decir aquello que los medios de comunicación silenciaban. Hoy la situación con el oficialismo es bien distinta y esto hace que la escena pierda potencia ya que no nos enfrenta a lo oculto sino que nos dice lo ya dicho.
Por fuera de estos reparos, Pinti sabe manejar a su público como pocos artistas y se encuentra rodeado de un cuerpo de baile más que solvente. En los rubros técnicos sobresalen los trabajos de Renata Schussheim en el vestuario y de Gonzalo Córdova en la iluminación, y es de esperar que la escenografía de Alberto Negrín se vaya ajustando con el correr de las funciones, ya que los permanentes telones que suben y bajan tuvieron en la función de estreno sus inconvenientes, resueltos sobre la marcha de manera muy desprolija.
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