Por Moira Soto
Así como los suculentos labios de Sandro eran naturales y propios ciento por ciento, las lolas desbordantes de Isabel Sarli no necesitaron recurrir a esos sachets redondeados de siliconas que abultan los torsos de tanta pretendida vedette en estos días enzarzándose y robando cámara (de TV) en Mar del Plata, Carlos Paz, incluso alguna rezagada en Capital... Puro tejido glandular, los dos principales atributos físicos de la estrella representaban con firmeza y opulencia una época –los ‘50, los ‘60– en que las grandes tetas verdaderas de una serie de divas (Silvana Mangano, Sophia Loren, Anita Ekberg, Jayne Mansfield...) alimentaban con creces a algunos productores de cine. Es decir, cuando la culomanía aún no había detonado, pese al cimbreante bamboleo de Marilyn Monroe sin ropa interior, o al traserito levantisco de Brigitte Bardot tan celebrado por Roger Vadim.
Pero, la verdad sea dicha, ¿quién reparó alguna vez en el derrière de nuestro popular icono erótico? ¿En cuántas películas la cámara se detiene en su nalgamen que, por cierto, no era especialmente relevante? Tanto es así que años ha, circulaba con insistencia una graciosa anécdota según la cual, en las últimas películas de Armando Bo y en oportunidades en que Isabel tenía que aparecer desnuda abrazando a un tipo, alguien le sostenía hacia arriba los glúteos desde su base y, obvio, la toma encuadraba sólo la curvatura conseguida mediante tan simple artilugio.
Empero, más allá del –por aquella época así llamado– busto de Isabel (116 centímetros, según el aviso de Desnuda en la arena, 1969), vale preguntarse dónde residía el poderoso atractivo de esta mujer bonita pero inexistente como actriz, que ni siquiera aprendió a modular expresivamente un solo parlamento a lo largo de más de dos décadas de trabajo continuado delante de las cámaras. Porque cualquiera de las otras estrellas sexy mencionadas, en mayor o menor grado, fueron soltándose, mejorando como intérpretes con el tiempo. Sarli en cambio perseveró en su apatía atonal, desnuda o vestida por Paco Jaumandreu, látigo en mano o violada reiteradamente, en paisajes argentinos, paraguayos o brasileños... ¿Será esta languidez soñolienta la que la convirtió, para cierto público masculino y en determinada época, en auténtico objeto sexual que no entiende bien qué quieren los varones de ella, y que, cuando es ella la que desea –un hombre, un caballo, una mujer– sucede a su pesar, empujada por incontrolable ninfomanía?
Tampoco es cuestión de dejar de lado la presencia vital del agua –de mar, río, ducha, bañera espumosa– en las producciones de Sarli-Bo. Elemento que le viene de perlas a ella para justificar la desnudez, moverse con más destreza que caminando o bailando. Y desde luego, acariciarse el cuerpo con obvios propósitos voluptuosos o jabonar obstinadamente las pulposas mamas, quizás en busca de alguna forma de purificación de sus pecados de la carne, puesto que, víctima del acoso de los hombres lascivos o de sus propias tendencia lujuriosas, Isabel en el cine nunca disfrutó del sexo con el alegre desenfado de Bardot, ni tampoco supo sentirse gustosamente feliz al hacer desnudos como Betty Page, pin up desfachatada si las hubo.
Hacedor de películas moralizantes, Armando Bo se convirtió en piedra de escándalo para la censura y en próspero productor, a veces con inquietudes sociales, casi siempre buscando la redención de la codiciada protagonista de sus obras, a la que no hubo Libertad Leblanc que pudiera equiparársele. Mientras que en Hollywood el magnate coleccionista Howard Hughes sumó bellezas de toda laya a través de los años (de Jean Harlow y Jane Russell, a Ava Gardner y Lana Turner, entre muchas otras), y el propio Vadim después de romper con BB intentó hacerse el Pigmalión con Annette Stroyberg y Jane Fonda, Armando Bo permaneció adherido a Isabel a lo largo de más de una veintena de films: socios en el terreno comercial y amantes en la vida, él sin dejar a su familia legalmente constituida, ella leal a full, salvo alguna escapada “seria” con Leopoldo Torre Nilsson (Setenta veces siete, 1962), donde casualmente le tocó prestarle el cuerpo ¡a otra prostituta!
Como ya se sabía y puede corroborarse en el documental Carne sobre carne, de Diego Curubeto, entre los correctivos aplicados por su severa madre y la dependencia sentimental y laboral del también autoritario Armando, idolatrada por multitudes febriles, Isabel mantuvo milagrosamente una especie de inocencia llana, de chica de barrio pudorosa que casi de chiripa se convirtió en diosa del sexo, engañada de movida para que saliera desnuda en El trueno entre las hojas (1958), o con unos buenos tragos de whisky para ponerse en tetas en otras producciones que reincidieron exitosamente, con leves variaciones, en la misma fórmula elemental inventada por ese autor fauve a su manera, consagrado a su casta diva de los pechos de oro.
Carne sobre carne se estrena el próximo 4 de febrero en el Malba,
Avenida Figueroa Alcorta 3415.
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