jueves, 18 de febrero de 2010

Un viaje hacia el alma de las canciones

SOLEDAD VILLAMIL EN EL TASSO

La actriz ganadora de un Goya se entrega con pasión a su otro rol, el de cantante, en la presentación de su segundo disco. Sucede todos los jueves, viernes y sábados de febrero en el local de San Telmo. Abarrotado, claro.

Marcelo Pavazza

Durante todos los jueves, viernes y sábados de febrero, Soledad Villamil está presentando su segundo disco, Morir de amor, en el escenario del Centro Cultural Torquato Tasso. Grácil, simpática, administrando con holgura sus posibilidades expresivas tanto en lo vocal como en lo actoral, la actriz y cantante, flamante ganadora de un Premio Goya por su actuación en El secreto de sus ojos, reafirma en un concierto compacto, casi sin distracciones (salvo una risueña explicación que hace de la letra del clásico de Azucena Maizani “Pero yo sé”, aprovechando el magnetismo evidente que ejerce desde el escenario), todo lo bueno que hace un tiempo viene señalando la crítica especializada con respecto a esta etapa de su carrera.

Con un acompañamiento puramente acústico, a la medida de su voz (José Teixidó en guitarra, cuatro y dirección musical, Paula Pomeraniec en cello, Gerardo de Mónaco en contrabajo, Nicolás Perrone en bandoneón y acordeón y Martín González en percusión), Villamil visita tangos y valsecitos, boleros y rancheras, ahondando en recursos expresivos que hacen que, por ejemplo, piezas tradicionales como la citada “Pero yo sé” o “El aguacero” –a las que los arreglos de Teixidó corren elegantemente del raso dos por cuatro– no pierdan jamás su corazón de tango. Es que Villamil no necesita repetir modismos para cantar una copla como “Ojos verdes”, o entrar en modo meloso para interpretar el bolerazo “Desesperadamente”. Le alcanza con su austero modo de acercarse a esas composiciones para extirparles, en una conjunción no forzada de canto y actuación, su alma exacta.

Lo suyo es precisión en la transmisión, un mérito adquirido en épocas del espectáculo Glorias porteñas, cuando, en la piel de Clarita Taboada, Villamil revivía lo mejor de aquellas cancionistas legendarias, ubicadas siempre detrás del canto. Y reforzado luego con la aparición de Canta, su primer disco. La precisión que se mantiene aun cuando la lista de temas la lleva a pasar de una versión corta de la romántica “Ansiedad” a la desfachatada “Se dice de mí”. En esos casos, la transición es amable y –mejor todavía– invisible. Por eso, no importa que el registro de Villamil no sea amplio o su voz se repliegue a la hora de estirar las notas: hay en su manera de acentuar una apelación al acervo cancionístico en el que se siente reflejada. Un rasgo que, en gran combinación con su expresividad corporal, hace un todo que indica que la cantante ha llegado al centro del asunto sin necesidad de imitar a nadie.

“Y ahora vamos a hacer una canción: qué otra cosa”, anuncia Villamil antes de largarse con una preciosa interpretación de “La canción y el poema”. Y aunque la frase suene ensayada, tiene su efecto, sobre todo por aquello que el cronista adivina, ubicado entre las mesas del local abarrotado, y que ella advierte desde el escenario: la presencia de gente –una minoría, vale aclarar– que primero vino a verla y después a escucharla. No es culpa suya el efecto mediático de una nominación al Oscar, pero la efervescencia y el mal humor de algunos concurrentes al Tasso el jueves pasado es un ejemplo claro de cuánto puede traccionar al cholulismo un hecho casi extraartístico. Pero son sucesos menores que en verdad no empañan el arte de Soledad Villamil.

Graciosa cuando debe serlo (“De contramano”, “Santa Rita”, “Baldosa floja” y ese final a pura fiesta con “Chamarrita de una bailanta” no podrían contagiar más alegría al público) y dramática cuando cuadre (su versión de “Rencor” hiela la sangre), la bella Soledad manda a callar los cantos de sirenas con el suyo, alejado de las estridencias y de lo paródico. Y, por supuesto, de cualquier premio dorado que se recorte en el horizonte.

Fuente: Crítica

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