El 50º aniversario del encuentro más grande de la música de raíz vio pasar a varios artistas latinoamericanos por la plaza Próspero Molina. El mainstream ya no rinde tanto en la taquilla y brillan los que hacen su propio camino.
Por Cristian Vitale
Imagen: Dafne Gentinetta
Desde Cosquín
Ayer, con los últimos destellos de la tarde, un manto de calma parecía caer sobre las soleadas calles de Cosquín. El viento, templado pero parejo a la hora de la siesta, acariciaba el biorritmo de un pueblo que había pasado la gran prueba de fuego: doce días corridos y enteros de música popular. Titánicas 288 horas-folklore en total, si se suman los diurnos espectáculos callejeros, las peñas y las presentaciones por fuera de circuito. Más de 250 números musicales, sólo contando los de la plaza Próspero Molina, configuraron una cifra record hasta hoy en la historia de los festivales nacionales. En lo macro, el 50º aniversario del fenómeno Cosquín aprobó el examen, estuvo a la altura, “garpó”. Su historia lo merecía. Y, axiomático, con los vaivenes nerviosos que semejante puesta necesariamente puede acarrear. No hubo los forcejeos rimbombantes de la edición anterior, cuando el Chaqueño Palavecino sacó su chapa de star para “copar” la parada robándoles tiempo a otros músicos, o Tarragó Ros y su capricho de subir a la escena a un icono de la reacción sojera (el hermano de De Angeli) sin avisar, como se estila. No hubo grandes peleas, aunque sí pequeñas trifulcas de alcoba, las de siempre. Un artista que se elige a dedo, otro que se impone a presión telefónica, tremendas dificultades para probar sonido –sobre todo los primeros días–, el rosqueo para elegir consagración y menciones, encimamiento de artistas, tiempos justos o la tensión habitual entre los distintos actores de escena –iluminadores, sonidistas, conductores y jefes de escenario–, que en algún momento devino en cierta trompada de locutor. Natural, si se contempla la dinámica de un festival así. Lo típico de las luces y sombras coscoínas, esta vez ampliado por su extensión en el tiempo.
Lo distinto, dado por el otro marco histórico –el año del Bicentenario–, fue sin dudas la impronta latinoamericana que la Comisión, aun a costa achicar ganancias, propuso como regalo de cumpleaños. Colombia, Ecuador, Venezuela, Chile, Uruguay, Perú, Brasil, Bolivia y hasta Cuba soplaron las velitas de la gran torta con propuestas disímiles, pero de integración. Y, en términos de disfrute artístico, rindieron en la mayoría de los casos. Con excepciones, claro, porque nadie se opuso a considerar la actuación de Pablo Milanés como un desencanto. No sólo por el estado lamentable de su voz, agravado por un estado febril, sino por la negativa del querido Pablo a explicar el ninguneo del bis, ante la exigencia popular. Su aparición, spot mediante y al otro día de la actuación, en las pantallas gigantes del Atahualpa, cayó como una aspirina en mal estado. “Nos dijo que iba a volver a Cosquín para tocar en la semana del Bicentenario, en mayo”, anunciaron desde la Comisión, con el bolsillo puesto en uno de los cachets más altos del festival. Caro y poco resultó lo del fundador de la Nueva Trova Cubana y ni siquiera hubo espacio para reprogramarlo, por obvias razones, como había sucedido con Jairo el año anterior.
En los antípodas, Gal Costa. La princesa de la bossa nova encantó a un público no demasiado habituado a traspasar las barreras del idioma. El portuñol más esa transmisión táctil que supera lo limitado del lenguaje transformaron a su actuación en uno de los más altos momentos de la totalidad. En una de sus luces más intensas que, como efecto secundario, sentó un precedente esencial: abrió una linda puerta al futuro. Hubo, entre los demás momentos continentales, picos de alta emoción. La conmovedora versión de “Juana Azurduy”, que los legendarios chilenos de Illapu entregaron como ofrenda al alma del festival –Mercedes Sosa, claro–, entre ellas. También ciertos pasajes de los Inti Illimani, primerizos en Cosquín, muy bienvenidos; o la presencia, boicoteada por la única lluvia de las doce lunas, de Los Olimareños; y la original idea de Rolando Goldman de cruzar joropos y huaynos con dos músicos venezolanos de excepción (Luis Pino y Eduardo Betancourt), condensaron una suma rica, que traspasó fronteras.
Fronteras adentro quedaron los contrastes de siempre enriquecidos, como inercia de un año redondo, por la presencia de una tradición olvidada años atrás: Los Manseros Santiagueños, Los Altamirano, Los Visconti, el retorno de Horacio Guarany en una probable despedida –“voy a volver”, prometió el barbado cantor, tenaz y tozudo, contra lo que parece– y Los Trovadores. Todo eso conmovió hasta las lágrimas a más de un fiel rastreador de pasados. Unos “vejestorios” que no hay por qué tirar por la ventana, ya que alguna vez fueron el aura de Cosquín, en mejor convivencia que años atrás con las nuevas propuestas, en parte importante gracias a ese feeling que sembró la Negra Sosa en sus mejores años. Esas propuestas que están sembrando para la cosecha del futuro mediato. Mujeres: Aymama, Fulanas Trío, la enorme Paola Bernal y esa energía que impregna en el hacer, Tonolec y la pata toba procesada con máquinas, Verónica Condomí y su intervención en el homenaje a María Elena Walsh. Frescura de voces y una participación definitivamente acorde con lo mejor en estos tiempos de colonización de la subjetividad (brillante definición de José Pablo Feinmann durante el Congreso del Hombre Argentino y su Cultura): la intervención cada vez más intensiva de la mujer en un género tradicionalmente sexista.
Del lado masculino, el racconto ha dejado tantos picos de temblor estético, por originalidad en la búsqueda o simple brillo musical, como fiascos. Las denominaciones FAP (Fuerte al Pedo) o FF (Fiero y Fuerte), acuñadas por el periodista Santiago Giordano, son inmejorables para definir a ciertos números. Incluso dos de las tres consagraciones elegidas este año (ver aparte) las rozarían en algún punto: Guitarreros y Canto 4, odas a la previsibilidad que de consagración puede que pasen a la fama (como Los Nocheros) y a un ocaso sólo posible de contrarrestar con una enorme maquinaria mediática detrás (como Los Nocheros, otra vez). No son sus obras las que perdurarán en el tiempo, para beneficio del acervo cultural, sino las de los artistas que construyen desde abajo, por ese caminito al costado del mundo, y que no se dejan tentar por la trampa del EAP (Estrellato al Pedo). Que Cosquín, con su feliz eclecticismo, también considera. Jorge Fandermole, caso emblemático, y otro de los picos altos del festival: “Oración del Remanso” fue una caricia de aire fresco al alma. O Arbolito, a paso calmo y seguro, instalado firme entre quienes bien entienden el folklore de hoy; Franco Luciani, Juan Quintero (otro faro importante para la corriente joven de la música de raíz); o Bruno Arias, el chango del Norte que lleva en su lanza el pulso genuino de una región: las sutilezas de Ricardo Vilca con la sangre de Tomás Lipán.
Entre los consagrados de una y otra corriente, este 50º aniversario arrojó ciertas certezas. Si bien la plaza estuvo ocupada en un 75 por ciento cada noche, ninguno de los mainstream, excepto Jorge Rojas, la llenó por completo por separado. No lo hicieron ni Soledad, otrora pasión de multitudes, ni Los Nocheros, con una tendencia pronunciada a la baja desde hace tiempo, ni el Chaqueño Palavecino, al que se le ocurrió llegar a caballo a la plaza, tal vez como estrategia de una presencia que tampoco es la misma que años atrás. Hay, en suma, una tendencia al recambio de figuritas en el folklore-estrella, y es algo –comprobable en números– que los productores ya deben estar diseñando para que no decaigan las cuentas bancarias. No es cosa que desvele a quienes llegaron por otro camino: Peteco Carabajal, el hombre que más tiempo tocó en la plaza esta vez; León Gieco, que privilegió a su Mundo Alas en desmedro del brillo personal; el mágico Chango Spasiuk y sus boscosos misterios mesopotámicos; Luis Salinas, Víctor Heredia, Mariana Carrizo, Teresa Parodi, Raúl Barboza y Juan Falú. Músicos que, cada uno por su andarivel, van construyendo lo más genuino del arte para confluir en una identidad (una identidad diversa, por qué no).
Fuente: Página 12
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